Neville llegó puntual a la cita, pero Marcus y Caroline ya estaban allí. Se preguntó si no habrían quedado antes y discutido su estrategia con antelación. Era lo más probable… Cada maniobra en aquella batalla debía planearse con cuidado. Cuando entró, se hallaban de pie al fondo de la habitación, juntos, y en ese momento se dirigían hacia él, Marcus con un maletín negro en la mano.
Caroline parecía vestida para guerrear: llevaba unos pantalones negros, camisola de lana gris a rayas blancas y un pañuelo de seda rojo atado al cuello cuyas puntas ondeaban igual que una bandera desafiante. Marcus, como si pretendiese dar relieve a la importancia oficial de la reunión, iba vestido formalmente, representando el estereotipo de un funcionario inmaculado. A su lado, Neville se sintió como si su raída gabardina y su viejo y arrugado traje gris le hiciesen parecer un pariente pobre y suplicante. Al fin y al cabo, era un médico especialista, y desde que no tenía la obligación de pasar la pensión alimenticia, distaba de ser pobre. Bien podría haberse permitido un traje nuevo si no hubiese carecido del tiempo y las energías para comprarlo. Por primera vez, al reunirse con sus hermanos, se sintió en desventaja por el modo en que iba vestido; el hecho de que la sensación fuese irracional y degradante a un tiempo la hacía aún más enojosa. Rara vez había visto a Marcus con ropa informal, como los shorts de color caqui, la camiseta a rayas o el jersey grueso de cuello redondo que llevaba en vacaciones. Lejos de transformarlo, el cuidadoso aire de despreocupación realzaba su conformidad esencial. Vestido informalmente siempre había parecido a los ojos de Neville un poco ridículo, como un boy scout ya crecidito. Sólo parecía sentirse a gusto en sus trajes hechos a medida. En ese momento estaba muy a gusto.
Neville se quitó la gabardina, la arrojó sobre una silla y se acercó a la mesa central. Habían colocado tres sillas entre las lámparas de pantalla de pergamino; en cada sitio había una carpeta de papel manila y un vaso de cristal. En una bandeja colocada entre dos de las lámparas había una jarra de agua. Como era la que estaba más cerca, Neville se aproximó a la silla que quedaba más alejada y acto seguido, mientras se sentaba, se percató de que iba a estar física y psicológicamente en desventaja desde el principio. Sin embargo, ya no podía cambiarse de sitio.
Marcus y Caroline ocuparon sus asientos, y el primero se delató con una simple mirada fugaz: la silla más alejada en teoría iba a ser para él. Dejó el maletín a su lado. Neville tuvo la impresión de que la mesa estaba preparada para un examen oral decisivo. No había duda de cuál de ellos era el examinador, como tampoco de quién se esperaba que suspendiera. Las abarrotadas librerías con sus puertas acristaladas parecían venírsele encima y le evocaban una fantasía infantil según la cual estaban mal hechas y se separarían de la pared, a cámara lenta primero, para caer a continuación con estruendo y enterrarlo bajo el peso asesino de los libros. Los huecos oscuros de los pilares salientes a su espalda suscitaron en él el mismo terror de peligro acechante. La Sala del Crimen, que sin duda podría haberle inducido un terror más poderoso aunque menos personal, sólo le había provocado lástima y curiosidad. De adolescente había permanecido de pie contemplando en silencio aquellos rostros indescifrables, como si la intensidad de su mirada pudiese arrancarles de algún modo parte de sus temibles secretos. Se quedaba mirando el rostro anodino y estúpido de Rouse: ante sí tenía a un hombre que le había ofrecido a un vagabundo llevarlo en coche con la intención de quemarlo vivo. Neville se imaginaba la gratitud con que el cansado viajero se habría subido al coche que lo conduciría a su muerte. Al menos Rouse había tenido la misericordia de dejarlo inconsciente con un golpe o estrangularlo antes de prenderle fuego, pero sin duda por conveniencia más que por compasión. El vagabundo había sido un hombre desconocido, al que nadie identificó ni reclamó jamás. Sólo a causa de su terrible muerte había adquirido una efímera notoriedad. La sociedad, que tan poco se había preocupado por él en vida, lo había vengado con todo el peso de la ley.
Neville esperó mientras su hermano, con parsimonia, abría el maletín, extraía unos papeles y se ajustaba las gafas.
– Gracias por venir -dijo Marcus-. He preparado tres carpetas con los documentos que necesitamos. No he incluido copias de la escritura del fideicomiso puesto que, a fin de cuentas, los tres conocemos de sobra sus términos, aunque la tengo en mi maletín por si alguno de vosotros quiere consultarla. El párrafo relevante para el asunto que nos ocupa es la cláusula número tres, que establece que todas las decisiones importantes relacionadas con el museo, incluyendo la negociación de un nuevo contrato de arrendamiento, el nombramiento de los cargos de responsabilidad y todas las adquisiciones por valor superior a quinientas libras, deben ser acordadas mediante la firma de todos los fideicomisarios. El presente contrato vence el 15 de noviembre de este año y su renovación, por lo tanto, requiere nuestras firmas. En el caso de que el museo se venda o se cierre, el fideicomiso establece que tanto los cuadros valorados en más de quinientas libras como las primeras ediciones se ofrezcan a museos de reconocido prestigio. La Tate tiene la primera opción con respecto a los cuadros y la British Library con respecto a los libros y manuscritos. El resto de artículos debe venderse y lo recaudado debe repartirse entre los fideicomisarios que ocupen dicho cargo y los descendientes directos de nuestro padre. Eso significa que los beneficios se dividirían entre nosotros tres, mi hijo y los dos hijos de éste, y la hija de Neville. La clara intención de nuestro padre en el momento de establecer el fideicomiso familiar es, por ende, que el museo siga existiendo.
– Pues claro que debe seguir existiendo -intervino Caroline-. Sólo por curiosidad: ¿cuánto recibiríamos cada uno si cerrase?
– ¿Si no firmáramos el contrato los tres? No he encargado ninguna tasación, de modo que las cifras sólo corresponden a mis estimaciones. La mayor parte de las colecciones que queden después de las donaciones poseen un interés histórico o sociológico considerable, pero seguramente no son demasiado valiosas en el mercado. Según mis cálculos obtendríamos alrededor de veinticinco mil libras cada uno.
– Ah, bueno, es una cifra respetable, pero por ese dinero no vale la pena vender algo que nos corresponde por derecho de nacimiento.
Marcus pasó una página de su dossier.
– Os he facilitado una copia del nuevo contrato con el título de Apéndice B. Los términos, salvo por el alquiler anual, no varían en ningún aspecto significativo. El plazo de validez es de treinta años, y el alquiler se renegocia cada cinco. Veréis que el coste sigue siendo razonable, incluso muy ventajoso, y mucho más favorable de lo que conseguiríamos por una propiedad semejante dadas las condiciones actuales del mercado. Esto, como sabéis, se debe a que al propietario sólo se le permite arrendarlo a una organización relacionada con el mundo de las letras o de las artes.
– Todo eso lo sabemos -señaló Neville.
– Sí, ya sé que lo sabemos, pero me ha parecido útil reiterar los hechos antes de empezar con la toma de decisiones.