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Neville fijó la mirada en las obras de H. G. Wells de la librería de enfrente. Se preguntó si alguien las leería en la actualidad.

– Lo que hemos de decidir es cómo enfocamos lo del cierre -anunció-. Debo informaros de que no tengo ninguna intención de firmar un nuevo contrato de arrendamiento. Es hora de que el Museo Dupayne cierre sus puertas. Me parece correcto dejar clara mi posición desde un principio.

Se produjo un silencio de varios segundos. Neville decidió entonces mirar a Marcus y a Caroline a la cara. Ninguno de los dos dejaba traslucir ninguna emoción o sorpresa. Aquel primer disparo era el comienzo de una batalla que habían esperado y para la que estaban preparados. Tenían pocas dudas acerca del resultado final, sólo se interrogaban acerca de la estrategia más eficaz.

La voz de Marcus, cuando éste al fin habló, era serena.

– Creo que se trata de una decisión prematura. Ninguno de nosotros puede decidir de manera razonable el futuro del museo hasta que hayamos considerado si, económicamente, estamos en situación de continuar. Cómo hacer, por ejemplo, para asumir el coste del nuevo alquiler y qué cambios son necesarios para traer este museo al siglo xxi.

– Siempre y cuando seáis muy conscientes de que seguir discutiéndolo es una pérdida de tiempo. No estoy obrando por impulso. He estado reflexionando al respecto desde que murió nuestro padre. Ha llegado la hora de que el museo cierre y las colecciones vayan a parar a otros lugares.

Ni Marcus ni Caroline respondieron. Neville no realizó ninguna manifestación de protesta más, la reiteración sólo conseguiría debilitar sus argumentos. Era mejor dejarlos hablar y luego limitarse a reafirmar rápidamente su decisión.

Marcus prosiguió como si Neville no hubiese dicho nada.

– El Apéndice C establece mis propuestas para reorganizar y financiar de la manera más eficaz el museo. He incluido las cuentas del año pasado, las cifras de visitantes y el presupuesto de los proyectos. Observaréis que he propuesto financiar el nuevo arrendamiento vendiendo un solo cuadro, un Nash tal vez, con lo que respetaríamos los términos del fideicomiso si la recaudación se destina por entero a la mejora del funcionamiento del museo. Podemos deshacernos de un solo cuadro sin demasiado perjuicio, pues, a la postre, el Dupayne no es primordialmente un museo de arte. Siempre y cuando dispongamos de una parte representativa de la obra de los principales artistas del periodo, podemos justificar la existencia de la galería. Luego tenemos que examinar la cuestión del personal contratado. James Calder-Hale está realizando una labor útil y eficiente, y creo que puede continuar tal como está por el momento; ahora bien, si el museo va a desarrollarse, sugiero que al final contratemos a un director cualificado. En la actualidad nuestro personal consta de James; Muriel Godby, la secretaria-recepcionista; Tallulah Clutton, que ocupa la casa y se encarga de todo salvo de las tareas pesadas de limpieza; y Ryan Archer, jardinero a tiempo parcial y chico para todo. Luego están las dos voluntarias, la señora Faraday, que nos asesora con respecto al jardín y el terreno en general, y la señora Strickland, la calígrafa. Los servicios de ambas nos resultan muy útiles.

– Me habrás incluido en la lista, espero -comentó Caroline-. Vengo aquí al menos dos veces a la semana y prácticamente dirijo el lugar desde que murió papá. Si alguien realiza algún control general, ésa soy yo.

– No hay ningún control general -repuso Marcus-, ése es el problema. No estoy subestimando lo que haces, Caroline, pero tanto la estructura como el funcionamiento es de aficionados. Tenemos que empezar a pensar profesionalmente si vamos a realizar los cambios fundamentales que necesitamos para sobrevivir.

Caroline frunció el entrecejo.

– No necesitamos cambios fundamentales -dijo-, lo que tenemos es algo único. Estoy de acuerdo en que es a pequeña escala y nunca va a atraer al público como un museo más exhaustivo, pero se fundó con un propósito, y lo cumple. Por las cifras que has presentado, parece como si esperaras obtener financiación oficial. Olvídalo. En esos sorteos no nos asignarán una sola libra, ¿por qué iban a hacerlo? Y si lo hiciesen tendríamos que complementar la subvención, lo que sería imposible. Las autoridades locales ya están bastante presionadas (todas lo están) y el gobierno central ni siquiera puede financiar de manera decente los grandes museos nacionales, el Victoria & Albert y el Británico. Estoy de acuerdo en que debemos incrementar nuestros ingresos, pero no a costa de vender nuestra independencia.

– No vamos a recurrir al dinero público ni al Gobierno ni a las autoridades locales ni a los sorteos para obtener subvenciones -explicó Marcus-. Además, tampoco nos lo darían. Y lo lamentaríamos si nos lo diesen. Pensad en el Museo Británico: un déficit de cinco millones. El Gobierno insiste en una política de entradas gratuitas, los financia de forma inadecuada, se meten en problemas y tienen que volver a recurrir al Gobierno mendigando más dinero. ¿Por qué no venden su inmenso excedente, cobran irnos precios razonables por las entradas a todos salvo a los grupos más desfavorecidos y se hacen independientes de una vez por todas?

– No pueden deshacerse legalmente de donativos benéficos ni existir sin ayuda, y estoy de acuerdo en que nosotros sí podemos -convino Caroline-. Y no veo por qué los museos y las galerías han de ser gratuitos. Otras clases de oferta cultural no lo son, como los conciertos de música clásica, el teatro, la danza, la BBC…, eso suponiendo que seáis de la opinión de que la BBC sigue produciendo cultura… Y no tengo ninguna intención de dejar el piso, por cierto. Ha sido mío desde que papá murió y lo necesito. No puedo vivir en una habitación amueblada en Swathling’s.

– No tenía pensado obligarte a deshacerte del piso, Caroline -repuso Marcus en tono pausado-. No es apto para las exposiciones y el acceso mediante un ascensor o a través de la Sala del Crimen sería poco práctico. No nos falta espacio.

– Ni se te ocurra tampoco deshacerte de Muriel ni de Tally. Se ganan de sobra sus ridículos salarios.

– No estaba pensando en deshacerme de ellas. Godby en especial es demasiado eficiente para dejarla escapar. Estoy pensando en ampliar el ámbito de sus responsabilidades, sin interferir, claro está, en lo que hace para ti. Sin embargo, necesitamos a alguien más cálido y simpático en la recepción. Estaba pensando en contratar a una estudiante como secretaria-recepcionista. Una con las aptitudes adecuadas, naturalmente.

– ¡Venga ya, Marcus! ¿Qué clase de estudiante? ¿Una de la Facultad de Labores del Hogar? Más vale que te asegures de que sepa leer y escribir. Muriel sabe utilizar el ordenador, internet y llevar la contabilidad. Encuentra a una estudiante que sepa hacer todo eso con su sueldo y habrás tenido una suerte enorme.

Neville había permaneció callado durante todo aquel intercambio de palabras. Quizá los adversarios estuviesen atacándose mutuamente, pero su objetivo era, en esencia, el mismo: mantener abierto el museo. Esperaría su ocasión. Se sorprendió, aunque no por primera vez, de lo poco que conocía a sus hermanos. Nunca había creído que el hecho de ser psiquiatra le diese una llave maestra para acceder al cerebro humano, y sin embargo no había dos mentes cuyo acceso tuviese más bloqueado que las dos que compartían con él la espuria intimidad de la consanguinidad. Marcus era sin duda mucho más complicado de lo que dejaba traslucir su cuidadosamente controlado exterior burocrático. Tocaba el violín casi como un profesional, lo cual debía de significar algo, y eso por no mencionar sus bordados. Sí, en definitiva, aquellas manos pálidas y bien cuidadas poseían unas habilidades especiales. Al observar las manos de su hermano, Neville se imaginaba los dedos largos de manicura perfecta en una vorágine de actividad: redactando elegantes actas en informes oficiales, tensando las cuerdas del violín, enhebrando sus agujas con hilo de seda o desplazándose tal como lo hacían en ese momento por los papeles metódicamente dispuestos. Ése era Marcus, con su anodina casa de barrio residencial de las afueras, su esposa ultrarrespetable que probablemente jamás le había causado un solo momento de ansiedad, su brillante hijo, que se estaba labrando una lucrativa carrera como cirujano en Australia. Y Caroline. Neville se preguntó cuándo había empezado a saber lo que subyacía en el corazón de la vida de su hermana. Nunca había visitado la escuela, pues despreciaba todo lo que él creía que representaba: una preparación privilegiada para una vida disipada de ociosidad e indolencia. La vida de Caroline allí era un misterio para él. Sospechaba que su matrimonio la había decepcionado, pero había durado once años. ¿Cómo era ahora su vida sexual? Costaba creer que fuese célibe además de solitaria. De pronto se sintió fatigado y le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. Se forzó a sí mismo a permanecer despierto y oyó la voz monótona y sosegada de Marcus.