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Ryan la miró a los ojos y Tally casi creyó que estaba siendo sincero.

– Podría venirse a la casa ocupada si no le importa compartir. Los gemelos de Evie arman mucho ruido y huelen un poco, pero no está demasiado mal… Lo que quiero decir es que para mí está bien, pero no estoy seguro de que le gustase.

Pues claro que no le gustaría. ¿Cómo podía haber imaginado siquiera que quizá le gustase? ¿Estaba intentando, aunque fuese de manera poco apropiada, ser sinceramente útil, o estaba tomándole el pelo? La idea era desagradable. Tally intentó mantener un tono de voz afable, incluso divertido.

– No creo que llegue a ese extremo, gracias, Ryan. Las casas de okupas son para los jóvenes. ¿No crees que deberías volver al trabajo? Se hace de noche muy deprisa y ¿no tienes que podar alguna hiedra marchita en la pared oeste?

Era la primera vez que le sugería que se marchara, pero el muchacho se levantó al instante sin rencor evidente. Recogió unas cuantas migas del mantel, retiró su plato, el cuchillo y el vaso de agua a la cocina y regresó con un trapo húmedo con el que empezó a frotar las manchas de aceite.

– Deja eso, Ryan. Tendré que lavar el mantel -dijo ella, tratando de disimular su irritación.

Después de dejar el trapo encima de la mesa, el chico se marchó. Tally suspiró aliviada cuando la puerta se cerró tras él.

La tarde transcurrió lentamente. Tally se mantuvo ocupada con pequeñas faenas en la casa, pues estaba demasiado nerviosa para sentarse a leer. De pronto se le hizo insoportable no saber lo que estaba sucediendo o, si no tenía modo de saberlo, insoportable permanecer allí, apartada como si pudiesen hacer caso omiso de ella. No sería difícil encontrar una excusa para ir al museo a hablar con Muriel. La señora Faraday había mencionado que no le vendrían mal más bulbos para plantarlos a los lados de la entrada. ¿Podía comprarlos Muriel con el dinero destinado a gastos?

Cogió su impermeable y se cubrió la cabeza con una capucha de plástico. Fuera, seguía cayendo una lluvia fina y fría que hacía relucir las hojas de los laureles y le salpicaba la cara. Cuando llegó a la puerta, Marcus Dupayne salía del museo. Caminaba deprisa, con el semblante serio, y no pareció verla a pesar de que se cruzaron a escasos metros. Vio que ni siquiera había cerrado la puerta principal. Ésta se hallaba entreabierta, y después de empujarla entró en el vestíbulo, iluminado tan sólo por las dos lámparas del mostrador de recepción, donde Caroline Dupayne y Muriel estaban poniéndose el abrigo. Detrás de ellas, la sala era un lugar misterioso y desconocido plagado de sombras y rincones cavernosos, en el que la escalera central conducía a un vacío negro. Nada le resultaba familiar, simple ni reconfortante. Por un segundo tuvo una visión de los rostros de la Sala del Crimen, víctimas y asesinos por igual descendiendo en lenta y silenciosa procesión desde la oscuridad. Se percató de que las dos mujeres se habían vuelto y la miraban. A continuación, el cuadro vivo se desvaneció.

– Muy bien, Muriel, tú cierras y conectas la alarma -dijo Caroline Dupayne, siempre eficiente.

Dando unas buenas noches que no iban dirigidas ni a Muriel ni a Tally específicamente, se dirigió hacia la puerta y se marchó.

Muriel abrió el armario de las llaves y extrajo las de la puerta principal y de seguridad.

– La señorita Caroline y yo hemos inspeccionado las salas, así que no es necesario que se quede -le explicó-. Tuve un pequeño accidente con la bandeja del té, pero ya lo he limpiado todo. -Hizo una pausa y añadió-: Creo que será mejor que empiece a buscarse otro trabajo.

– ¿Quiere decir que sólo yo he de hacerlo?

– Quiero decir todos nosotros. La señorita Caroline ha prometido ayudarme. Creo que está pensando en algo que tal vez me convenga considerar. Pero sí, todos nosotros.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Los fideicomisarios ya han tomado una decisión?

– Todavía no, al menos oficialmente. Han tenido una reunión muy difícil. -Muriel hizo una nueva pausa antes de continuar con el ligero dejo de placer de quien da malas noticias-. El doctor Neville quiere cerrar el museo.

– ¿Puede?

– Puede impedir que siga abierto, lo cual es lo mismo. No le diga a nadie que se lo he dicho. Como le he explicado, todavía no es oficial pero, a fin de cuentas, usted lleva trabajando aquí ocho años. Creo que tiene derecho a que alguien le avise.

Tally consiguió dominar su tono de voz.

– Gracias por decírmelo, Muriel. No, no diré nada. ¿Cuándo cree que será definitivo?

– Ahora mismo ya podría considerarse definitivo. El nuevo contrato de arrendamiento tiene que estar firmado el 15 de noviembre. Eso les da al señor Marcus y a la señorita Caroline poco más de dos semanas para persuadir a su hermano de que cambie de opinión. No va a cambiar.

Dos semanas. Tally murmuró unas palabras de agradecimiento y se encaminó hacia la salida. Mientras regresaba a la casa sintió que le temblaban las piernas y que los hombros se le doblaban bajo un peso enorme. Era imposible que la echasen en dos semanas, ¿no? La razón se impuso rápidamente. No, seguramente pasarían semanas, tal vez meses, un año incluso antes de que se mudasen los nuevos inquilinos. Previamente habría que trasladar las colecciones y los muebles, una vez se conociese su destino, y eso no podía hacerse con prisas. Se dijo que dispondría de mucho tiempo para decidir qué hacer después. No se engañó pensando que los nuevos inquilinos quizás aceptasen que se quedara en la casa. La necesitarían para su propio personal, claro. Como tampoco se engañó pensando que con sus ahorros le alcanzaría para un estudio en Londres. Los había invertido cuidadosamente, pero con la recesión ya no arrojaban beneficios. Bastaría para una entrada, pero ¿cómo iba ella, con más de sesenta años y sin una fuente de ingresos garantizada, a conseguir que le concediesen una hipoteca? Sin embargo, otros habían sobrevivido a peores catástrofes, y de algún modo ella también lo lograría.

14

El jueves no ocurrió nada significativo ni una declaración oficial acerca del futuro. Ninguno de los Dupayne hizo acto de presencia y sólo hubo un escaso reguero de visitantes que a los ojos de Tally parecían un grupo desanimado y aislado que se paseaba como preguntándose qué lo había llevado a semejante lugar. El viernes por la mañana, Tally abrió el museo a las ocho en punto, como de costumbre, desconectó el sistema de alarma, volvió a programarlo y, seguidamente, encendió todas las luces e inició su inspección. Puesto que había habido pocos visitantes el día anterior, no era necesario limpiar ninguna de las salas del primer piso. La planta baja, la más trabajosa a la hora de hacer la limpieza, era responsabilidad de Ryan. Ahora sólo había que quitar unas pocas huellas de algunas de las vitrinas, sobre todo de la Sala del Crimen, y sacar brillo a las superficies de las mesas y a las sillas.

Muriel llegó como siempre a las nueve en punto y comenzó la jornada en el museo; esperaban a un grupo de seis académicos de Harvard que habían llamado para reservar hora. El señor Calder-Hale había concertado la visita y se encargaría personalmente de enseñar las instalaciones, pero la Sala del Crimen le interesaba poco y por lo general era Muriel quien acompañaba a los grupos en esta parte del recorrido. Aun cuando aceptaba que el asesinato a menudo era tan simbólico como representativo de la época en que había sido cometido, sostenía que eso mismo podía demostrarse sin necesidad de dedicar una sala entera a los criminales y sus víctimas. Tally sabía que se negaba a explicar o entrar en detalles sobre lo expuesto a los visitantes y se mantenía inflexible en cuanto a la prohibición de abrir el baúl simplemente para que aquéllos, ávidos de un escalofrío más de horror, examinaran las supuestas manchas de sangre.

Muriel se había mostrado sumamente represiva. A las diez fue a buscar a Tally, que estaba detrás del garaje hablando con Ryan sobre qué arbustos debían podarse y si era necesario telefonear a la señora Faraday, que seguía sin presentarse, para pedirle consejo. Muriel había dicho: