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– No. Un museo nos habla de la vida -discrepó él-. Habla de la existencia individual, de cómo se vivía. Habla de la vida colectiva de la época, de hombres y mujeres organizando sus sociedades. Habla de la continuación de la vida de la especie Homo sapiens. A nadie que sienta una pizca de curiosidad humana pueden desagradarle los museos.

– A mí me encantan -insistió ella-, pero porque me permiten creer que vivo en el pasado. No me refiero a mi propio pasado, eso es muy aburrido y ordinario, sino al pasado de todas aquellas personas que han sido londinenses antes que yo. Nunca entro allí sola, nadie puede hacerlo.

«Incluso pasear por el Heath es distinto para cada uno de nosotros», pensó él, que en tales ocasiones advertía la transformación de los árboles y el cielo, y disfrutaba de la suavidad de la hierba bajo sus pies. Ella imaginaba a las lavanderas de los Tudor aprovechando las primaveras despejadas, colgando la ropa sobre los arbustos de aulaga para que se secase, los carruajes y los coches de caballos alejándose traqueteando de los hedores de la ciudad en la época de la peste y el gran incendio para encontrar refugio en la parte alta de Londres, y a Dick Turpin esperando a lomos de su caballo bajo el cobijo de los árboles.

En ese momento Tally se levantó para llevar la bandeja a la cocina. Él hizo lo propio y le quitó la bandeja de las manos. Cuando levantó la vista para mirarlo, el rostro de ella parecía, por primera vez, preocupado.

– ¿Va a ir a la reunión el miércoles, cuando se decida el futuro del museo? -le preguntó.

– No, Tally, no me corresponde estar allí. Yo no soy fideicomisario. Sólo hay tres, los Dupayne. A ninguno de nosotros nos han dicho nada. Todo son rumores.

– Pero ¿de veras es posible que lo cierren?

– Lo harán si Neville Dupayne se sale con la suya.

– Me pregunto por qué. El no trabaja aquí. Rara vez aparece por el museo, salvo los viernes para recoger su coche. No le interesa nada, así que, ¿por qué le importa?

– Porque detesta lo que considera nuestra obsesión nacional con el pasado. Está demasiado involucrado en los problemas del presente. El museo es un objeto muy conveniente para enfocar ese odio: su padre lo fundó, se gastó una fortuna en él y lleva el apellido de la familia. Es de algo más que el museo de lo que quiere deshacerse.

– ¿Y puede?

– Oh, sí. Si no firma el nuevo contrato de arrendamiento, el museo cerrará. Pero no debería preocuparme; Caroline Dupayne es una mujer muy terca, dudo que Neville sea capaz de enfrentarse a ella. Lo único que tiene que hacer es firmar un trozo de papel.

Lo absurdo de aquellas palabras le chocó en cuanto las hubo pronunciado. ¿Desde cuándo firmar un documento no era importante? La gente había sido condenada o indultada en función de una firma. Una firma podía desheredar a alguien u otorgarle una fortuna, o representar la diferencia entre la vida y la muerte. Sin embargo, era poco probable que tal cosa se cumpliese en el caso de la firma de Neville Dupayne en el nuevo contrato de arrendamiento. Al llevar la bandeja a la cocina, se alegró de perder de vista la cara de preocupación de Tally. Nunca la había visto así; de pronto se dio cuenta de la enormidad de lo que le esperaba a esa mujer: aquella casa, aquella sala de estar, eran tan importantes para ella como para él lo era el libro que estaba escribiendo. Y además tenía más de sesenta años. Aunque en los tiempos que corrían no se consideraba que una persona a esa edad fuese vieja, no resultaba nada fácil buscar un nuevo trabajo y un nuevo hogar. Existían numerosas ofertas, pues siempre había sido difícil encontrar amas de llaves de confianza, pero aquel trabajo y aquel lugar eran perfectos para ella.

Lo embargó una incómoda sensación de lástima y a continuación, por un instante, una debilidad tan súbita que tuvo que dejar rápidamente la bandeja encima de la mesa y descansar irnos minutos. Experimentó al mismo tiempo el deseo de que hubiese algo que él pudiese hacer, algún regalo magnífico que poner a sus pies capaz de lograr que todo volviese a ir bien. Jugueteó un momento con la ridícula idea de hacer a Tally beneficiaría de su testamento, pero sabía que era incapaz de semejante acto de liberalidad excéntrica; no podía llamarlo generosidad porque para entonces ya no tendría ninguna necesidad de dinero. Siempre había ido gastando de acuerdo con sus ingresos, y el capital restante lo legaba -en un testamento cuidadosamente redactado por el abogado de la familia unos quince años antes- a sus tres sobrinos. Era curioso que, con lo poco que le importaba lo que éstos, a quienes veía en raras ocasiones, pensasen de él, sí le importase en cambio la buena opinión que tuvieran de él una vez muerto. Había vivido cómodamente y casi siempre rodeado de seguridad. ¿Y si encontraba las fuerzas para llevar a cabo un último acto excéntrico y magnífico que fuese extraordinario para otra persona?

Entonces oyó la voz de Tally.

– ¿Está usted bien, señor Calder-Hale?

– Sí -contestó-. Estoy perfectamente, Gracias por el café. Y no se preocupe por el miércoles. Tengo el presentimiento de que todo saldrá bien.

8

Eran en ese momento las once y media. Como de costumbre, Tally había limpiado el museo antes de que abriese sus puertas y, a menos que la requiriesen para algo determinado, hasta la hora de cierre, a las cinco, no tenía más quehaceres concretos aparte de la rutinaria inspección final con Muriel Godby. Sin embargo, le quedaba trabajo por hacer en la casita y había pasado más tiempo del habitual con el señor Calder-Hale. Ryan, el chico que ayudaba con las tareas de limpieza pesadas y con el jardín, llegaría con sus bocadillos a la una en punto.

Desde la primera dentellada de los días más fríos de otoño, Tally le había sugerido a Ryan que almorzase dentro de la casa. Durante el verano lo veía apoyar la espalda contra uno de los árboles, con la bolsa abierta a su lado, pero a medida que los días se hacían más fríos había tomado la costumbre de comer en el cobertizo donde guardaba la cortadora de césped, sentado en un cajón vuelto del revés. A ella le parecía mal que el chico tuviese que soportar tanta incomodidad, pero aun así vaciló al hacer su ofrecimiento, pues no pretendía imponerle una obligación o dificultarle la posibilidad de que rehusara. Sin embargo, el muchacho había aceptado de inmediato, y desde esa mañana llegaba puntualmente a la una con su bolsa de papel de estraza y su lata de coca-cola.

Ella no tenía ningún deseo de acompañarlo a la hora del almuerzo -pues habría parecido una invasión de su propia intimidad-, de modo que había adquirido la costumbre de tomar un ligero almuerzo a las doce a fin de que todo estuviese despejado y guardado para cuando él llegase. Si había preparado sopa, le dejaba un poco, sobre todo si ese día hacía frío, y el chico parecía agradecérselo. Después, instruido por ella, era él quien hacía café para ambos -café de verdad, nada de gránulos sacados de un bote- y lo servía. Nunca se quedaba más de una hora, y Tally ya se había acostumbrado a oír el ruido de sus pisadas en el sendero de entrada todos los lunes, miércoles y viernes, sus días laborables. Nunca se había arrepentido de haberle hecho aquella primera invitación, pero los martes y jueves no podía evitar sentir cierto alivio, no exento de culpabilidad, por disponer de toda la mañana para ella sola.

Tal como le había pedido con delicadeza desde el primer día, el chico se quitaba las botas de trabajo en el porche, colgaba su chaqueta y se iba al cuarto de baño para lavarse antes de reunirse con ella. Traía consigo un perfume a tierra y hierba y un débil olor masculino que a ella le gustaba. Tally se maravillaba de su aspecto, invariablemente limpio y cuidado, de sus manos, de huesos delicados como los de una chica, que contrastaban, en extraña discordancia, con sus brazos morenos y musculosos.