Haciendo caso omiso del ascensor, Ackroyd comenzó a subir por la escalera central, con más brío que nunca. Dalgliesh lo siguió, consciente de que Muriel Godby los vigilaba desde su puesto detrás del mostrador, como si todavía dudase que fuese seguro dejarlos continuar sin un guía. Habían llegado a la Sala del Crimen, ubicada en el ala este, en la parte posterior del edificio, cuando se abrió una puerta en lo alto de las escaleras. Se oyó el vocerío de varias personas discutiendo que guardaron silencio cuando un hombre salió apresuradamente. Este vaciló por un instante al ver a Dalgliesh y Ackroyd, los saludó con mi movimiento de la cabeza y se dirigió hacia las escaleras. El abrigo que llevaba se agitaba detrás de él como atrapado en la vehemencia de su marcha. A Dalgliesh le pareció distinguir apenas una mata rebelde de pelo negro y una expresión de enfado y azoramiento en la mirada. Casi de inmediato, otra figura apareció en el vano de la puerta. No expresó sorpresa alguna al ver visitantes, sino que se dirigió directamente a Ackroyd.
– ¿Para qué sirve el museo? Eso es lo que Neville Dupayne acaba de preguntarme. ¿Para qué sirve? Me extraña que sea hijo de su padre, salvo por el hecho de que la pobre Madeleine era soporíferamente virtuosa: no tenía vitalidad suficiente para las travesuras sexuales. Me alegro de verte aquí otra vez. -Miró a Dalgliesh-. ¿Quién es éste?
La pregunta podría haber sonado ofensiva de no haber sido formulada en un tono de perplejidad e interés genuinos, como si se hallara ante una adquisición nueva aunque no especialmente interesante.
– Buenas tardes, James -dijo Ackroyd-. Te presento a un amigo mío, Adam Dalgliesh. Adam, éste es James Calder-Hale, director y genio responsable del Museo Dupayne.
Calder-Hale era alto y delgado casi hasta el raquitismo, tenía un rostro largo y huesudo y una boca ancha de formas precisas. El cabello, que le atravesaba una frente alta, estaba encanecido en franjas irregulares, por lo que presentaba mechones de color dorado pálido veteados de blanco, característica que le daba un toque de teatralidad. Sus ojos, bajo unas cejas tan definidas que probablemente se depilase, reflejaban inteligencia, y conferían fortaleza a un rostro que, por lo demás, podría haber sido descrito como afable. Sin embargo, a Dalgliesh no lo engañaba aquella sensibilidad aparente, pues había conocido a hombres de carácter fuerte y físicamente activos con cara de eruditos idealistas. Calder-Hale llevaba pantalones estrechos y arrugados, camisa de rayas, corbata azul claro inusitadamente ancha con el nudo más bien suelto, pantuflas de felpa a cuadros y una chaqueta larga de punto gris que casi le llegaba a las rodillas. Había expresado su aparente enfado en un falsete agudo de irritación que en opinión de Dalgliesh tenía más de histriónico que de genuino.
– ¿Adam Dalgliesh? He oído hablar de usted. -Sus palabras sonaron más bien como una acusación-. Un caso al que responder y otros poemas. No leo demasiada poesía moderna, pues tengo una predilección pasada de moda por versos que se atengan a la métrica y rimen de vez en cuando, pero al menos los suyos no son prosa reordenada en la página. ¿Sabe Muriel que estáis aquí?
– Me he inscrito en la lista -respondió Ackroyd-. Y mira, llevamos puestas esas etiquetitas adhesivas.
– Ya veo. Una pregunta estúpida. Ni siquiera tú, Ackroyd, habrías logrado cruzar el vestíbulo sin que ella lo supiese. Es una auténtica tirana, pero concienzuda, y necesaria, según me dicen. Os pido disculpas por mi vehemencia de hace un momento, no suelo perder los estribos; con cualquiera de los Dupayne es malgastar energía. Bueno, no dejéis que interrumpa lo que sea que hayáis venido a hacer.
Se volvió para regresar a lo que a todas luces era su despacho. Ackroyd se dirigió a él gritando:
– ¿Qué le has contestado a Neville Dupayne? ¿Para qué le has dicho que sirve el museo?
Calder-Hale vaciló por un segundo y se volvió.
– Le he dicho lo que ya sabía: que el Dupayne, como cualquier otro museo que se precie, facilita la custodia segura, la conservación, el registro y la exposición de artículos de interés del pasado en beneficio de los estudiosos y de otras personas lo bastante interesadas como para visitarlo. Al parecer, Dupayne pensaba que debería tener alguna especie de función social o misional. ¡Increíble! -Miró a Ackroyd y añadió-: Me alegro de haberte visto. -A continuación, inclinó la cabeza para despedirse de Dalgliesh-. Y por supuesto, de haberle conocido a usted. Hay una adquisición en la sala de pintura que quizá le agrade, una acuarela pequeña pero interesante de Roger Fry, donada por uno de nuestros visitantes asiduos. Esperemos poder conservarla.
– ¿Qué quieres decir con eso, James? -preguntó Ackroyd.
– Ah, claro, tú no sabes nada… El futuro de este lugar es incierto; el contrato de arrendamiento termina el mes que viene y se ha negociado otro nuevo. El viejo redactó un fideicomiso muy curioso; según tengo entendido, el museo sólo puede continuar si sus tres hijos, los tres, están de acuerdo en firmar el contrato de arrendamiento. Si cierra será una tragedia, pero a mino se me ha dado ninguna autoridad para evitarla. Yo no soy fideicomisario.
Sin añadir nada más, dio media vuelta, entró en su despacho y cerró la puerta con vigor.
– Supongo que sí será una auténtica tragedia para él -señaló Ackroyd-. Lleva trabajando aquí desde que se retiró del cuerpo diplomático. Sin recibir ningún sueldo, por supuesto, pero puede utilizar la oficina y hace de guía para unos pocos elegidos. Su padre y el viejo Max Dupayne habían sido amigos desde la universidad. Para el viejo, el museo era un capricho privado, como, por supuesto, suelen serlo los museos para algunos de sus directores. No es que le molestasen del todo los visitantes, algunos de ellos eran incluso bienvenidos, pero pensaba que alguien verdaderamente curioso valía por cincuenta visitantes normales y obraba en consecuencia. Si no sabías qué era el Dupayne ni conocías el horario, entonces no necesitabas saberlo. Más información podía atraer a los transeúntes ocasionales, que querrían entrar a protegerse de la lluvia con la esperanza de encontrar algo capaz de mantener calladitos a los niños durante media hora.
– Pero un visitante ocasional no informado -repuso Dalgliesh- podría disfrutar de la experiencia, probarlo, descubrir la fascinación de lo que en nuestra deplorable jerga contemporánea nos animan a llamar «la experiencia museística». Hasta ese punto un museo es instructivo. ¿No se sentiría satisfecho con eso Dupayne?
– En teoría sí, supongo. Si los herederos lo mantienen abierto, es posible que sigan ese camino, pero no tienen mucho que ofrecer aquí, ¿no crees? El Dupayne no es el Victoria & Albert ni el Museo Británico. Si te interesa el periodo de entreguerras, como a mí, el Dupayne te ofrece prácticamente todo cuanto necesitas, pero los años veinte y treinta poseen un atractivo limitado para el público en general. Después de pasar un día aquí ya lo has visto todo. Creo que al viejo siempre le sentó mal que la sala más popular fuese la Sala del Crimen. Ahora, un museo dedicado por entero al crimen sería muy rentable. Me sorprende que nadie lo haya abierto todavía. Está el Black Museum de New Scotland Yard y esa pequeña colección tan interesante que la policía fluvial tiene en Wapping, pero no creo que ninguno de los dos esté abierto al público en general. Sólo se permite la entrada tras presentar una solicitud, estrictamente.
La Sala del Crimen era grande, de al menos nueve metros de largo, y estaba bien iluminada por tres lámparas colgantes, pero para Dalgliesh la impresión inmediata fue de oscuridad claustrofóbica, pese a las dos ventanas orientadas al este y la única ventana orientada al sur. A la derecha de la ornamentada chimenea había una segunda puerta; era sencilla y sin duda permanecía siempre cerrada, pues carecía de pomo o tirador.