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– Las investigaciones que he llevado a cabo durante el pasado mes me han llevado a una conclusión inevitable: si quiere sobrevivir, el Museo Dupayne debe cambiar, y cambiar de un modo radical. Ya no podemos continuar como un pequeño almacén especializado en el pasado para unos cuantos especialistas, investigadores o historiadores. Tenemos que abrirnos al público y vernos como educadores y mediadores, no como meros guardianes de las décadas pasadas. Por encima de todo, debemos hacernos globales. La política fue establecida por el Gobierno, ya en mayo de 2000, en su publicación Centros para el cambio sociaclass="underline" Museos, galerías y archivos para todos. Ve la mejora social dominante como una prioridad y establece que los museos deberían, y cito textualmente: «Identificar a las personas que están excluidas socialmente […] comprometerlas y establecer sus necesidades […] desarrollar proyectos cuyo objetivo sea mejorar las vidas de las personas con riesgo de exclusión social.» Tienen que percibirnos como agentes del cambio social.

Caroline soltó una carcajada sarcástica y ronca a un tiempo.

– Dios mío, Marcus. ¡Me sorprende que no llegaras a ocupar la cartera de algún ministerio importante! Tienes todo lo que se necesita. Te has tragado toda esa jerga contemporánea de un solo y glorioso bocado. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Ir a Highgate y Hampstead y averiguar qué colectivos no nos están honrando con su visita a este museo? ¿Concluir que tenemos demasiadas madres solteras con dos hijos, gays, lesbianas, pequeños comerciantes, minorías étnicas? Y luego ¿qué hacemos? ¿Atraerlos instalando un tiovivo en el jardín para los críos, ofreciéndoles té gratis y un globo de regalo? Si un museo realiza su trabajo como es debido, la gente que está interesada vendrá, y no será de una sola clase. La semana pasada estuve en el Museo Británico con un grupo de la escuela; a las cinco y media salían personas de toda condición: jóvenes, viejos, blancos, negros, de aspecto opulento, gente bien venida a menos… Lo visitan porque el museo es gratuito y magnífico. Nosotros no podemos ser ninguna de las dos cosas, pero sí podemos seguir haciendo lo que hemos venido haciendo desde que papá lo fundó. Por favor, sigamos como hasta ahora, ni más ni menos, que ya será bastante complicado.

– Si los cuadros van a parar a otros museos, no se perderá nada -intervino Neville-. Todavía seguirán exhibiéndose al público, y es probable que mucha más gente los vea.

Caroline se mostró desdeñosa.

– No necesariamente. Es más, yo diría que eso es muy poco probable. La Tate posee miles de cuadros que no expone por falta de espacio. Dudo que la National Gallery o la Tate estén demasiado interesadas en lo que podamos ofrecerles. Tal vez sea distinto en el caso de los museos provinciales más pequeños, pero no hay ninguna garantía de que vayan a quererlos. El sitio de los cuadros está aquí. Forman parte de una historia planeada y coherente de las décadas de entreguerras.

Marcus cerró su dossier y cruzó las manos encima de la portada.

– Antes de que hable Neville quisiera hacer hincapié en dos aspectos. El primero es el siguiente: los términos del fideicomiso están establecidos de esta forma para garantizar que el Museo Dupayne continúe existiendo. Podemos estar de acuerdo en eso. Una mayoría de nosotros desea que continúe. Esto significa, Neville, que no hemos de convencerte con nuestras razones, sino que te corresponde a ti convencernos a nosotros. El segundo aspecto es éste: ¿estás seguro de tus propios motivos? ¿No deberías considerar la posibilidad de que lo que hay detrás de tu oposición no tiene nada que ver con las dudas racionales de si el museo es viable económicamente o si cumple con un propósito útil? ¿No es posible que tu motivación sea la venganza, la venganza contra nuestro padre, el deseo de devolverle el golpe porque el museo significaba más para él que su familia, de que era más importante para él que tú? Si estoy en lo cierto, ¿no es eso un poco infantil, quizás incluso innoble?

Las palabras, que viajaron hasta el otro lado de la mesa en el tono lánguido y monocorde de Marcus, aparentemente sin ningún rencor, pronunciadas por un hombre razonable que presentaba una teoría razonable, golpearon a quien iban dirigidas con la fuerza de una bofetada. Neville se sintió retroceder en su asiento. Sabía que su cara debía de estar trasluciendo la intensidad y confusión de su reacción, el estupor, la ira y la sorpresa que le producía la acusación de Marcus. Había esperado una discusión, pero no que su hermano se aventurase a entrar en aquel terreno peligroso. Advirtió que Caroline tenía el cuerpo echado hacia delante y que lo miraba fijamente. Estaban aguardando su respuesta. Sintió la tentación de decir que con un psiquiatra en la familia ya era suficiente, pero se abstuvo, pues no era momento para ironías baratas. En vez de eso, tras un silencio que pareció durar medio minuto, recobró la compostura y fue capaz de expresarse con tranquilidad.

– Aunque eso fuese cierto, y no es más cierto en mi caso que en el de cualquier otro miembro de la familia, no afectaría en absoluto mi decisión. Carece por completo de sentido continuar con esta discusión, sobre todo si va a degenerar en un análisis psicológico. No pienso firmar el nuevo contrato de arrendamiento, y ahora, si me perdonáis, debo volver con mis pacientes.

Fue en ese preciso instante cuando sonó su móvil. Había tenido la intención de apagarlo durante el transcurso de la reunión, pero se le había olvidado. Alcanzó su gabardina y hurgó en el bolsillo. Oyó la voz de su secretaria; ésta no tuvo que decirle quién era.

– Ha llamado la policía. Querían llamarlo, pero les he dicho que yo le comunicaría la noticia. La señora Gearing ha intentado matar a su marido y quitarse la vida con una sobredosis de aspirina soluble y bolsas de plástico en la cabeza.

– ¿Están bien?

– Los de la ambulancia han logrado salvar a Albert. Se pondrá bien. Ella ha muerto.

Neville sentía los labios hinchados y rígidos, pero aun así logró decir:

– Gracias por avisarme. Hablaremos luego.

Cortó la comunicación y regresó con paso vacilante a la silla, sorprendido de que sus piernas le respondieran. Advirtió la mirada indiferente de Caroline.

– Perdonad -dijo-. Han llamado para informarme de que la esposa de uno de mis pacientes se ha suicidado.

Marcus alzó la vista de sus papeles.

– ¿No tu paciente sino su esposa?

– Así es.

– En tal caso, no veo qué necesidad había de molestarte.

Neville no contestó, permaneció con las manos cruzadas en el regazo, temeroso de que sus hermanos reparasen en que le temblaban. Lo invadió una ira aterradora que se acumuló en su garganta igual que un vómito. Necesitaba soltarla como si en un chorro nauseabundo lograra deshacerse de todo el dolor y la culpa. Recordó las últimas palabras que le había dicho Ada Gearing: «No creo que pueda continuar así.» Hablaba en serio. Con estoicismo y resignación, se había dado cuenta de cuál era su límite. Ella se lo había advertido y él no la había escuchado. Era extraordinario que ni Marcus ni Caroline pareciesen advertir la devastadora oleada de asco que sentía hacia sí mismo. Levantó la vista para mirar a Marcus. Su hermano fruncía el entrecejo con aire ensimismado, pero no parecía demasiado preocupado y se disponía a formular sus argumentos y diseñar una estrategia. El rostro de Caroline se leía más fácilmente: estaba pálida de ira.