Verna sabía perfectamente que las Hermanas ya habían empezado a tomar posiciones en la lucha para el poder. Las menos reverenciadas escogían a su candidata, cerraban filas para apoyarla y hacían cualquier cosa para que fuese la elegida esperando ser recompensadas con un puesto de influencia cuando su favorita fuese la nueva Prelada. A medida que el número de candidatas fuese disminuyendo, las Hermanas más influyentes que aún no hubiesen tomado partido serían cortejadas hasta que se decantaran por una u otra. Era una decisión trascendental que afectaría el devenir de palacio durante siglos, y todo apuntaba a que la batalla sería encarnizada.
Verna suspiró.
— No me gusta la lucha que se avecina, pero supongo que el proceso de selección debe ser riguroso a fin de que la Hermana más fuerte sea elegida Prelada. Podría arrastrarse durante bastante tiempo; es posible que estemos sin Prelada durante meses o incluso un año.
— ¿A quién darás tu apoyo?
La Hermana se echó a reír.
— ¡Yo! Te dejas engañar por mi aspecto, Warren. Pese a mis arrugas, sigo siendo una de las Hermanas más jóvenes. No tengo ninguna influencia sobre quienes realmente cuentan.
— Bueno, pues creo que deberías tratar de ganar algo de influencia. —Warren se inclinó hacia ella y bajó la voz, aunque no había nadie cerca—. Las seis Hermanas de las Tinieblas que huyeron en barco, ¿recuerdas?
Verna fijó la mirada en los azules ojos del joven y luego frunció el entrecejo.
— ¿Qué tiene eso que ver con la elección de una nueva Prelada?
— ¿Quién dice que sólo fuesen seis? —Warren retorció la tela de la túnica sobre el estómago hasta formar un nudo violeta—. ¿Y si aún quedara una en palacio? ¿O doce? ¿O cien? De todas las Hermanas, solamente de ti tengo la certeza de que eres una verdadera Hermana de la Luz. Debes hacer algo para asegurarte de que ninguna Hermana de las Tinieblas sea elegida Prelada.
Verna echó un vistazo al palacio.
— Warren, ya te he dicho que soy una de las Hermanas más jóvenes. Mis palabras no cuentan, y las demás saben que las Hermanas de las Tinieblas huyeron.
Warren desvió la mirada y trató de alisar las arrugas de la túnica. De pronto, la miró con gesto de sospecha.
— Crees que tengo razón, ¿verdad? Crees que aún hay Hermanas de las Tinieblas en palacio.
Verna opuso una plácida expresión a la intensa mirada de aquel joven mago.
— Eso es algo que no puedo descartar por completo, pero no hay razón para creer que sea cierto. Y, más allá de eso, hay otras muchas cosas que deben tenerse en cuenta a la hora de…
— No te vayas por las ramas como soléis hacer las Hermanas. Esto es importante.
Verna tensó el cuerpo.
— Warren, eres un estudiante que habla con una Hermana de la Luz; muéstrame el respeto debido.
— No estoy siendo irrespetuoso, Hermana. Richard me ayudó a comprender que tengo que hacer valer mis derechos y luchar por lo que creo. Además, fuiste tú quien me quitó el collar y, como has dicho, tenemos la misma edad; no eres mayor que yo.
— No obstante, eres un estudiante que…
— Que, según tus propias palabras, seguramente sabe más de profecías que ninguna otra persona. En eso, Hermana, tú eres la estudiante y yo el maestro. Admito que tú sabes más que yo sobre muchas cosas, por ejemplo el uso del han, pero yo sé más que tú sobre otras. Una de las razones por las que me quitaste el rada’han fue porque sabes que no está bien mantener a alguien prisionero. Te respeto como Hermana, por el bien que haces y por lo que sabes, pero ya no soy un prisionero de las Hermanas. Te has ganado mi respeto, Hermana Verna, no mi sumisión.
Verna estudió los ojos azules del joven.
— ¿Quién se hubiera imaginado lo que había bajo el collar? —Finalmente asintió—. Tienes razón, Warren. Sospecho que hay otros que han entregado su alma al mismísimo Custodio.
— Otros. —Warren escrutó los ojos de la Hermana—. No has dicho Hermanas, sino otros. Te refieres a jóvenes magos, ¿no es así?
— ¿Te has olvidado ya de Jedidiah?
Warren palideció levemente.
— No, no he olvidado a Jedidiah.
— Como tú mismo has dicho, donde hay uno puede haber más. Es posible que otros jóvenes de palacio hayan hecho un juramento al Custodio.
Warren se inclinó hacia ella mientras nuevamente se retorcía la túnica entre los dedos.
— Hermana Verna, ¿qué vamos a hacer? No podemos permitir que una Hermana de las Tinieblas se convierta en Prelada; sería un desastre. Tenemos que asegurarnos de que no lo sea.
— ¿Y cómo sabremos que no ha entregado su alma al Custodio? Y lo más importante: ¿qué podríamos hacer tú yo para remediarlo? Ellas poseen Magia de Resta; nosotros no. Aunque supiésemos quiénes son no podríamos hacer nada de nada. Sería como meter la mano en un saco para sacar una víbora por la cola.
Warren palideció.
— No se me había ocurrido.
La hermana Verna unió las manos.
— Ya pensaremos en algo. Tal vez el Creador nos iluminará.
— También podríamos pedir a Richard que regrese para ayudarnos, como hizo con esas seis Hermanas de las Tinieblas. Al menos, de ésas nos hemos librado; nunca más se dejarán ver por aquí. Richard les metió el miedo al Creador en el cuerpo y huyeron.
— Pero en la huida hirieron a la Prelada, lo cual significó su muerte y la de Nathan. La muerte acompaña a Richard allá adonde va.
— No es él el culpable —protestó Warren—. Richard es un mago guerrero; lucha por lo que es justo, para ayudar a sus semejantes. De haber actuado de otra forma, la Prelada y Nathan hubiesen sido sólo el comienzo de toda la muerte y la destrucción.
La hermana Verna le apretó un brazo y suavizó el tono.
— Tienes razón, Warren; estamos en deuda con Richard. Pero una cosa en que lo necesitemos y otra que podamos localizarlo. Mis arrugas dan testimonio de ello. —Verna dejó caer la mano—. Creo que solamente podemos contar con nosotros mismos. Ya se nos ocurrirá alguna cosa.
Warren la contempló con expresión sombría.
— Ojalá. Las profecías no auguran nada bueno sobre el reinado de la nueva Prelada.
De regreso a Tanimura quedaron envueltos de nuevo por el incesante sonar de los tambores que llegaba de varias direcciones. Era una retumbante cadencia grave y continua que Verna sentía resonar en lo más profundo de su pecho. La ponía nerviosa, lo cual, seguramente, era la intención buscada.
Los tambores, acompañados de los correspondientes soldados, habían llegado tres días antes de la muerte de la Prelada y no habían tardado en instalar sus enormes timbales en diversos puntos alrededor de la ciudad. Una vez que iniciaron el lento y continuo batir, ya no habían cesado ni día ni noche. Los hombres hacían turnos para tocarlos, de modo que los tambores jamás callaban, ni por un solo segundo.
Poco a poco, ese omnipresente sonido había ido poniendo nerviosa a la gente; todo el mundo se mostraba irritable y de mal humor, como si la fatalidad acechara en las sombras, invisible, lista para atacar. Los usuales gritos, charlas, risas y también músicas habían sido sustituidos por un inquietante silencio que se sumaba a la perturbadora atmósfera.
En las afueras de la ciudad los indigentes que vivían en simples chabolas permanecían dentro de ellas en vez de charlar entre ellos, vocear sus modestas mercancías, lavar ropa en cubos o cocinar en pequeños fuegos como era habitual. Los tenderos permanecían en el umbral o junto a los sencillos tablones de madera sobre los que exhibían sus productos, con los brazos cruzados y expresión ceñuda. Los hombres que tiraban de carretillas lo hacían encorvados y con gravedad. Los compradores adquirían lo que necesitaban rápidamente, apenas mirando de pasada las mercancías. Los niños se aferraban a las faldas de sus madres y miraban en todas direcciones. Hombres a los que la hermana Verna había visto jugando a dados u otros juegos se arrimaban a los muros.
En la distancia, en el Palacio de los Profetas, una solitaria campana tañía cada pocos minutos. Había sonado toda la noche anterior y sonaría hasta el atardecer para anunciar la muerte de la Prelada. No obstante, los tambores no tenían nada que ver con la muerte de la Prelada, sino que anunciaban la inminente llegada del emperador.