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— Magia, lord general —insistió Lunetta—. Aquí hay magia. Magia muy poderosa. —La mujer siguió parloteando y refunfuñando que se le ponía la carne de gallina.

— Cierra el pico, vieja bruja. Habría que ser idiota para no darse cuenta de que Aydindril hierve de magia perversa.

Bajo las espesas cejas de la mujer brillaron unos ojos de mirada salvaje.

— Esto es distinto de cualquier cosa que hayas visto antes —dijo en voz baja para que nadie más pudiera oírlos—. Nunca había sentido nada así. Y también la noto hacia el sudoeste, no sólo aquí. —Lunetta se rascó los antebrazos con renovado vigor mientras se reía para sí.

Brogan fulminó con la mirada a la multitud de personas que caminaban apresuradamente por la calle y examinó con ojo crítico los exquisitos palacios que flanqueaban la ancha avenida que, como le habían informado, se llamaba Bulevar de los Reyes. Los palacios se habían construido para impresionar a los espectadores por la riqueza, poder y naturaleza de quienes representaban. Los edificios competían entre sí con imponentes columnas, intrincadas ornamentaciones, vistosos ventanales, tejados y decorados entablamientos. A Tobias Brogan se le antojaron pavos reales de piedra y el mayor desperdicio de ostentación que jamás hubiera visto.

Sobre un lejano montículo se alzaba el monumental Palacio de las Confesoras. Con sus columnas de piedra y espiras no tenía parangón entre ninguno de los palacios del Bulevar de los Reyes. Parecía más blanco incluso que la nieve que lo rodeaba, como si tratara de enmascarar su blasfema existencia creando una ilusión de pureza. Mientras con los dedos acariciaba sin darse cuenta el estuche de piel de trofeos que llevaba al cinto, Brogan escrutó con la mirada todos los recovecos de aquel santuario de perversión, de aquel lugar consagrado al poder mágico sobre las personas piadosas.

— Milord general —insistió Lunetta, inclinándose hacia adelante—, ¿habéis oído lo que os he dicho sobre…?

Brogan giró sobre sí mismo y sus brillantes botas crujieron contra el estribo de piel debido al frío.

— ¡Galtero!

Ojos semejantes a hielo negro brillaban bajo el borde de un yelmo bruñido adornado con un penacho de pelo de caballo teñido de color carmesí, a juego con las capas de los soldados. El hombre sostuvo fácilmente las riendas con un guantelete, al tiempo que se volvía sobre la silla con la misma gracia fluida de un puma.

— ¿Sí, lord general?

— Si mi Hermana es incapaz de permanecer callada cuando se le ordena —aquí el general lanzó una furibunda mirada a la mujer—, amordázala.

Lunetta echó un inquieto vistazo al fornido personaje que cabalgaba a su lado, fijándose en su reluciente armadura y cota de malla así como en sus afiladas armas. Entonces abrió la boca para protestar pero al posar la mirada en aquellos ojos fríos como el hielo, volvió a cerrarla y, en lugar de hablar, se rascó los brazos.

— Perdonadme, general Brogan —murmuró, dirigiendo una respetuosa inclinación de cabeza a su hermano.

Con un agresivo movimiento, Galtero acercó más su montura a la de Lunetta y con una poderosa manaza dio un empellón a la yegua zaina que montaba la mujer.

— Silencio, streganicha.

Lunetta se ruborizó ante tal ofensa y por un instante sus ojos brillaron amenazadores, pero enseguida se controló y pareció que se encogía dentro de sus andrajosos harapos al tiempo que bajaba los ojos, sumisa.

— No soy ninguna bruja —musitó para sí.

Galtero enarcó una ceja, ante lo cual Lunetta se encorvó y no osó abrir la boca de nuevo.

Galtero era un hombre bueno y, si se le daba la orden, la cumpliría por mucho que Lunetta fuese la Hermana del general Brogan. Lunetta era una streganicha, una mujer marcada con el estigma del mal. Si se le ordenaba, tanto Galtero como cualquiera de los soldados derramaría su sangre sin dudarlo ni por un momento ni lamentarlo después.

De hecho, el que por sus venas corriese la misma sangre que Brogan le haría ser más inflexible en el cumplimiento del deber. Lunetta era un recordatorio constante de que el Custodio se cebaba en los justos y que su maldición podía caer incluso sobre las mejores familias.

Siete años tras el nacimiento de Lunetta el Creador reparó la injusticia con el nacimiento de Tobias, nacido para contrarrestar aquello que el Custodio había corrompido. No obstante, ya era demasiado tarde para su madre, la cual había iniciado el descenso a los abismos de la locura. Cuando Tobias cumplió ocho años, la ignominia había precipitado al padre a una temprana muerte y la madre había perdido definitivamente el juicio, por lo que en él recayó la responsabilidad de dominar el don de su Hermana para impedir que el don la dominara a ella. A esa edad Lunetta adoraba a su hermano, y Tobias utilizó ese amor para convencerla de que solamente escuchara los deseos del Creador y guiarla hacia la moral que el círculo del rey le había inculcado a él. Lunetta siempre había necesitado un guía y jamás se rebeló contra él. No era más que un alma desamparada atrapada por una maldición que era incapaz de eliminar ni controlar.

Con implacable tesón Tobias limpió la ignominia que suponía que en el seno de su familia hubiese nacido alguien con el don. Le había costado la mayor parte de su vida pero había logrado devolver el honor al apellido Brogan. Se lo había demostrado a todos; había hallado el modo de usar el estigma para realizar la obra del Creador, lo cual lo había convertido en el más ensalzado entre los ensalzados.

Tobias Brogan amaba a su Hermana. La amaba hasta el punto de ser capaz de rebanarle el pescuezo con su propio cuchillo en caso necesario a fin de liberarla de los tentáculos del Custodio, del tormento de su lacra, si es que algún día ésta se le iba de las manos. Lunetta viviría únicamente mientras fuese útil, mientras ayudara a arrancar el mal de raíz y destruir a poseídos. Por el momento luchaba contra el flagelo que hostigaba su alma y era útil.

Desde luego, por su aspecto nadie lo diría. Lunetta solamente se sentía contenta cuando se cubría con retales de telas de diferentes colores, a los que ella llamaba sus «galas». Pero el Creador le había conferido una fuerza y un talento fuera de lo común y Tobias, a través de un tenaz esfuerzo, se lo había expropiado.

Ése era el fallo en la creación del Custodio; el fallo en cualquier cosa que el Custodio creaba: que, con astucia, los piadosos podían convertirlo en una herramienta. El Creador siempre proporcionaba armas para luchar contra la blasfemia pero uno tenía que encontrarlas y después tener la sabiduría o, mejor dicho, la audacia necesaria para atreverse a usarlas. Justamente eso era lo que más le impresionaba de la Orden Imperiaclass="underline" su sagacidad para comprenderlo y su habilidad para usar la magia como herramienta para descubrir la herejía y destruirla.

Al igual que él, la Orden usaba streganicha y, al parecer, las valoraba y confiaba en ellas. Le gustaba menos que se les diera la libertad para deambular a su aire, sin vigilancia, para llevar información y hacer sugerencias, pero por si acaso algún día daban la espalda a la causa él siempre tenía cerca a Lunetta.

No obstante, no le agradaba estar tan cerca del mal. Por muy Hermana suya que fuese, le repugnaba.

Apenas había amanecido y las calles ya eran un hervidero de gente. También se veían muchos soldados de diferentes países, cada uno vigilando sus propios palacios, aunque la mayor parte de ellos eran d’haranianos que patrullaban la ciudad. Las tropas parecían inquietas, como si esperaran que las atacasen en cualquier momento, aunque a Brogan le habían asegurado que lo tenían todo bajo control. Como él no era de los que se creen todo lo que les dicen, la noche anterior había enviado sus propias patrullas, que le habían confirmado que en las proximidades de Aydindril no existían insurgentes de la Tierra Central.