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– Oh, sí, sigue viniendo. Ahora todos los días. No sabría arreglármelas sin ella. Me preocupa, doctor. Cuando Albert se pone difícil le dice cosas horribles, cosas para zaherirla por el hecho de ser negra. Son terribles, de verdad. Sé que no lo dice a propósito, sé que es porque está enfermo, pero ella no tendría que oírlas. Antes nunca era así. Y ella es tan buena… No se ofende, pero lo cierto es que me pone de mal humor. Y ahora esa mujer, la vecina, la señora Morris, lo ha oído decir esas barbaridades y asegura que si llega a oídos de la asistencia social nos llevarán a juicio por racistas y nos pondrán una multa. Dice que se llevarán a la señora Nugent y que ya se encargarán ellos de que no podamos contratar a ninguna enfermera más, ni blanca ni negra. Y a lo mejor la señora Nugent se harta de todos modos y se va a otra parte donde no tenga que oír semejantes cosas. Y no podría culparla, la verdad. Además, Ivy Morris tiene razón; te pueden denunciar por ser racista, sale en los periódicos. ¿Cómo voy a pagar la multa? El dinero apenas nos alcanza.

Las personas de su edad y su clase social eran demasiado orgullosas para quejarse de su pobreza. El hecho de que, por primera vez, hubiese mencionado el dinero demostraba lo agudo de su estado de ansiedad.

– Nadie va a llevarlos a juicio -repuso él con firmeza-. La señora Nugent es una mujer sensata y con experiencia. Sabe que Albert está enfermo. ¿Quiere que hable yo con los servicios sociales?

– ¿Lo haría, doctor? Tal vez sería mejor viniendo de usted. Ahora me pongo tan nerviosa… Cada vez que oigo el timbre de la puerta creo que es la policía.

– No será la policía.

Neville se quedó otros veinte minutos. Escuchó, tal como había hecho tantas veces, lo mucho que angustiaba a la esposa de Albert la posibilidad de que retirasen el cuidado de éste. Sabía que no se las arreglaría, pero algo, acaso el recuerdo de sus votos matrimoniales, era aún más fuerte que la necesidad de ayuda. Él intentó de nuevo garantizarle que en la unidad especial del hospital Albert llevaría una vida mejor, que recibiría la atención que no podía recibir en casa, que ella podría visitarlo siempre que quisiese, que si fuese capaz de entender, él lo entendería.

– Es posible -dijo ella-; pero ¿me perdonaría?

¿Qué sentido tenía, se preguntó él, tratar de convencerla de que no debía sentir ningún remordimiento? Siempre era presa de esas dos emociones dominantes, el amor y el sentimiento de culpa. ¿Qué poder tenía él, con su sabiduría laica e imperfecta, de purgarla de algo tan profundamente arraigado, tan primario?

Ella le sirvió una taza de té antes de que se fuera. Siempre lo hacía. El no lo quería, y tuvo que vencer la impaciencia mientras ella intentaba persuadir a Albert de que bebiese, engatusándolo como a un niño. Al fin, Neville se sintió capaz de marcharse.

– Mañana llamaré al hospital y le haré saber si hay alguna noticia -comentó.

En la puerta, ella lo miró y dijo:

– Doctor, no creo que pueda continuar así.

Fueron las últimas palabras que pronunció mientras la puerta se cerraba entre ambos. Él echó a andar, adentrándose en el frío nocturno, y oyó por última vez el áspero ruido de los cerrojos.

10

Acababan de dar las siete en punto y Muriel Godby estaba horneando galletas en su pequeña pero inmaculada cocina. Había adquirido la costumbre desde que aceptara su trabajo en el Dupayne de encargarse de las galletas para el té de la señorita Caroline cuando ésta se encontraba en el museo y para las reuniones trimestrales de los fideicomisarios. Sabía muy bien que la reunión del día siguiente sería crucial, pero eso no era óbice para que alterase su rutina. A Caroline Dupayne le gustaban las galletas especiadas hechas con mantequilla, levemente crujientes y horneadas hasta adquirir un tono dorado pálido. Ya las había sacado del horno y en ese momento estaban enfriándose en el estante. Empezó los preparativos para hacer las galletas de frutos secos cubiertas de chocolate. Estas le parecían menos apropiadas para acompañar el té de los fideicomisarios, pues el doctor Neville solía acercar las suyas a la taza para que se derritiese el chocolate. Sin embargo, al señor Marcus le gustaban y se llevaría una decepción si no se las ofrecía.

Dispuso los ingredientes tan cuidadosamente como si de una demostración televisiva se tratase: avellanas, almendras escaldadas, guindas, cáscara de limón y de naranja, pasas sultanas, un pedazo de mantequilla, azúcar blanco, nata líquida y una tableta del mejor chocolate negro. Mientras troceaba los ingredientes, la invadió una sensación misteriosa y fugitiva, una agradable fusión de cuerpo y mente que nunca había experimentado antes de llegar al Dupayne. Le ocurría rara vez y de forma inesperada, y constituía una especie de cosquilleo en la sangre. Suponía que aquello era la felicidad. Hizo una pausa, con el cuchillo suspendido sobre las avellanas, y por un instante se dejó llevar por esa sensación. ¿Era aquello, se preguntó, lo que la mayoría de la gente sentía casi toda su vida, incluso durante parte de su infancia? A ella nunca le había ocurrido. La sensación desapareció y, sonriendo, Muriel se puso de nuevo manos a la obra.

Hasta cumplir dieciséis años había vivido confinada en una especie de prisión de régimen abierto, en cumplimiento de una sentencia contra la que no cabía apelación y por alguna ofensa que nadie le había explicado nunca de manera precisa. Aceptó los parámetros, mentales y físicos, de su encarcelamiento: la casa adosada de la década de los treinta en un barrio poco recomendable de las afueras de Birmingham, con su entramado de vigas negras imitación estilo Tudor, su pequeño jardín trasero y sus verjas altas que protegían éste de la curiosidad de los vecinos. Los límites se extendían hasta la escuela de educación secundaria a la que podía ir a pie en diez minutos a través del parque municipal, con sus parterres matemáticamente exactos y sus previsibles cambios de plantas: narcisos en primavera, geranios en verano y dalias en otoño. Hacía tiempo que había aprendido la ley de supervivencia de la cárcel consistente en pasar inadvertida y evitar meterse en líos.

Su padre era el carcelero. Se trataba de un hombrecillo meticuloso y más pequeño de lo normal, de andar presumido y un leve sadismo semivergonzante que, por prudencia, mantenía dentro de unos límites soportables para sus víctimas. Muriel había considerado a su madre una compañera de reclusión, pero el infortunio compartido no había supuesto empatía ni compasión. Había cosas que era mejor no decir en voz alta, silencios -las dos lo sabían- cuyo quebrantamiento sólo podía acarrear consecuencias catastróficas. Cada una contenía su sufrimiento en unas manos cuidadosas, manteniendo la distancia como si temiesen contaminarse con la culpa indeterminada de la otra. Muriel sobrevivía a fuerza de coraje y silencio, y gracias a su oculta vida interior. Las victorias de sus fantasías nocturnas eran dramáticas y exóticas, pero nunca se engañaba a sí misma diciéndose que constituían otra cosa que ilusiones, recursos útiles para hacer la vida más tolerable, pero no complacencias que una fuera a confundir con la realidad. Fuera de su prisión había un mundo real, y algún día saldría en libertad y lo heredaría.

Creció sabiendo que su padre sólo amaba a su hija mayor. Para cuando Simone cumplió los catorce años, la mutua obsesión de ambos se afianzó de tal modo que ni Muriel ni su madre dudaban de su primacía. Para Simone eran los regalos, las carantoñas, la ropa nueva, las salidas los fines de semana con su padre. Cuando Muriel se iba a la cama en su cuarto pequeño de la parte de atrás de la casa, seguía oyendo el murmullo de sus voces, la risa aguda y medio histérica de Simone. Su madre era la sirvienta de los dos, pero sin salario de criada. Acaso también ella había atendido a sus necesidades por su voyeurismo involuntario.