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El guardián retrocedió haciendo reverencias, mientras Brogan alzaba la vista hacia su segundo, aún montado.

— Galtero. —El aludido aproximó el caballo. Su capa carmesí colgaba lacia en el aire quieto—. Coge a la mitad de los hombres y tráemela. Ahora voy a desayunar y luego la juzgaré.

Con gesto ausente acarició con sus enjutos dedos el estuche que llevaba al cinto. Muy pronto conseguiría el trofeo más preciado. Al pensarlo esbozó una cruel sonrisa que tensó una vieja cicatriz en la comisura de la boca. Pero sus oscuros ojos no sonreían. Suya sería la gloria del resarcimiento moral.

— Lunetta. —La mujer, ceñido el cuerpo por un variopinto conjunto de andrajos, miraba fijamente el Palacio de las Confesoras mientras se rascaba los antebrazos—. ¡Lunetta!

Lunetta se estremeció.

— ¿Sí, lord general?

Brogan se echó la capa carmesí sobre la espalda y se ajustó la banda de general.

— Ven a desayunar conmigo. Hablaremos. Te contaré el sueño que tuve anoche.

— ¿Otro sueño, lord general? —Lunetta abrió mucho los ojos, emocionada—. Me encantará oírlo. Será un honor.

— Ciertamente. —Lunetta siguió a su hermano, que atravesaba las altas puertas dobles del Palacio de Nicobarese recubiertas de bronce—. Tenemos asuntos que discutir. Me escucharás con atención, ¿verdad, Lunetta?

La mujer lo seguía arrastrando los pies.

— Sí, milord general. Siempre lo hago.

Brogan se detuvo frente a una ventana adornada con pesadas cortinas azules. Entonces desenvainó su cuchillo y cortó un buen trozo de la tela de un lado, que incluía el borde con borlas doradas. Lunetta se humedeció los labios y se balanceó, desplazando el peso del cuerpo alternativamente sobre ambos pies mientras aguardaba.

Brogan sonrió.

— Toma, Lunetta. Otra gala para ti.

Con ojos brillantes, Lunetta lo apretó con fuerza antes de empezar a probarlo aquí y allí, buscando su sitio justo. Reía entre dientes, dichosa.

— Gracias, lord general. Es preciosa.

Brogan continuó caminando, con Lunetta correteando tras él para mantener el paso. De los cálidos paneles de madera colgaban retratos de la realeza, y el suelo estaba cubierto de lujosas alfombras interminables. Marcos de pan de oro rodeaban las puertas redondeadas que se abrían a ambos lados, y espejos de bordes dorados reflejaban la capa carmesí a su fugaz paso.

Un criado ataviado con librea marrón y blanca apareció en el pasillo con una reverencia y con el brazo indicó la dirección del comedor. Luego se escabulló a toda prisa, deshaciéndose en reverencias y mirando de reojo para asegurarse de que nadie lo atacaba.

Tobias Brogan nunca había asustado a nadie por su tamaño, pero los criados, el personal, la guardia de palacio y los oficiales a medio vestir que se precipitaban al corredor para averiguar la causa de tanto revuelo palidecían al verlo a éclass="underline" el lord general en persona, el general supremo de la Sangre de la Virtud.

Una palabra suya bastaba para que los poseídos, ya fuesen mendigos o soldados, nobles o incluso reyes, acabaran en la hoguera por sus pecados.

5

La hermana Verna se sentía como paralizada por las llamas, de cuyas profundidades emanaban fugaces volutas de rutilantes colores y brillantes rayos animados por una vida propia de ondulantes movimientos. Eran como dedos que se retorcían en danza atrayendo hacia sí aire, que agitaba sus ropas al pasar. De no ser por los escudos, el calor las habría lanzado a todas hacia atrás. El enorme sol teñido de sangre que asomaba en el horizonte aplacaba por fin la furia del fuego que había consumido los cuerpos. Algunas de las Hermanas seguían sollozando en silencio, pero la hermana Verna ya había derramado todas las lágrimas que llevaba dentro.

Más de un centenar de niños y muchachos formaban un círculo alrededor del fuego, y había más del doble de Hermanas de la Luz y novicias entre ellos. Con la sola excepción de una Hermana y un muchacho, que guardaban simbólicamente el palacio y naturalmente la Hermana que había perdido el juicio y que por su propio bien estaba encerrada en una habitación vacía y protegida por un escudo, todos contemplaban en la colina desde la que se divisaba Tanimura las llamas que se alzaban hacia lo alto. Pese a que eran muchos, todos sentían una profunda soledad y rezaban individualmente, retraídos. Como era costumbre, nadie hablaba en los ritos funerarios.

A la hermana Verna le dolía la espalda después de velar de pie los cuerpos toda la noche. Durante esas horas de oscuridad todos habían rezado y mantenido un escudo colectivo sobre los cuerpos, lo que simbolizaba la protección de aquellos a los que se reverenciaba. Al menos era un alivio haberse alejado del incesante sonido de tambores que se oía en la ciudad.

Con la primera luz del día el escudo se había roto y todas habían enviado un flujo de su han a la pira para encenderla. El fuego, alimentado por la magia, había prendido rápidamente en los troncos apilados y en los dos cuerpos amortajados —uno bajo y regordete, el otro alto y corpulento— creando un infierno de poder divino.

Había sido preciso buscar información en los libros guardados en las criptas para saber cómo actuar, puesto que nadie vivo había participado nunca en la ceremonia. De hecho, hacía casi ochocientos años —791 para ser precisos— que la última Prelada había muerto.

Los antiguos libros decían que solamente el alma de la Prelada debía entregarse a la protección del Creador a través de la sagrada ceremonia del funeral, pero en ese caso todas las Hermanas habían votado para conceder el mismo privilegio a quien tan valientemente había luchado por salvar su vida. Según los libros, era posible otorgar ese mismo privilegio a otros si existía unanimidad al respecto. Había costado bastante conseguir la unanimidad.

Según la costumbre, cuando el sol finalmente venció en el horizonte bañando el fuego con el magnífico espectáculo de la propia luz del Creador, el flujo de han se interrumpió. Sin poder que la alimentara, la pira se derrumbó, dejando únicamente una mancha de ceniza y algunos troncos carbonizados que marcaban el lugar de la ceremonia en la verde cima de la colina. El humo se elevó en volutas hacia el cielo para disiparse en el silencioso y brillante día.

Lo único que quedaba ya en el mundo de los vivos de la Prelada Annalina y del profeta Nathan eran blancas cenizas de un tono grisáceo. El rito había acabado.

Sin decir palabra las Hermanas empezaron a dispersarse. Algunas se marchaban solas y otras pasaban un brazo sobre los hombros de un muchacho o una novicia para consolarlos. Como almas perdidas descendían la colina describiendo un camino sinuoso, dirigiéndose hacia la ciudad y el Palacio de los Profetas. Eran como niños que regresan a un hogar en el que falta la madre. Mientras se besaba el dedo anular, la hermana Verna se dijo que, puesto que también el Profeta había muerto, de hecho también faltaba el padre.

Verna cruzó los dedos sobre el estómago mientras, distraídamente, contemplaba a los demás, que se iban perdiendo de vista. No había tenido oportunidad de hacer las paces con la Prelada antes de que muriera. Annalina la había utilizado y humillado, además de permitir que fuese degradada sólo por cumplir con su deber y seguir sus órdenes. Aunque todas las Hermanas servían al Creador, y ella sabía que la Prelada tenía el bien común en mente para tratarla de ese modo, le dolía pensar que se había aprovechado de esa fidelidad. La había dejado en ridículo.

La hermana Verna no había tenido oportunidad de hablar con la Prelada, porque desde el ataque de Ulicia, una Hermana de las Tinieblas, había permanecido inconsciente durante casi tres semanas antes de morir. Solamente Nathan había podido atenderla y había luchado con denuedo para sanarla, pero al final había fracasado. El cruel destino también se llevó la vida del Profeta. Aunque parecía vigoroso, seguramente el esfuerzo había sido excesivo. Después de todo, Nathan tenía casi mil años. Seguramente en los aproximadamente veinte años que ella había pasado lejos del palacio buscando a Richard había envejecido.