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Muriel no sentía envidia ni rencor, pues Simone no tenía nada que ella quisiese. Al cumplir los catorce conoció la fecha de su liberación: su decimosexto cumpleaños. Entonces sólo tendría que asegurarse de que era capaz de mantenerse económicamente y ninguna ley podría obligarla a volver a casa. Su madre, quizá dándose cuenta al fin de que no tenía vida alguna, se despojó de ésta con la discreta incompetencia que había caracterizado su papel como ama de casa y madre. Una pulmonía leve no tiene por qué ser mortal, salvo para quienes no sienten ningún deseo de combatirla. Al mirar a su madre en el ataúd de la capilla de reposo de la funeraria -un eufemismo que llenaba a Muriel de rabiosa impotencia- había contemplado el rostro de una desconocida. Dibujada en él aparecía, a sus ojos, una sonrisa de secreta satisfacción. Era posible que aquélla fuese una manera de conseguir la libertad, pero no sería la suya.

Al cabo de nueve meses, cuando cumplió los dieciséis años, se marchó de casa y dejó a Simone y a su padre en su mundo autocompasivo de miradas cómplices, roces leves y caprichos infantiles consentidos. Muriel sospechaba -aunque no lo sabía con certeza ni le importaba- lo que hacían juntos. No les avisó de sus intenciones; la nota que dejó para su padre, colocada con cuidado en el centro de la repisa de la chimenea, se limitaba a informar de que se iba de casa para buscar trabajo y cuidar de sí misma. Sabía cuáles eran sus bazas, pero era menos consciente de sus carencias. Tenía para ofrecer al mercado sus seis respetables certificados de educación secundaria, su habilidad como taquígrafa y mecanógrafa, una mente abierta a las nuevas tecnologías en desarrollo, inteligencia y un cerebro metódico. Marchó a Londres con el dinero que llevaba ahorrando desde que había cumplido catorce años, encontró una habitación amueblada cuyo alquiler le resultaba asequible y se puso a buscar trabajo. Estaba preparada para ofrecer lealtad, dedicación y energía, y se sintió herida al comprobar que dichos atributos se valoraban menos que otros dones más apetecibles, como el atractivo físico, un carácter sociable y risueño y la voluntad de complacer. Encontraba trabajo con facilidad, pero ninguno le duraba demasiado tiempo; siempre los dejaba por mutuo acuerdo, demasiado orgullosa para protestar o pedir una compensación cuando tenía lugar la ya esperada entrevista y su jefe le sugería que sería más feliz en un empleo donde valorasen mejor sus cualidades. Sus jefes le daban buenas referencias, haciendo especial hincapié en sus virtudes. Los motivos de su marcha no quedaban expuestos con demasiada claridad, puesto que no se sabía del todo cuáles eran.

Nunca volvió a ver a su padre y a su hermana ni a tener noticias de ellos. Doce años después de haberse marchado de casa, ambos estaban muertos: Simone se había suicidado y dos semanas después su padre había sufrido un ataque al corazón. La carta en que el notario de éste daba cuenta de la noticia había tardado seis semanas en llegar. Muriel sólo sintió la pena vaga e indolora que en ocasiones provoca la tragedia de otras personas. Aun así, le sorprendió el que su hermana hubiera encontrado el valor necesario para escoger morir de forma tan dramática. Aquellas muertes, no obstante, cambiaron su vida: no había ningún otro pariente vivo, de modo que heredó la casa familiar. No regresó a ella, pero dio instrucciones a un agente inmobiliario de que vendiese la propiedad y todo cuanto contenía.

A partir de entonces se liberó de su vida en habitaciones amuebladas; compró una casita de ladrillo en South Finchley, junto a uno de esos caminos semirrurales que todavía pueden encontrarse incluso en los barrios céntricos. Con sus ventanas pequeñas y feas y su tejado alto, era una casa de aspecto desagradable pero de construcción sólida y permitía una privacidad razonable. Delante había espacio para aparcar el coche, ahora que podía permitirse uno. Al principio se limitaba a acampar en la propiedad mientras, semana tras semana, iba adquiriendo muebles de las tiendas de segunda mano, pintaba las habitaciones y confeccionaba las cortinas.

Su vida laboral era menos satisfactoria, pero afrontaba los malos tiempos con valentía, una virtud que nunca le había faltado. Su penúltimo empleo, el de mecanógrafa-recepcionista en Swathling’s, había significado una degradación de categoría profesional. Sin embargo, el trabajo ofrecía posibilidades y la había entrevistado la señorita Dupayne, quien le había insinuado que, con el tiempo, tal vez necesitara una secretaria personal. El trabajo había sido un desastre; despreciaba profundamente a las alumnas, pues las consideraba estúpidas, arrogantes y maleducadas, las niñas mimadas de los nuevos ricos. Una vez que las alumnas se tomaron la molestia de fijarse en ella, la antipatía había sido mutua. Les parecía una metomentodo, demasiado vulgar y carente de la deferencia que esperaban de una inferior. Resultaba muy útil tener un blanco para sus críticas y sus bromas; pocas eran maliciosas por naturaleza, y algunas incluso la trataban con cortesía, pero ninguna se oponía abiertamente a aquel menosprecio universal. Hasta las más dulces se acostumbraron a llamarla GH: las siglas de Godby la Horrible.

Dos años antes, las cosas habían llegado a un punto crítico: Muriel había encontrado el diario de una de las estudiantes y lo había guardado en un cajón de la mesa de secretaría esperando a entregárselo la próxima vez que la chica pidiese su correo. No había visto ninguna razón para buscar a la dueña, y ésta la había acusado de retener el diario deliberadamente. Se había puesto a chillar y Muriel se había limitado a mirarla con frío desprecio: el pelo en punta teñido de rojo, el arete dorado en una de las aletas de la nariz y los labios pintados gritando obscenidades. Al arrebatarle el diario de las manos, le había soltado sus últimas palabras:

– Lady Swathling me ha pedido que te diga que quiere verte en su despacho y ¿sabes qué te digo? Que ya sé para qué quiere hablar contigo: te va a poner de patitas en la calle. No eres la clase de persona que esta escuela quiere tener en la recepción. Eres fea y estúpida y todas nos alegraremos mucho de perderte de vista.

Muriel se había sentado en silencio y luego había cogido su bolso. Iban a rechazarla una vez más. En ese momento vio a Caroline Dupayne acercarse a ella. Acto seguido, la oyó decir:

– Acabo de hablar con lady Swathling. Creo que le vendría bien tomar la iniciativa. Está usted desperdiciando sus cualidades en este trabajo: necesito una secretaria-recepcionista en el Museo Dupayne; me temo que el dinero no será el mismo, pero hay verdaderas perspectivas profesionales. Si le interesa, le sugiero que acuda al despacho y presente su renuncia antes de que hable lady Swathling.

Y eso fue lo que Muriel hizo. Al fin había encontrado un trabajo en el que se sentía valorada. Había hecho bien. Había encontrado su libertad y, sin darse cuenta, también había encontrado el amor.

11

Eran las nueve pasadas cuando Neville Dupayne acababa de terminar su última visita y se dirigía en coche a su piso con vistas a la calle Kensington High. En Londres usaba un Rover siempre que el trayecto en transporte público era complicado y hacía necesario el coche. El vehículo que amaba con toda su alma, el Jaguar E rojo del 63, estaba guardado en el garaje del museo hasta que lo recogiese, como era habitual, a las seis en punto de la tarde del viernes. Tenía por costumbre trabajar hasta tarde de lunes a jueves si era necesario a fin de disponer del fin de semana para salir de Londres, algo que se le había hecho imprescindible. Para estacionar el Rover contaba con un permiso de aparcamiento para residentes, pero siempre tenía que dar la frustrante vuelta a la manzana antes de encontrar un hueco donde ubicarlo. El tiempo había vuelto a cambiar durante el transcurso de la tarde y en ese momento Neville caminaba los cien metros que lo separaban de su casa bajo una llovizna.