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A Brogan le gustaba llegar cuando menos se lo esperaba y acompañado de una fuerza mayor de la prevista, por si acaso tenía que hacerse cargo él de la situación. Así pues, había llegado a Aydindril con una compañía completa integrada por quinientos hombres, aunque en caso de necesidad podía llamar al grueso de sus fuerzas, que ya habían demostrado ser capaces de aplastar cualquier tipo de insurrección.

De no tratarse de aliados, el número de soldados d’haranianos hubiese sido alarmante. Aunque Brogan tenía una confianza justificada en las habilidades de sus hombres, sólo los necios libran una batalla en la que las fuerzas están igualadas, sobre todo si se prevé que la batalla será larga. Y el Creador no tiene en alta estima a los necios.

Brogan alzó una mano para indicar que aflojaran la marcha y no pisotear a un pelotón de soldados d’haranianos de infantería que cruzaban ante la columna. Al general le pareció indigno de ellos que avanzaran por la principal avenida de la ciudad desplegados en formación de batalla, similar a su cuña relámpago, pero tal vez los d’haranianos encargados de patrullar una ciudad vencida habían quedado reducidos a bandidos y ladrones que alardeaban de su poder para inspirar terror en los vencidos.

Los d’haranianos, que empuñaban sus armas y parecían de un pésimo humor, recorrieron con la mirada la columna de caballería que se les echaba encima como si buscaran cualquier signo de amenaza. A Brogan se le antojó extraño que llevaran las armas desenvainadas. Realmente se pasaban de cautos.

Indiferentes a su presencia, los d’haranianos no apretaron el paso. Brogan sonrió; de haberse tratado de soldados bisoños, seguro que hubiesen acelerado el paso. Las armas, en su mayor parte espadas y hachas de guerra, eran muy sencillas y sin adornos, por lo cual resultaban mucho más impresionantes. Se notaba que eran armas que habían demostrado su brutal eficacia en batallas y no eran sólo para aparentar.

Aunque los hombres a caballo los superaban en una proporción de veinte a uno, los soldados ataviados con uniforme de cuero oscuro y cota de mallas contemplaron todo aquel metal bruñido con indiferencia. Frecuentemente un aspecto ostentoso e impecable no indicaba nada más que presunción, y aunque en ese caso en concreto reflejaba el sentido de la disciplina de Brogan así como una manifestación de su infalible atención por los detalles, los d’haranianos no tenían por qué saberlo. Allí donde eran conocidos incluso los hombres más curtidos palidecían al entrever las típicas capas de color carmesí de la Sangre de la Virtud, y el reflejo de sus relucientes armaduras bastaba para que el enemigo rompiera filas y huyera.

Tras dejar atrás Nicobarese y mientras cruzaban las montañas Rang’Shada, Brogan se había topado con uno de los ejércitos de la Orden compuesto por soldados de muchas naciones distintas, aunque predominaban los d’haranianos. El general de D’Hara, un tal Riggs que había escuchado sus consejos con interés y atención, le causó tan favorable impresión, que le había cedido parte de sus tropas para ayudar en la conquista de la Tierra Central. Su primer objetivo era la impía ciudad de Ebinissia, capital de Galea. Brogan rezaba al Creador para que hubiesen tenido éxito.

Brogan había averiguado que los d’haranianos recelaban de la magia, lo cual lo complacía. Pero le disgustaba que tuvieran tanto miedo a la magia. La magia era el conducto del que se servía el Custodio para penetrar en el mundo del hombre. Era al Creador al que se debía temer, mientras que la magia, la brujería del Custodio, debía ser erradicada. Hasta la caída del Límite en la primavera pasada, D’Hara había vivido aislada de la Tierra Central durante generaciones, por lo que en su mayor parte tanto el país como sus gentes eran unos grandes desconocidos para Brogan. Era un vasto territorio virgen al que llevar la luz del Creador y que, posiblemente, debía ser purificado.

Rahl el Oscuro, el líder de D’Hara, había derribado el Límite para que sus tropas arrasaran la Tierra Central y conquistaran Aydindril y otras ciudades. Si su único interés hubiesen sido los asuntos mundanos, Rahl podría haber conquistado toda la Tierra Central antes de que sus enemigos lograran reunir ejércitos suficientes para oponérsele. Pero a Rahl le interesaba más la magia, y eso había sido su perdición. Según los rumores una vez muerto, asesinado por otro pretendiente al trono, las tropas de D’Hara se habían unido a la causa de la Orden Imperial.

Ya no había lugar en el mundo para la antigua y moribunda religión llamada magia. Había llegado el momento de la Orden Imperial, y la gloria del Creador sería la que guiaría al hombre. Sus plegarias habían sido escuchadas y cada día Tobias Brogan daba gracias al Creador por vivir en el mundo en ese momento, por poder estar en el centro de todo y ser testigo de la derrota de aquella herejía llamada magia, por poder conducir a los justos a la batalla final. Se estaba escribiendo la Historia y él era uno de sus artífices.

De hecho, recientemente el Creador se le había aparecido en sueños para decirle que estaba muy complacido con sus esfuerzos. Brogan no había revelado el sueño a ninguno de sus hombres, pues podría considerarse presuntuoso. Le bastaba el honor de haber sido elegido por el Creador. Desde luego a Lunetta sí se lo había dicho, y la mujer se había quedado sobrecogida; no ocurre muy a menudo que el Creador decida hablar directamente con uno de sus hijos.

Apretando las piernas, Brogan incitó a su caballo a que prosiguiera la marcha mientras observaba cómo los d’haranianos se introducían en una calle lateral. Ningún soldado volvió la cabeza para comprobar si alguien los seguía o los desafiaba, pero sólo un necio se habría alegrado por ello. Brogan no era ningún necio. La multitud se abrió y dejó un amplio pasillo para permitir el paso a la columna por el Bulevar de los Reyes. Aquí y allí Brogan reconoció algunos uniformes: de Sanderia, Jaria y Kelton. No vio ningún uniforme de Galea, lo cual indicaba que la Orden Imperial había conquistado la capital de aquel reino.

Al fin distinguió a tropas de su país. Con impaciente ademán ordenó a un pelotón que se adelantara. Sus capas, con el carmesí que anunciaba quienes eran, ondearon al viento al adelantar a toda velocidad a soldados armados con espadas, a lanceros, abanderados y, finalmente, a Brogan. Envueltos en el estrépito que causaban las herraduras de hierro sobre la piedra, los jinetes subieron al galope los vastos escalones del Palacio de Nicobarese. Era un edificio tan suntuoso como los otros, con estrechas columnas acanaladas de un raro mármol marrón con vetas blancas, muy difícil de obtener, procedente de las montañas del este de Nicobarese. Tanto despilfarro irritó al general.

Los soldados regulares que vigilaban el palacio retrocedieron, asustados, al ver a aquellos hombres a caballo, a los que saludaron temblorosos. La cuadrilla de jinetes los obligó a retroceder, abriendo un amplio pasillo para su lord general.

Brogan desmontó en lo alto de la escalera entre estatuas de hombres montados sobre encabritados corceles. El general tiró las riendas a uno de los soldados de palacio, pálido como la cera, mientras contemplaba la ciudad con una sonrisa. Sus ojos fueron a posarse en el Palacio de las Confesoras. Tobias Brogan estaba de buen humor, cosa que últimamente no sucedía a menudo. Inspiró hondo el aire del amanecer; el amanecer de un nuevo día.

El soldado que había cogido las riendas le dirigió una inclinación de cabeza y un saludo.

— Larga vida al rey.

Brogan, ya de espaldas, se alisó la capa y replicó:

— Un poco tarde para eso.

El guardia carraspeó y reunió el coraje necesario para un tímido:

— ¿Señor?

— El rey resultó no ser quien todos sus fieles súbditos creíamos que era —dijo Brogan, mesándose el bigote—. Purgó sus pecados en la hoguera. Vamos, ocúpate de mi caballo. Y tú —dijo, dirigiéndose a otro de los soldados—, ve a decir a los cocineros que tengo hambre y no me gusta que me hagan esperar.