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¿No era la pereza, esa letargia del espíritu, uno de los pecados capitales? A quienes poseían sentimientos religiosos debía de parecerles una blasfemia intencionada el rechazo de toda felicidad. El hastío de Calder-Hale era menos dramático. Se trataba más bien de una indiferencia plácida en la que sus únicas emociones, incluso los súbitos ataques ocasionales de ira, eran mero teatro. Y el verdadero teatro, ese juego de chicos al que se había sentido atraído más por una docilidad bondadosa que por compromiso auténtico, resultaba tan poco apasionante como el resto de su vida ajena a la tarea de escribir. Reconocía su importancia, pero se sentía menos un participante que el espectador imparcial de los esfuerzos y locuras de otros hombres.

Y ahora le quedaba un único asunto sin terminar, la única tarea capaz de provocarle entusiasmo… Quería completar su historia del periodo de entreguerras. Ya llevaba ocho años trabajando en ella, desde que el viejo Max Dupayne, amigo de su padre, le enseñase el museo por primera vez. Lo había cautivado de inmediato, y una idea que había permanecido latente en un rincón escondido de su cerebro cobró vida de repente. Cuando Dupayne le ofreció el trabajo de director del museo, sin sueldo pero con derecho a despacho propio, sintió que era el acicate que necesitaba para empezar a escribir. Invirtió más dedicación y entusiasmo que en cualquier otra tarea que hubiese emprendido antes. La perspectiva de morir sin haberlo terminado le era intolerable. Nadie se molestaría en publicar una historia incompleta. Cuando muriese, la única labor a la que se había entregado en cuerpo y alma quedaría reducida a archivos de notas medio legibles y resmas de hojas mecanografiadas que acabarían en la basura. A veces, su necesidad de completar el libro era tan intensa que lo perturbaba. Él distaba de ser un historiador profesional, y los que lo eran no tendrían piedad en el momento de emitir un juicio, pero el libro no pasaría inadvertido. Había entrevistado a una interesante variedad de octogenarios e intercalado con habilidad los testimonios personales con los acontecimientos históricos. Iba a presentar opiniones originales, a veces inconformistas, que inspirarían respeto. Pero estaba atendiendo a sus propias necesidades, no a las de los demás. Por razones que no podía explicar de manera satisfactoria, veía la historia como una justificación de su vida.

Si el museo cerraba antes de que acabase el libro, sería el fin. Creía saber cómo funcionaba el cerebro de los tres fideicomisarios, y le amargaba. Marcus Dupayne buscaba un empleo que le procurara prestigio y aliviase el aburrimiento de la jubilación. Si el hombre hubiese tenido más éxito, si lo hubiesen nombrado sir, los cargos de director de la City, las comisiones y los comités oficiales estarían esperándolo. Calder-Hale se preguntó qué podría haberle ido mal. Seguramente nada que Dupayne hubiese podido prever: un cambio de gobierno, las preferencias de un nuevo ministro, una renovación en la jerarquía… El conseguir hacerse con el puesto más alto solía ser una cuestión de suerte.

No estaba seguro del motivo por el cual Caroline Dupayne quería que el museo continuase abierto. La posibilidad de conservar el apellido familiar seguramente tenía algo que ver con ello. También había que considerar la cuestión del uso de su piso, que le permitía alejarse de la escuela. Además, siempre se opondría a Neville. Que él recordase, los hermanos nunca se habían llevado bien. Como no sabía nada de su infancia, sólo podía hacer suposiciones respecto a los orígenes de aquella aversión mutua, que se veía exacerbada por la actitud de cada uno respecto al trabajo del otro. Neville no se molestaba en ocultar el desprecio que sentía por cuanto Swathling’s simbolizaba, mientras que su hermana expresaba abiertamente su menosprecio por la psiquiatría. «Ni siquiera es una disciplina científica -solía decir-, sino el último recurso de los desesperados o el consentimiento de las neurosis de moda. No sabéis describir la diferencia entre mente y cerebro de manera que tenga sentido. Seguramente habéis hecho más daño en los últimos cincuenta años que cualquier otra rama de la medicina, y hoy en día sólo podéis ayudar a los pacientes porque los neurocientíficos y las empresas farmacéuticas os han proporcionado las herramientas. Sin sus pastillitas estaríais otra vez en el mismo punto que hace veinte años.»

No habría consenso entre Neville y Caroline Dupayne sobre el futuro del museo, y Calder-Hale creía saber cuál de las dos voluntades acabaría por imponerse. Aunque no es que fuesen a implicarse demasiado en el cierre del lugar; si el nuevo inquilino deseaba tomar posesión rápidamente, sería una tarea hercúlea realizada contra reloj, llena de obstáculos y de complicaciones económicas. Él era el director del museo y se daba por supuesto que le correspondía llevarse la peor parte. Sería el final de toda esperanza de concluir su libro.

Inglaterra se había alegrado con un hermoso mes de octubre, más típico de los tiernos avatares de la primavera que del lento declinar del año hacia su decrepitud multicolor. En ese momento, de repente, el cielo, que había sido una extensión de azul claro y despejado, se vio ensombrecido por una nube de tamaño creciente y mugrienta como el humo de una fábrica. Cayeron las primeras gotas de lluvia y a Calder-Hale apenas le dio tiempo a abrir el paraguas antes de que le sorprendiese el aguacero. Era como si la nube hubiese vaciado la precaria carga que llevaba justo encima de su cabeza. Calder-Hale vio una arboleda a unos metros y corrió a cobijarse bajo un castaño de Indias, dispuesto a esperar pacientemente a que escampase. Por encima de él, los nervios oscuros del árbol se hacían visibles entre las hojas amarillentas y, al levantar la vista, sintió que las gotas le caían despacio sobre el rostro. Se preguntó por qué era placentero sentir aquellas pequeñas e irregulares salpicaduras de la primera acometida de la lluvia sobre la piel, secándose casi al instante. Tal vez no fuese más que el consuelo de saber que aún estaba en condiciones de complacerse con las bendiciones inesperadas de la existencia. Hacía ya tiempo que los aspectos físicos más intensos, ordinarios y urgentes habían perdido su atractivo. Ahora que el apetito se había vuelto exigente y el sexo rara vez era una necesidad apremiante, al menos todavía podía deleitarse con el roce de una gota resbalándole por la mejilla.

En ese momento, vio la casa donde vivía Tally Clutton. Había enfilado aquel estrecho camino desde el Heath infinidad de veces durante los cuatro años anteriores, pero al topar con aquella casa siempre experimentaba una sorpresa inesperada. Parecía cómodamente instalada en su sitio entre la hilera de árboles, y sin embargo constituía un anacronismo. Quizás el arquitecto del museo, obligado por el capricho de su patrón a construir una réplica exacta del siglo xviii para el edificio principal, había diseñado la casa pequeña de acuerdo con sus propios deseos. En el lugar donde se alzaba, detrás del museo y apartada de la vista, a su cliente seguramente no le molestaría demasiado el que fuese discordante. Parecía una ilustración sacada de un cuento infantil, con sus dos miradores en la planta baja, a cada lado del porche, el par de ventanas sencillas encima, bajo el tejado, y el cuidado jardín delantero con el sendero enlosado que llevaba a la puerta principal flanqueado por sendas parcelas de césped y un seto bajo de ligustro. En mitad de cada una de esas parcelas había un arriate oblongo y ligeramente elevado, y allí Tally Clutton había plantado sus habituales ciclámenes blancos y púrpura y sus pensamientos blancos.

Al acercarse a la puerta del jardín, Tally apareció entre los árboles. Llevaba el viejo chubasquero que solía ponerse para los trabajos de jardinería y sostenía en las manos un cajón de madera y un desplantador. Aunque le había dicho -él no conseguía recordar cuándo- que tenía sesenta y cuatro años, aparentaba ser más joven. Su rostro, de tez un tanto curtida, empezaba a mostrar los surcos y las arrugas de la edad, pero era un rostro agradable, de mirada penetrante tras las gafas, tranquilo. Se trataba de una mujer satisfecha, pero no, gracias a Dios, demasiado dada a esa jovialidad resuelta y desesperada con que algunas personas mayores intentan desafiar el desgaste de los años.