Se desplazó hasta el extremo de la mesa central, donde se abrían en abanico media docena de ejemplares del Strand Magazine, con sus portadas de diferentes colores exhibiendo fotografías de la Strand londinense, variando ligeramente la escena en cada ejemplar. Dalgliesh seleccionó el número de mayo de 1922; la portada anunciaba relatos de P. G. Wodehouse, Gilbert Frankau y E. Phillips Oppenheim y un artículo especial de Arnold Bennett, pero era en las primeras páginas de anuncios donde los primeros años de la década de los veinte aparecían de forma más vivida: los cigarrillos a cinco chelines y seis peniques los cien, el dormitorio que podía amueblarse por treinta y seis libras y el marido que, preocupado por lo que a todas luces era la falta de libido de su esposa, le devolvía a ésta el ánimo y el buen humor echándole a escondidas una pizca de sal de frutas en el té matinal.
En ese momento Dalgliesh decidió dirigirse a la sala de pintura. Saltaba a la vista que había sido diseñada para los estudiantes aplicados. Junto a cada cuadro había una tarjeta enmarcada en la que aparecía la lista de los principales museos donde podían contemplarse otros ejemplos de la obra del artista, y las vitrinas que flanqueaban la chimenea contenían cartas, manuscritos y catálogos que llevaron a Dalgliesh a pensar de nuevo en la biblioteca. Era en aquellas librerías, sin duda, donde los años veinte y treinta estaban representados con mayor fidelidad, pues habían sido los escritores (Joyce, Waugh, Huxley), y no los artistas, quienes de manera más convincente habían interpretado e influido en aquel confuso periodo de entreguerras. Avanzando despacio por delante de los paisajes de Paul y John Nash, le pareció que el cataclismo de muerte y sangre que se había producido entre 1914 y 1918 era el origen de un anhelo nostálgico por una Inglaterra de sosiego rural. Tenía ante sí un paisaje idílico pintado en un estilo que, pese a su originalidad, era profundamente tradicional. Se trataba de un paisaje en el que aparecían figuras humanas: los leños apilados junto a las paredes de la granja, los campos de cultivo bajo un cielo límpido, la playa vacía…, todos ellos dolorosos recordatorios de la generación muerta. Era como si, una vez cumplida su jornada de trabajo, hubieran colgado las herramientas y se hubiesen tomado con delicadeza una excedencia de la vida. Y sin embargo no existía paisaje más preciso, más perfectamente ordenado. Aquellos campos no habían sido cultivados para la posteridad, sino para una yerma inmutabilidad. En Flandes, la naturaleza había sido desgajada, violada y corrompida, mientras que allí todo había sido restaurado hasta convertirlo en una placidez imaginaria y eterna. Dalgliesh no había esperado que la pintura paisajística tradicional le resultase tan perturbadora.
Pasó con cierta sensación de alivio a las anomalías religiosas de Stanley Spencer, los retratos idiosincrásicos de Percy Wyndham Lewis y los retratos más temblorosos y pintados de manera más informal de Duncan Grant. La mayoría de los pintores le resultaban familiares; casi todos le proporcionaban placer, aunque presentía que se trataba de artistas que habían recibido una poderosa influencia de los pintores continentales, mucho mejores y más importantes. Max Dupayne no había podido adquirir las obras más destacadas de cada uno de ellos, pero en cualquier caso había conseguido reunir una colección que, en su diversidad, era representativa del arte de los años de entreguerras, lo que en definitiva constituía su objetivo.
Cuando entró en la sala, ya había allí otro visitante, un joven delgado con tejanos, zapatillas de deporte gastadas y un grueso anorak. Bajo su voluminosa figura, sus piernas parecían delgadas como palillos. Al acercarse, Dalgliesh vio un rostro delicado y pálido. Un gorro de lana ocultaba su cabello y sus orejas. Desde que Dalgliesh había entrado en la estancia, el chico había permanecido de pie inmóvil frente a un cuadro que representaba una escena de la guerra cuyo autor era Paul Nash. Dalgliesh también quería examinar aquel cuadro, de modo que ambos lo estudiaron en silencio, el uno junto al otro, por espacio de un minuto.
El cuadro, que se titulaba Passchendaele 2 y le resultaba desconocido, lo contenía todo, el horror, la inutilidad y el dolor, concretado en los cuerpos de aquellos muertos desmadejados y desconocidos. Allí al fin había un cuadro que se expresaba con una resonancia más poderosa que cualquier palabra. No era su guerra, ni tampoco la de su padre. Ya quedaba fuera del recuerdo de los vivos, y aun así, ¿había producido otro conflicto moderno un dolor tan universal?
Dalgliesh estaba a punto de alejarse cuando el joven dijo:
– ¿Considera que es un buen cuadro?
Se trataba de una pregunta seria, pero provocó cierto recelo en Dalgliesh, una reticencia a parecer un entendido.
– No soy artista ni experto en historia del arte -respondió-. Me parece un cuadro muy bueno. Me gustaría tenerlo en mi casa.
Pese a su oscuridad encontraría un rincón en aquel piso medio vacío a orillas de Támesis, pensó. Emma se alegraría, pues seguramente compartiría lo que él estaba sintiendo en ese momento.
– Antes estaba colgado en la pared de la casa de mi abuelo en Suffolk -dijo el chico-. Lo compró para recordar a su propio padre, mi bisabuelo, que murió en Passchendaele.
– ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
– Max Dupayne lo quería. Esperó hasta que al abuelo le entró la desesperación por conseguir dinero y entonces se lo compró. Lo consiguió muy barato.
A Dalgliesh no se le ocurrió ninguna réplica apropiada, y al cabo de un instante preguntó:
– ¿Vienes a verlo a menudo?
– Sí. No pueden impedirme que lo haga. Cuando estoy cobrando el paro no tengo que pagar entrada. -Se apartó unos pasos y añadió-: Por favor, olvide lo que acaba de oír. Nunca se lo había dicho a nadie. Me alegro de que le guste.
Se alejó sin agregar palabra. ¿Habría sido acaso aquel momento de comunicación muda frente al cuadro la causa de esa confidencia tan inesperada? Por supuesto, existía la posibilidad de que mintiese, pero a Dalgliesh no se lo parecía. Le hizo pensar en lo escrupuloso que había sido Max Dupayne en su lucha por satisfacer su obsesión. Decidió no decirle nada a Ackroyd sobre el encuentro y después de un nuevo y lento recorrido por la habitación subió de nuevo a la Sala del Crimen.
Conrad, que estaba sentado en uno de los sillones que había junto a la chimenea con varios libros y publicaciones distribuidos encima de la mesa ante él, todavía no parecía dispuesto a marcharse.
– ¿Sabías que ahora hay un nuevo sospechoso del crimen de Wallace? No ha salido a la luz hasta hace poco.
– Sí -respondió Dalgliesh-, ya lo había oído. Se llamaba Parry, ¿verdad? Pero él también está muerto. No vas a resolver el crimen ahora, Conrad. Y pensaba que lo que te interesaba no era la solución del crimen sino la relación de éste con su época.
– Uno acaba interesándose cada vez más por todo, jovencito. Aun así, tienes razón. No debo permitirme el lujo de desviarme de mi campo de investigación. No te preocupes si has de marcharte. Sólo voy a ir a la biblioteca a hacer unas fotocopias y me quedaré por aquí hasta las cinco, cuando cierran. La señorita Godby ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme en coche hasta la estación de metro de Hampstead. En el interior de ese formidable pecho late un corazón de oro.
Al cabo de unos minutos, Dalgliesh ya estaba conduciendo, absorto en cuanto había visto. Aquellos años de entreguerras en los que Inglaterra, cuya memoria estaba marcada por los horrores de Flandes y una generación perdida, había ido saliendo adelante a duras penas rayando el deshonor para enfrentarse y superar un peligro mayor. Habían sido dos décadas de extraordinarios cambios sociales. Pese a todo, se preguntó por qué a Max Dupayne le habían parecido tan fascinantes como para dedicar su vida a dejar constancia de ellos; a fin de cuentas, era su propia época la que estaba conmemorando. Había comprado primeras ediciones de la literatura de ficción y conservado los periódicos y las revistas según iban publicándose. «Con estos fragmentos he apuntalado mis ruinas.» ¿Era ésa la razón? ¿Acaso era a sí mismo a quien necesitaba inmortalizar? ¿Constituía aquel museo, fundado por él y en su nombre, su limosna personal para con el olvido? Quizás en ello residía la atracción de todos los museos. Las generaciones mueren, pero cuanto hicieron, pintaron o escribieron, aquello por lo que lucharon y consiguieron, seguía allí, al menos en parte. Al erigir monumentos conmemorativos, no sólo a los famosos sino a las legiones de muertos anónimos, ¿esperábamos acaso asegurarnos indirectamente nuestra propia inmortalidad?