Paralizados por unos segundos en su retablo de confrontación, ninguno de ellos había oído que la puerta se abría. En ese momento, un movimiento reclamó su atención; Muriel Godby estaba de pie en el hueco con una bandeja repleta de cosas.
– La señorita Caroline me pidió que trajese el té a las cuatro en punto. ¿Lo sirvo ya?
Caroline asintió con la cabeza y empezó a apartar los papeles para hacer sitio en la mesa. De pronto, Neville no pudo soportarlo más. Se levantó y, cogiendo su gabardina, se dirigió a ellos por última vez.
– He terminado. No tengo nada más que decir. Todos estamos malgastando nuestro tiempo. Más vale que empecéis a planificar el cierre. Nunca firmaré ese contrato de arrendamiento. ¡Nunca! ¡Y no podéis obligarme!
Vio en sus rostros un espasmo momentáneo de desdeñosa repulsión. Sabía que debían de estar viéndolo como a un niño rebelde que descarga su rabia impotente sobre los adultos. Pero no se sentía impotente. Tenía poder y ellos lo sabían.
Se encaminó a ciegas hacia la puerta. No estaba seguro de cómo ocurrió, si golpeó con el brazo la bandeja o si Muriel Godby se había movido como protesta instintiva para bloquearle el paso, el caso es que la bandeja salió disparada de las manos de la mujer. Neville pasó rozándola, consciente únicamente del grito de horror de ella, del arco que dibujó el chorro de té hirviendo y del estrépito de la porcelana al romperse. Sin volver la vista, se precipitó escaleras abajo, pasó ante los ojos atónitos de la señora Strickland cuando ésta los levantó del mostrador de recepción y salió como un torbellino del museo.
13
El miércoles 30 de octubre, fecha en que debían reunirse los fideicomisarios, empezó para Tally como cualquier otro día. Se fue al museo antes del alba y pasó una hora entregada a su rutina habitual. Muriel llegó temprano. Llevaba consigo una cesta y Tally supuso que, como de costumbre, había horneado unas galletas para el té de la reunión. Recordando su época de colegiala, se dijo para sí: «Le está haciendo la pelota a la profesora», y sintió una punzada de simpatía por Muriel que reconoció como una mezcla censurable de lástima y ligero desdén.
Al volver de la pequeña cocina en la parte de atrás del vestíbulo, Muriel le explicó la programación de la jornada. El museo abriría por la tarde, excepto la biblioteca. La señora Strickland había recibido instrucciones de trabajar en la galería de arte. La sustituiría en la recepción cuando Muriel fuese a servir el té, de ese modo no habría necesidad de llamar a Tally. La señora Faraday había llamado para decir que sufría un resfriado y que no iba a venir. Tal vez Tally pudiera echarle un vistazo a Ryan cuando éste se dignase llegar para asegurarse de que no se aprovechaba de la ausencia de la mujer.
Una vez de regreso en la casa, Tally se sintió muy inquieta. Su paseo de rigor por el Heath, que había dado pese a la llovizna, sólo le había servido para dejarla más cansada de lo habitual sin tranquilizar su mente ni su cuerpo. A mediodía descubrió que no tenía hambre y decidió posponer su almuerzo consistente en sopa y huevos revueltos hasta que Ryan hubiese dado cuenta del suyo. Aquel día el chico había llevado media barrita de pan integral cortada en rebanadas y una lata de sardinas. La anilla de la lata había saltado al intentar abrirla, y había tenido que ir a buscar un abrelatas a la cocina. Aquello fue demasiado para la lata y, cosa rara en él, el muchacho la pifió y puso el mantel perdido de manchas de aceite. Un intenso olor a pescado inundó la casa. Tally corrió a abrir la puerta y una ventana, pero el viento había arreciado y salpicó el cristal de motas de lluvia. Al volver a la mesa, observó a Ryan mientras éste untaba el pescado desmenuzado en el pan con el cuchillo de la mantequilla en lugar de hacerlo con el que ella había dispuesto para eso. Le pareció un motivo de queja insignificante, pero de pronto deseó que el chico se marchara cuanto antes. El huevo revuelto ya no le apetecía, y decidió meterse en la cocina y abrir una lata de sopa de alubias con tomate. Llevó el tazón y la cuchara sopera a la sala de estar y se sentó con Ryan a la mesa.
– ¿Es verdad que el museo va a cerrar y que van a echarnos a todos? -preguntó él con la boca llena de pan.
Tally logró disimilar el tono de preocupación de su voz.
– ¿Quién te ha dicho eso, Ryan?
– Nadie. Lo he oído por casualidad, por ahí.
– ¿Y te parece bonito escuchar conversaciones ajenas?
– No pretendía hacerlo. Estaba pasando la aspiradora por el vestíbulo el lunes y la señorita Caroline estaba en la recepción hablando con la señorita Godby. Oí que decía: «Si no podemos convencerlo el miércoles, el museo cerrará, es tan simple como eso. Pero creo que entrará en razón.» Luego, la señorita Godby dijo algo que no conseguí oír. Sólo oí algunas palabras más antes de que la señorita Caroline se marchara. Le dijo: «No lo comentes con nadie.»
– Entonces, ¿no te parece que tú tampoco deberías comentarlo con nadie?
Ryan miró a Tally con expresión inocente.
– Bueno, la señorita Caroline no me lo decía a mí, ¿no? Hoy es miércoles, por eso los tres van a venir esta tarde.
Tally cogió el tazón de sopa, pero no había empezado a tomársela, pues temía que le resultase difícil levantar la cuchara para llevársela a los labios sin que le temblase la mano.
– Me sorprende que llegases a oír tantas cosas, Ryan, porque debían de hablar en voz muy baja, ¿no?
– Sí, hablaban en voz baja, como si fuese un secreto. Sólo oí las últimas palabras, pero nunca se fijan en mí cuando estoy limpiando. Es como si no estuviese allí. Y si se dieron cuenta, supongo que pensaron que no iba a oírlas por el ruido de la aspiradora. A lo mejor les daba igual si las oía o no, porque no soy importante.
No había resentimiento en su voz, pero miraba fijamente a Tally, quien sabía que aguardaba una respuesta. Sólo le quedaba un mendrugo en el plato y, sin apartar la vista de ella empezó a desmenuzarlo para a continuación hacer bolitas con la miga y colocarlas en el borde.
– Pues claro que eres importante, Ryan, y también lo es el trabajo que haces aquí. Que no se te pase por la cabeza que no se te valora. Eso sería absurdo.
– No me importa si me valoran o no. Al menos, los demás. Me pagan, ¿no es así? Si no me gustase el trabajo, me iría, y parece que es lo que tendré que hacer.
Por un instante, la preocupación de Tally por el chico superó la que sentía por ella misma.
– ¿Adónde irás, Ryan? ¿Qué clase de trabajo buscarás? ¿Has pensado en algo?
– Espero que el Comandante tenga planes para mí. Los planes se le dan estupendamente. ¿Y qué hará usted, señora Tally?
– No te preocupes por mí, Ryan. Hay muchísimo trabajo hoy en día como asistenta doméstica. Las páginas de anuncios de The Lady están llenas de ofertas. O puede que me retire.
– Pero ¿dónde vivirá?
Se trataba de una pregunta incómoda. Indicaba que, de algún modo, el chico conocía la enorme ansiedad que la embargaba. ¿Acaso alguien le había dicho algo? ¿Lo habría oído también por casualidad? Le vinieron a la mente fragmentos de conversaciones imaginarias. «Tally va a ser un problema. No podemos echarla así, sin más. No tiene a donde ir, que yo sepa.»
– Eso dependerá del trabajo, ¿no? -repuso en tono sosegado-. Espero quedarme en Londres, pero no tiene sentido decidir nada hasta que sepamos qué va a ocurrir aquí.