– Eso llevaría muchísimo tiempo. Mejor será que te ciñas al asesinato como paradigma de su época. ¿Qué esperas encontrar en el Dupayne?
– Inspiración, quizá, pero sobre todo información. La Sala del Crimen es excepcional. Ese no es su nombre oficial, por cierto, pero así es como todos nos referimos a ella. Hay reportajes de la prensa de la época sobre el crimen y el juicio, fotografías fascinantes incluyendo algunas originales y reconstrucciones de la escena del crimen. No entiendo cómo el viejo Max Dupayne logró echarle el guante a todo eso, pero me consta que no siempre era escrupuloso cuando se trataba de adquirir lo que quería. Y por supuesto, el interés del museo en los asesinatos coincide con el mío. La única razón por la que el anciano creó la Sala del Crimen fue para relacionar el crimen con su época, de lo contrario habría visto cómo la sala le hacía el juego al depravado gusto popular. Ya he escogido mi primer caso; es el más obvio: la señora Edith Thompson. Lo conoces, por supuesto.
– Sí, lo conozco.
Cualquier persona interesada en los asesinatos de la vida real, los defectos del sistema de justicia criminal o el horror y las anomalías de la pena capital conocía el caso Thompson-Bywaters, que había generado novelas, obras de teatro, películas y su ración de artículos periodísticos que rezumaban indignación moral.
Ajeno, al parecer, al silencio de su compañero, Ackroyd siguió parloteando alegremente.
– Examinemos los hechos: tenemos a una hermosa joven de veintiocho años casada con un insulso consignatario cuatro años mayor que ella y viviendo en una anodina calle de un aburrido barrio residencial al este de Londres. ¿Dudas de que encontraba consuelo en una vida imaginaria?
– No tenemos ninguna prueba de que Thompson fuese insulso. No estarás sugiriendo el aburrimiento como una justificación para el asesinato, ¿verdad?
– Se me ocurren motivos menos verosímiles, jovencito. Edith Thompson es inteligente además de atractiva, y trabaja como encargada de una empresa de sombreros de señora en la City, lo que en aquellos tiempos significaba algo. Se va de vacaciones con su marido y su hermana, conoce a Frederick Bywaters, un sobrecargo de la línea de ferris P &O ocho años más joven que ella, y se enamora perdidamente. Mientras él está embarcado, ella le escribe apasionadas cartas de amor que, para cualquier persona falta de imaginación, sin duda podrían interpretarse como una incitación al asesinato. La mujer sostiene que le ha puesto bombillas machacadas a Percy en la sopa, la probabilidad de lo cual fue descartada en el juicio por el patólogo forense Bernard Spilsbury. Y luego, el 3 de octubre de 1922, tras una velada en el teatro Criterion de Londres, mientras caminan de regreso a casa, Bywaters aparece de repente y mata a Percy Thompson a puñaladas. Se oye a Edith Thompson gritar: «¡No lo hagas, no lo hagas!» Pero las cartas la inculpaban, por supuesto. Si Bywaters las hubiese destruido, todavía estaría viva.
– Lo dudo -repuso Dalgliesh-. Tendría ciento ocho años. Pero ¿podrías justificar que se trata de un crimen específico de mediados del siglo xx? El marido celoso, el amante más joven, la dependencia sexual… Podría haber sucedido cincuenta o cien años antes. Podría suceder hoy.
– Pero no exactamente del mismo modo. Para empezar, cincuenta años antes ella no habría tenido la oportunidad de trabajar en la City. Es poco probable que hubiese llegado a conocer a Bywaters. Hoy, por supuesto, habría ido a la universidad, habría encontrado cómo canalizar su inteligencia, habría controlado su imaginación desbordante, y lo más probable es que hubiese acabado convertida en una mujer rica y famosa. La veo como una escritora de novelas románticas. Desde luego, nunca se habría casado con Percy Thompson, y de haber cometido algún asesinato los psiquiatras actuales habrían diagnosticado que era proclive a las fantasías delirantes; el jurado habría adoptado un punto de vista distinto respecto a las relaciones extramatrimoniales y el juez no habría echado mano de su inmenso prejuicio contra las mujeres casadas que tienen amantes ocho años menores que ellas, prejuicio a todas luces compartido por el jurado en 1922.
Dalgliesh permaneció en silencio. Desde que a los once años había leído por primera vez la historia de aquella mujer deshecha y drogada a quien habían tenido que llevar casi a rastras al patíbulo, el caso había permanecido agazapado en un rincón de su memoria, latente como una culebra enroscada. No es que el pobre Percy Thompson hubiese merecido la muerte, pero ¿acaso se merecía nadie lo que su viuda había sufrido aquellos últimos días en la celda de los condenados a muerte, cuando al fin cayó en la cuenta de que fuera había un mundo real aún más peligroso que sus fantasías y que en él había hombres que, en un día concreto y a una hora concreta, la sacarían y le partirían el cuello judicialmente? Aun cuando todavía era un crío, el caso había reafirmado su postura radical contra la pena de muerte. Se preguntó si había ejercido una influencia más sutil y persuasiva la convicción, jamás expresada pero cada vez más arraigada en su intelecto, de que las pasiones fuertes debían estar sujetas a la voluntad, de que un amor caracterizado por la entrega total podía ser peligroso y el precio a pagar demasiado alto. ¿No era eso lo que le había enseñado el viejo y experimentado sargento, ahora ya retirado, cuando era un joven aspirante al Departamento de Investigación Criminal?
Decidió apartar de su mente el caso Thompson-Bywaters y volvió a concentrarse en lo que le decía Ackroyd.
– He encontrado mi caso más interesante. Todavía sigue sin resolver, y es fascinante por los elementos que combina, absolutamente típico de los años treinta. No podría haber sucedido en ningún otro momento, al menos del modo en que sucedió. No me cabe duda de que lo conocerás: se trata del caso Wallace. Se han escrito muchas páginas sobre él. En el Dupayne está toda la documentación.
– Lo presentaron una vez en un curso de formación en Branshill, cuando acababan de nombrarme detective inspector. Constituía un ejemplo de cómo no llevar a cabo la investigación de un asesinato. No creo que lo incluyan en la actualidad; seguramente elegirán casos más recientes y relevantes. No andan escasos de ellos, por cierto.
– Así que conoces los hechos. -La decepción de Ackroyd era tan evidente que Dalgliesh se sintió incapaz de impedir que se explayase.
– Refréscame la memoria.
– Corría el año 1931. En el plano internacional, fue el año en que Japón invadió Manchuria, se proclamó la República en España, se produjeron fuertes disturbios en la India y Cawnpore sufrió uno de los peores brotes de violencia interna de la historia del país, Anna Pavlova y Thomas Edison murieron y el profesor Auguste Piccard fue el primer hombre en alcanzar la estratosfera en un globo. En nuestro país, el National Government fue reelegido en las elecciones de octubre, sir Oswald Mosley concluyó la formación de su New Party, y había dos millones setecientos cincuenta mil desempleados. No fue un buen año. Como ves, Adam, he hecho bien mis deberes. ¿A que te he impresionado?
– Mucho. Es una proeza formidable de la memoria, pero no entiendo qué relevancia tiene para un asesinato típicamente inglés en un barrio de las afueras de Liverpool.
– Así puede enmarcarse en un contexto más amplio. Aunque quizá no lo utilice cuando me ponga a escribir. ¿Sigo? ¿No te estaré aburriendo?
– Por favor, sigue. Y no, no me estás aburriendo.
– Las fechas: lunes 19 y martes 20 de enero. El presunto asesino: William Herbert Wallace, cincuenta y dos años, agente de seguros de la compañía Prudential, un hombre con gafas, ligeramente cargado de espaldas, de aspecto anodino que vive con su esposa, Julia, en el número 29 de la calle Wolverton de Anfield. Pasaba los días yendo de casa en casa recaudando el dinero de los seguros. Un chelín por aquí, otro chelín por allí en mitad de un día lluvioso y el final inevitable. Típico de su época. Aunque el dinero apenas te alcance para comer, sigues poniendo un poquito cada semana para asegurarte de que te podrás pagar un entierro decente. Vives en la miseria, pero al menos al final podrás organizar una especie de espectáculo. Nada de ir a toda prisa al crematorio para salir de nuevo al cabo de un cuarto de hora porque si no el siguiente cortejo fúnebre empezará a aporrear la puerta.