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En ese momento, sin embargo, Dalgliesh no estaba de humor para consentir que sus pensamientos derivaran hacia el pasado. El siguiente fin de semana debía dedicarlo por completo a la escritura, y la semana posterior trabajaría doce horas al día, pero tenía libres ese sábado y ese domingo, y nada iba a interferir con eso. Vería a Emma, y el pensar en ella iluminaría la semana entera del mismo modo en que en ese momento lo embargaba de esperanza. Se sentía tan vulnerable como un chiquillo enamorado por vez primera y sabía que se enfrentaba al terror que le producía pensar en la posibilidad de que ella lo rechazase. Pero no podían seguir como hasta el momento, de alguna manera tenía que encontrar el coraje para arriesgarse a ese desencanto, para aceptar la trascendental suposición de que Emma quizá lo amase. Ese fin de semana encontraría el momento, el lugar y, lo que era más importante, las palabras que o bien los separarían o bien los unirían por fin.

De pronto advirtió que todavía llevaba el adhesivo azul pegado a la chaqueta. Se lo arrancó, lo estrujó hasta hacer una bola con él y se lo metió en el bolsillo. Se alegró de haber visitado el museo; había disfrutado de una nueva experiencia y admirado buena parte de cuanto había visto, pero decidió que no volvería allí.

3

En su despacho con vistas a Saint James’s Park, el mayor de los Dupayne estaba haciendo limpieza en su escritorio. Como era propio de él, lo hacía metódicamente, con meticulosidad y sin prisas. Había pocas cosas que desechar, y menos aún que llevarse consigo, pues casi todos los documentos relacionados con su vida oficial ya habían sido retirados. Una hora antes, el mensajero de uniforme había recogido el último archivo, que contenía sus actas finales, tan callada y bruscamente como si se tratase de una tarea más. Sus escasos libros personales habían sido retirados de manera paulatina de los estantes, que ahora sólo albergaban publicaciones oficiales, estadísticas criminales, libros blancos, el Archbold y volúmenes de legislación reciente. Otras manos, cuya identidad él creía conocer, colocarían libros personales en aquellas estanterías vacías. En su opinión, se trataba de un ascenso inmerecido, prematuro, no lo bastante elaborado, pero lo cierto es que, antes, su sucesor ya había sido destacado como uno de los afortunados que, en la jerga del servicio, era uno de los triunfadores designados.

De modo que antes ya había sido destacado. Para cuando hubo alcanzado el rango de secretario adjunto, su nombre empezaba a barajarse como posible jefe de departamento. Si todo hubiese ido bien, en ese momento estaría marchándose con su título bajo el brazo, sir Marcus Dupayne, y habría un montón de empresas de la City dispuestas a nombrarlo director. Eso era lo que él había esperado, lo que Alison había esperado. Su ambición profesional había sido fuerte pero disciplinada, pues en ningún momento había olvidado que el éxito es imprevisible. La de su esposa, en cambio, había sido desenfrenada, embarazosamente pública. Dupayne pensaba en ocasiones que ése era el motivo de que se hubiera casado con éclass="underline" cada acto social había sido organizado sin perder de vista su éxito. Una cena no era una reunión de amigos, sino una estratagema en una campaña ideada con sumo cuidado. A Alison nunca se le había pasado por la cabeza que nada de lo que ella hiciese influiría en la carrera de su esposo, ni que la vida extraprofesional de éste carecía de importancia siempre y cuando no fuese públicamente vergonzante. A veces él le decía: «No pretendo acabar convirtiéndome en obispo, director, o ministro. No pienso dejar que me maldigan o me degraden porque el vino esté picado.»

Había llevado un trapo para el polvo dentro del maletín y en ese momento estaba comprobando si habían vaciado todos los cajones del escritorio. Al tantear con la mano el cajón del extremo inferior izquierdo encontró un lápiz gastado. Se preguntó cuántos años llevaría allí. Observó sus dedos, manchados de polvo gris, y se los limpió en el trapo, que dobló con cuidado ocultando la suciedad y luego metió en su bolsa de lona. Dejaría el maletín en el escritorio. La dorada insignia real de éste ya estaba borrosa, pero hizo que acudiera a su memoria el recuerdo del día en que le habían entregado su primer maletín negro oficial, con la brillante insignia como distintivo de su función.

Había celebrado la despedida de rigor, con copas incluidas, antes del almuerzo. El secretario permanente le había dedicado los esperados cumplidos con una fluidez harto sospechosa; estaba acostumbrado a esa clase de actos. Un viceministro había hecho acto de presencia y sólo había consultado su reloj una vez y con disimulo. Había reinado un ambiente de falsa cordialidad intercalada con momentos de frialdad. Alrededor de la una y media, la gente había empezado a marcharse discretamente; al fin y al cabo, era viernes, y sus deberes para con el fin de semana los reclamaban.

Al salir al pasillo vacío y cerrar la puerta de su despacho por última vez le sorprendió, y preocupó un poco, no sentirse emocionado. Tenía que sentir algo, de eso no cabía duda, pero ¿qué?; ¿pena, una leve satisfacción, una punzada de nostalgia, el reconocimiento del fin de una etapa? No sentía nada. En el mostrador de recepción del vestíbulo de entrada estaban los funcionarios habituales, ambos ocupados, lo cual lo eximió de la obligación de pronunciar unas embarazosas palabras de despedida. Decidió seguir su ruta favorita a Waterloo, atravesando Saint James’s Park, bajando por la avenida Northumberland y cruzando el puente de Hungerford. Traspuso las puertas giratorias por última vez y se dirigió a Birdcage Walk para adentrarse en el suave alboroto otoñal del parque. Se detuvo en mitad del puente que atravesaba el lago para contemplar, como hacía siempre, una de las vistas más hermosas de Londres, por encima del agua y la isla hacia las torres y tejados de Whitehall. A su lado había una madre arropando a su bebé en un cochecito de tres ruedas. Junto a ella, un crío de unos dos años arrojaba migas de pan a los patos. El aire se enrareció cuando los patos empezaron a disputarse las migas formando un remolino de agua. Se trataba de una escena que, en sus paseos a la hora del almuerzo, había observado durante más de veinte años, pero en ese momento le devolvió un recuerdo reciente y desagradable.

Una semana antes había realizado el mismo camino. Había visto a una mujer dar de comer a los patos trozos de su bocadillo. Era baja y regordeta y vestía un grueso abrigo de tweed y un gorro de lana que le cubría las orejas. Una vez hubo arrojado las últimas migas, la mujer se volvió y, al advertir su presencia esbozó una tímida sonrisa. Ya desde su juventud, Dupayne encontraba repelentes, casi amenazadoras, las familiaridades inesperadas por parte de desconocidos, de modo que se limitó a inclinar la cabeza con gesto adusto y se alejó a toda prisa. Su reacción había sido tan brusca y desdeñosa como si la mujer se le hubiese insinuado sexualmente. Ya había llegado a los escalones de la columna del duque de York cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que aquella mujer no era ninguna desconocida sino Tally Clutton, la encargada de la limpieza del museo. Sin duda al verla con una indumentaria distinta de la bata marrón abotonada hasta arriba que llevaba para trabajar no la había reconocido. En ese momento, el recuerdo hizo que se sintiera irritado, tanto con ella como consigo mismo. Se trataba de un error embarazoso que tendría que reparar cuando volviese a verla. Eso resultaría lo más difícil, pues entonces tendría que hablar del futuro de la mujer. El alquiler de la casa, en la que vivía sin pagar un chelín, debía de ascender a trescientas cincuenta libras semanales como mínimo. Hampstead no era una zona barata, sobre todo el sector con vistas al Heath. Si decidía sustituirla por otra persona, el que no tuviese que pagar alquiler supondría un aliciente. Era posible que lograsen interesar a un matrimonio; ella realizaría las labores de limpieza y el hombre cuidaría del jardín. Por otra parte, Tally Clutton era muy trabajadora y querida por todos. Tal vez constituyese una imprudencia alterar la organización doméstica cuando había que abordar tantos otros cambios. Caroline, por supuesto, se pelearía con quien fuese por conservar tanto a Clutton como a Godby, y él no quería por nada del mundo pelearse con Caroline. No había ningún problema con Muriel Godby, pues resultaba muy económica y era extraordinariamente competente, cualidades raras en los tiempos que corrían. Tal vez más adelante surgiesen problemas en la cadena de mando; estaba claro que Godby se veía a sí misma como responsable ante Caroline, y no era de extrañar, puesto que había conseguido el trabajo gracias a su hermana. Sin embargo, la asignación de tareas y responsabilidades podía esperar hasta que se hubiese firmado el nuevo contrato de arrendamiento. Conservaría a ambas mujeres. El chico, Ryan Archer, no se quedaría por mucho tiempo, los jóvenes nunca lo hacían.