Vivía en el ático de un enorme edificio de la posguerra, arquitectónicamente mediocre pero cómodo y bien conservado; su tamaño y anodina conformidad, incluso las apretadas hileras de ventanas idénticas como rostros anónimos, parecían garantizar la intimidad que tanto anhelaba. Nunca pensaba en el piso como en su hogar, una palabra que no evocaba en él ninguna asociación en particular y cuya definición le habría resultado difícil de formular. Sin embargo, lo aceptaba como refugio, con su paz esencial realzada por el apagado y constante murmullo de la concurrida calle cinco pisos más abajo, el cual llegaba hasta sus oídos de manera incluso agradable, como el gemido rítmico de un mar distante. Después de cerrar la puerta tras de sí y volver a programar la alarma, recogió las cartas desperdigadas por la moqueta, colgó su húmedo abrigo, arrojó el maletín a un lado y, después de entrar en la sala de estar, bajó las persianas para mitigar las luces de Kensington.
El piso era cómodo. Al comprarlo, unos quince años antes, después de trasladarse a Londres desde el centro de Inglaterra tras el fracaso de su matrimonio, se había molestado en seleccionar las piezas mínimas necesarias de muebles de diseño y, por consiguiente, no había tenido necesidad de cambiar su elección inicial. Le gustaba escuchar música de vez en cuando y poseía un equipo de estéreo moderno y caro. No sentía ningún interés especial por la tecnología, y sólo exigía que funcionase con eficacia. Si una máquina se averiaba, la reemplazaba con un modelo distinto puesto que el dinero era menos importante que ahorrar tiempo y evitar la frustración que suponía discutir con alguien. Odiaba el teléfono, que estaba en el pasillo, y rara vez contestaba, prefiriendo escuchar los mensajes grabados todas las noches. Quienes lo necesitaran con urgencia, incluida su secretaria en el hospital, disponían de su número de móvil. Nadie más lo tenía, ni siquiera su hija ni sus hermanos. La importancia de dichas exclusiones, cuando pensaba en ello, lo dejaba indiferente. Sabían dónde encontrarlo.
La cocina estaba tan nueva como cuando había mandado reformarla después de adquirir el apartamento. Neville se alimentaba a conciencia, pero obtenía escaso placer del arte culinario y dependía en gran medida de los platos precocinados que compraba en los supermercados del centro. En ese momento acababa de abrir el frigorífico y estaba decidiendo si prefería tarta de pescado con guisantes congelados o moussaka, cuando llamaron al timbre. Aquel sonido, enérgico y consistente, se oía tan rara vez en el apartamento que experimentó el mismo sobresalto que habría sentido si alguien se hubiese puesto a aporrear la puerta. Pocas personas sabían dónde vivía y nadie se presentaría sin avisar. Se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono con la esperanza de que se hubiesen equivocado de piso. El corazón le dio un vuelco al oír la voz fuerte y autoritaria de su hija.
– Papá, soy Sarah. Te he estado llamando. ¿Es que no has recibido mis mensajes?
– No, lo siento. Acabo de llegar y todavía no he escuchado el contestador. Sube.
Abrió la puerta principal del edificio y esperó a oír el quejido del ascensor. Había sido una dura jornada y al día siguiente tendría que vérselas con un problema diferente pero igual de complicado: el futuro del Museo Dupayne. Necesitaba tiempo para ensayar su estrategia, la justificación para su reticencia a firmar el nuevo contrato de arrendamiento, los argumentos que tendría que presentar de manera convincente para combatir la determinación de sus hermanos. Había albergado la esperanza de contar con una noche relajada en la que tal vez encontrara el ánimo necesario para tomar una decisión definitiva, pero ahora era poco probable que lograse disfrutar de esa tranquilidad. Si Sarah había ido a verlo, significaba que estaba metida en un lío.
En cuanto abrió la puerta y le cogió el paraguas y el chubasquero, comprendió que el problema era grave. Sarah nunca había sido capaz de controlar, y mucho menos disimular, la intensidad de sus emociones. Ya desde niña sus berrinches habían sido apasionados y agotadores, sus momentos de felicidad y entusiasmo, frenéticos, y su desesperación contagiaba a sus padres el mal humor que se apoderaba de ella. Siempre, en cualquier ocasión, su apariencia, el modo en que iba vestida, traicionaban el tumulto de su vida interior. Neville recordó una noche -¿hacía cinco años?- en que a Sarah le pareció oportuno que su último amante pasase a recogerla por el piso de Kensington. Se había quedado de pie justo donde estaba en ese momento, con la melena morena recogida en lo alto de la cabeza y las mejillas sonrojadas de alegría. Al mirarla, se había sorprendido de encontrarla hermosa. Ahora, su cuerpo parecía haber adoptado prematuramente la forma del de una mujer de mediana edad. Llevaba el pelo atado en una cola de caballo para apartarlo de un rostro crispado por la desesperación. Al mirarle la cara, tan parecida a la suya y sin embargo tan misteriosamente distinta, Neville vio la angustia reflejada en irnos ojos oscuros y ensombrecidos que parecían concentrados en su propia desdicha. Sarah se dejó caer sobre un sillón.
– ¿Qué te apetece tomar? ¿Vino, café, té? -le ofreció él.
– Me da lo mismo. Vino está bien. Cualquier cosa que tengas abierta.
– ¿Blanco o tinto?
– Oh, Dios, papá…, ¿qué más da? De acuerdo, tinto.
Él sacó la botella que tenía más a mano del armario donde guardaba el vino y cogió dos copas.
– ¿Y algo de comer? -preguntó-. ¿Has cenado ya? Estaba a punto de calentarme algo.
– No tengo hambre. He venido porque hay unas cosas que debemos resolver. Para empezar, más vale que te lo diga ya: Simon se ha ido.
De modo que era eso. La noticia no le sorprendía. Sólo había visto al novio de Sarah, con quien ésta convivía, una vez, y le había bastado para darse cuenta, con una mezcla de pena e irritación confusas, que se trataba de un nuevo error. Se trataba del patrón recurrente de la vida de su hija: sus pasiones eran devoradoras, impulsivas e intensas, y a punto como estaba de cumplir los treinta y cuatro, su necesidad de adquirir un compromiso amoroso se veía alimentada por una desesperación creciente. Él sabía que nada de lo que le dijese le procuraría alivio sino que, por el contrario, le molestaría. El trabajo de Neville la había privado en la adolescencia del interés y las preocupaciones propias de un padre, y el divorcio le había dado un nuevo motivo de queja. Ahora, lo único que exigía era un poco de ayuda práctica.
– ¿Cuándo ha sido? -preguntó él.
– Hace tres días.
– ¿Y es definitivo?
– Pues claro que es definitivo. Llevaba un mes siendo definitivo, pero yo no me había dado cuenta. Y ahora tengo que irme muy, muy lejos. Al extranjero.
– ¿Y qué pasa con el trabajo, con la escuela?
– Lo he dejado.
– ¿Quieres decir que les has avisado con un trimestre de antelación?
– No, no les he avisado. Lo he dejado sin más. No tenía ninguna intención de volver a esa casa de locos para que unos niñatos se rían de mi vida sexual.
– Pero ¿se reirían? ¿Cómo iban a saberlo?
– Por favor, papá, ¡despierta! Pues claro que lo saben. Se ocupan personalmente de saber esa clase de cosas. Ya es bastante malo que te digan que no serías profesora si valieses para otra cosa, para que además te echen en cara tus fracasos sexuales.
– Pero das clases a chicos de entre nueve y trece años. Son niños.
– Esos niños saben más de sexo a los once años de lo que sabía yo a los veinte. Y a mí me prepararon para enseñar, no para pasarme la mitad del tiempo rellenando formularios y el resto tratando de imponer un poco de orden entre veinticinco críos agresivos, malhablados y problemáticos sin el menor interés por aprender. He estado malgastando mi tiempo, se acabó.
– No pueden ser todos así.
– Pues claro que no todos son así, pero hay los suficientes para hacer que dar una clase sea imposible. Tengo a dos a quienes les han prescrito tratamiento psiquiátrico. Los han examinado pero no hay plazas para ellos en ningún hospital, así que ¿qué ocurre? Que nos los mandan de vuelta a nosotros. Tú eres psiquiatra; son tu responsabilidad, no la mía.