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Después ató el último de los extremos sueltos alrededor de las capas para asegurar el fardo y lo arrojó al suelo.

— ¿Qué le pasó en las manos?

La mujer las extendió y las fue girando. La venda, que había sido blanca, presentaba manchas secas de jugos de carne, salsas y aceite, además de ceniza y hollín de los fuegos.

— Me arrancaron las uñas con tenazas para obligarme a testificar contra la Madre Confesora… contra Kahlan.

— ¿Y lo hizo? —La mujer desvió la mirada, y Richard se sonrojó, avergonzado de cómo había sonado su pregunta—. Lo siento, no pretendía decirlo de ese modo. Nadie podría haberle pedido que se negara a hacer lo que querían estando bajo tortura. A ese tipo de gente le trae sin cuidado la verdad. Seguro que Kahlan no creyó que la traicionara.

La mujer encogió un hombro, al tiempo que bajaba las manos.

— Yo no estaba dispuesta a decir sobre ella lo que querían oír. Kahlan lo entendió, como tú dices. Ella misma me ordenó que testificara en su contra para que no me hicieran más daño. No obstante, decir esas mentiras fue otra tortura.

— Aunque nací con el don no sé cómo usarlo, o trataría de curarla. Lo siento. —El joven se estremeció de lástima—. Al menos, ¿empieza a remitir el dolor?

— Ahora que Aydindril ha caído en manos de la Orden Imperial me temo que el dolor acaba de empezar.

— ¿Fueron d’haranianos quienes la torturaron?

— No, fue un hechicero kelta quien lo ordenó. Cuando Kahlan escapó, lo mató. No obstante, la mayor parte de las tropas de la Orden en Aydindril son d’haranianos.

— ¿Cómo han tratado a la población?

La señora Sanderholt se frotó los brazos con las manos vendadas, como si hubiera cogido frío en el aire invernal. Richard tuvo la idea de cubrirla con la capa de mriswith, pero lo pensó mejor y, en lugar de eso, la ayudó a ponerse el chal.

— Aunque D’Hara conquistó Aydindril el otoño pasado y sus tropas no tuvieron piedad en la lucha, desde que acabaron con toda la oposición y tomaron la ciudad no son especialmente crueles, siempre y cuando se cumplan sus órdenes. Tal vez pensaron que si respetaban su botín, éste valdría más.

— Sí, puede ser. ¿Y el Alcázar? ¿También lo han tomado?

La mujer miró de soslayo hacia la montaña.

— No estoy segura, pero creo que no. El Alcázar se encuentra protegido con encantamientos y, por lo que sé, las tropas d’haranianas temen la magia.

Richard se acarició el mentón, pensativo.

— ¿Qué ocurrió cuando la guerra contra D’Hara acabó?

— Al parecer, los d’haranianos, y no sólo ellos, hicieron pactos con la Orden Imperial. Poco a poco los keltas fueron asumiendo el control de la ciudad con el consentimiento de los d’haranianos, que seguían siendo mayoría. Los keltas no tienen tanto miedo a la magia como los d’haranianos. El príncipe Fyren y el hechicero kelta del que ya te he hablado se pusieron al frente del consejo. Pero ahora, con el príncipe, el hechicero y el consejo muertos, no sé exactamente quién manda. Supongo que los d’haranianos, lo cual nos deja a la merced de la Orden Imperial.

»Temo cuál será nuestro destino ahora que la Madre Confesora y los magos ya no están. Sé que tenía que huir o la habrían asesinado, pero…

Richard acabó la frase por ella.

— Pero desde que se forjó la alianza de la Tierra Central y Aydindril se convirtió en el corazón de esa alianza, la autoridad ha residido siempre en manos de una Madre Confesora.

— ¿Conoces nuestra historia?

— Kahlan me contó parte de ella. Está muy afectada por haberse visto obligada a abandonar Aydindril, pero le aseguro que no piensa permitir que la Orden se quede con la ciudad, ni tampoco la Tierra Central.

La señora Sanderholt desvió la mirada con aire resignado.

— Las cosas han cambiado. Con el tiempo la Orden reescribirá la historia de este lugar y la Tierra Central caerá en el olvido.

»Richard, sé que ardes de impaciencia por reunirte con ella. Buscad un lugar en el que vivir vuestras vidas en paz y libertad. No os amarguéis por lo que se ha perdido. Cuando la veas, dile que aunque algunas personas aplaudieron su ejecución, muchas otras se sintieron desoladas al oír que había muerto. En las semanas que han transcurrido desde que huyó he tenido oportunidad de ver el lado que ella no vio. Como en todas partes, en Aydindril hay gente mala y avariciosa, pero también hay gente buena que siempre la recordará. Aunque ahora seamos súbditos de la Orden Imperial, mientras sigamos con vida el recuerdo de la Tierra Central perdurará en nuestros corazones.

— Gracias, señora Sanderholt. Sé que a Kahlan le alegrará saber que no todos le dieron la espalda a ella y a la Tierra Central. No debe perder la esperanza. Mientras la Tierra Central siga viviendo en nuestros corazones, hay esperanza. Ganaremos.

La mujer sonrió, pero en lo más profundo de sus ojos Richard pudo asomarse por primera vez al centro de su desesperación. No le creía. Por breve que hubiese sido el tiempo transcurrido bajo la férula de la Orden, había sido lo suficientemente brutal para extinguir la llama de la esperanza. Por eso no había tratado la señora Sanderholt de abandonar Aydindril; porque no había ningún lugar al que ir.

Richard recogió su espada de la nieve y limpió el reluciente filo con las ropas de piel de un mriswith. A continuación introdujo de nuevo el arma en su vaina.

Ambos se volvieron al oír unos nerviosos murmullos y vieron una multitud de empleados de la cocina que, reunidos cerca del borde superior de la escalinata, contemplaban con incredulidad la carnicería desplegada en la nieve y también a Gratch. Uno de los hombres había recogido del suelo uno de los cuchillos de triple filo y lo examinaba por todas partes. Como no se atrevía a bajar los escalones y acercarse al gar, hacía frenéticos gestos a la señora Sanderholt para llamar su atención. Irritada, ella le hizo gestos perentorios de que bajara.

El hombre caminaba encorvado, seguramente debido más bien a toda una vida de duro trabajo que a la edad, aunque el pelo, ralo, empezaba a encanecer. Descendió la escalera con paso bamboleante, como si llevara un pesado saco de grano sobre sus fornidos hombros. Al llegar junto a ellos, dirigió una rápida inclinación de cabeza a la señora Sanderholt mientras la mirada saltaba de ella a los cuerpos sin vida, a Gratch, a Richard, y nuevamente a ella.

— ¿Qué ocurre, Hank?

— Hay problemas, señora Sanderholt.

— Ahora mismo estoy ocupada con mis propios problemas. ¿Es que no sois capaces ni de sacar el pan de los hornos sin mí?

— Sí, señora Sanderholt —repuso el hombre, inclinando repetidamente la cabeza—. Es otro tipo de problemas. Son… —Hank clavó la mirada en el hediondo cadáver de un mriswith tirado cerca—, es sobre estas cosas.

Aquí Richard intervino.

— ¿Qué pasa con ellas?

Hank lanzó un vistazo a la espada que pendía de su cadera y luego desvió la mirada.

— Creo que fue… —Cuando levantó la vista hacia Gratch y el gar sonrió, el hombre se quedó mudo.

— Hank, mírame a mí. —Richard esperó hasta que el hombre obedeció—. El gar no te hará ningún daño. Y estas cosas se llaman mriswith. Gratch y yo los matamos. Ahora cuéntame qué pasa.

El hombre se restregó las palmas de las manos en los pantalones de lana.

— He echado un vistazo a sus cuchillos de tres filos. Y creo que han sido las armas empleadas. —Su expresión se ensombreció—. Las noticias corren por toda la ciudad y crean el pánico. Algunas personas han sido asesinadas por algo que nadie ha podido ver. Alguien les había abierto el vientre con un arma de tres filos.

Richard lanzó un angustiado suspiro y luego se pasó una mano por la cara.