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»Las cuadras están en el extremo norte. Es por donde pensamos huir. Algunas de mis Hermanas guardan el pequeño puente de piedra que hay ahí. Condúcelo hacia el norte, hacia la primera granja situada a la derecha, rodeada por un muro de piedra. Ése es el segundo punto de reunión y es seguro. Al menos de momento.

— Me daré prisa —prometió Kahlan.

Verna la cogió por el brazo.

— Si no has vuelto a tiempo, no te podremos esperar. Yo tengo que rescatar a un amigo y después huiremos.

— No quiero que me esperéis. No te preocupes, yo también debo huir. Creo que soy el anzuelo para atraer a Richard.

— ¡Richard!

— Es otra larga historia. Tengo que alejarme de aquí si quiero impedir que me usen como cebo para atrapar a Richard.

La noche se iluminó de repente, como si cayeran silenciosos relámpagos, pero no se extinguieron como si lo fueran. Todas se volvieron hacia el sudeste y vieron enormes bolas de fuego que se elevaban hacia el cielo nocturno. En el aire se formaron densas nubes de humo negro. Era como si todo el puerto estuviera en llamas. Los navíos se alzaban en el aire impulsados por colosales columnas de agua.

De pronto el suelo tembló y al mismo tiempo se oyeron atronadoras explosiones en la distancia.

— Queridos espíritus, ¿qué sucede? —murmuró Kahlan. Tras echar un nuevo vistazo alrededor, añadió—: Se nos acaba el tiempo. Adie, tú quédate con las Hermanas. Espero volver pronto.

— Puedo quitarte el rada’han —le gritó Verna, pero Kahlan ya no podía oírla. Había desaparecido tragada por la oscuridad.

»Ven conmigo —dijo a Adie—. Te llevaré con otras Hermanas, al otro lado del muro. Una de ellas te quitará esa maldita cosa mientras yo entro dentro.

El corazón de Verna latía desaforadamente mientras avanzaba por los corredores, en el interior del complejo del Profeta. A medida que se internaba más y más en los mortecinos pasillos, se preparaba ante la posibilidad de que Warren estuviera muerto. Ignoraba qué habían podido hacerle o si habían decidido eliminarlo. Si encontraba su cadáver, dudaba que pudiera soportarlo.

Pero no. Jagang necesitaba un profeta que lo ayudara a interpretar los libros. La misma Ann la había avisado que debía alejarlo de palacio. Pero eso parecía haber sucedido mucho tiempo atrás.

Aunque tal vez Ann quería alejar a Warren de palacio para evitar que las Hermanas de las Tinieblas lo asesinaran por saber demasiado. No obstante, apartó esos perturbadores pensamientos de su mente y escrutó los pasillos en busca de alguna Hermana de las Tinieblas que se hubiera refugiado allí para escapar de la batalla.

Al llegar a la puerta de los aposentos del Profeta, Verna inspiró profundamente, tras lo cual penetró en el pasillo interior a través de las varias capas de escudos que habían mantenido a Nathan prisionero en ese lugar durante casi mil años y ahora encarcelaban a Warren.

Traspasó la puerta y entró en una estancia en penumbra. En el extremo más alejado de la amplia sala la puerta doble que comunicaba con un pequeño jardín estaba abierta. Por ella entraba el cálido aire nocturno y un rayo de luna. En una mesa ardía una vela que apenas alumbraba.

El corazón amenazaba con salírsele por la boca cuando alguien se levantó de una silla.

— ¿Warren?

— ¡Verna! —El joven corrió hacia ella—. ¡Gracias al Creador que has escapado!

La consternación la atenazó cuando sus esperanzas y anhelos suscitaron sus viejos temores. Pero en el último momento se sobrepuso.

— Pero ¿cómo se te ocurre enviarme tu dacra? —lo amonestó acaloradamente—. ¿Por qué no lo usaste para salvarte tú y escapar? Fue una impudencia enviármelo. ¿Y si alguien lo hubiera interceptado? ¿Cómo pudiste correr ese riesgo? ¿En qué estabas pensando, por el amor del Creador?

Warren sonrió.

— Yo también me alegro mucho de verte, Verna.

Verna ocultó sus sentimientos con una brusquedad fingida.

— Respóndeme.

— Bueno, en primer lugar, yo nunca he usado un dacra, por lo que tenía miedo de hacer algo mal y perder nuestra única oportunidad. En segundo lugar, llevo un rada’han y a no ser que me lo quite no puedo atravesar los escudos. Temía que Leoma prefiriera morir antes que quitármelo, y entonces todo habría sido en vano.

»Y, en tercer lugar —añadió, dando un cauteloso paso hacia ella—, si sólo uno de nosotros tenía la oportunidad de escapar, quería que fueses tú.

Verna se quedó mirándolo un instante eterno, mientras notaba que se le formaba un nudo en la garganta. Sin poder contenerse por más tiempo, le echó los brazos al cuello.

— Oh, Warren, te amo. Te amo con todo mi corazón.

Warren le devolvió el abrazo.

— No te imaginas cuánto tiempo he soñado con oírte decir eso, Verna. Yo también te amo.

— ¿Y mis arrugas?

Warren esbozó aquella sonrisa dulce, cálida y esplendorosa tan típica de él.

— Te amaré igual si algún día te salen arrugas.

Por eso y todo lo demás, Verna se dejó ir y lo besó.

Un grupo de hombres ataviados con capas de color carmesí dobló la esquina a todo correr. Iban a por él. Richard giró hacia ellos, propinó un puntapié a uno en la rodilla mientras hundía el cuchillo en el abdomen de un segundo. Antes de que pudieran cortarle el paso con sus espadas ya había rebanado el pescuezo a otro y roto una nariz de un codazo.

La furia rugía en su interior, y Richard se había abandonado por completo a ella.

Aunque no empuñaba la Espada de la Verdad, su magia seguía en él, pues era el verdadero Buscador, y estaba irrevocablemente unido a la magia de la espada. Ésta fluía por sus venas con furia asesina. Las profecías lo llamaban fuer grissa ost drauka, «el portador de la muerte», y en esos momentos se movía como si realmente fuese la sombra de la muerte. Pero fin comprendía el porqué de tal apelativo.

Giró como una exhalación entre los soldados de la Sangre de la Virtud como si fuesen meras estatuas a las que un furioso vendaval iba derribando.

En un instante todo quedó de nuevo en silencio.

Richard se quedó jadeando de rabia sobre los cadáveres, deseando que fuesen Hermanas de las Tinieblas en vez de simples peones. Si cogía a esas cinco…

Le habían revelado dónde tenían prisionera a Kahlan, pero cuando llegó allí ya no estaba. En el aire aún flotaba el humo de la batalla, y el dormitorio parecía haber sido arrasado por el furor de la magia desatada. Encontró los cuerpos sin vida de Brogan, Galtero y de una mujer a la que no reconoció.

Si Kahlan había estado encerrada allí, ya había escapado. No obstante, Richard temía que las mismas Hermanas se la hubieran llevado, que siguiera siendo una prisionera, que le hicieran daño o, lo peor de todo, que la entregaran a Jagang. Tenía que encontrarla. Para ello debía dar con una Hermana de las Tinieblas y obligarla a hablar.

Alrededor del palacio se libraba una encarnizada y confusa batalla. Era como si la Sangre de la Virtud atacara indiscriminadamente, matando por igual a soldados, criados y Hermanas.

Asimismo había visto a multitud de soldados de la Sangre muertos. Las Hermanas de las Tinieblas no tenían piedad con ellos. Richard había presenciado cómo una Hermana detenía al instante la carga de casi un centenar de ellos. Aunque otro implacable ataque lanzado desde todas direcciones había aplastado a otra Hermana; la Sangre la despedazó como haría una jauría de perros con un zorro.

Pero cuando Richard trató de llegar junto a la Hermana que había frenado el ataque, la mujer se había desvanecido, por lo que buscaba otra. Una de ellas iba a decirle dónde estaba Kahlan. Aunque tuviera que matar a todas las Hermanas de las Tinieblas de palacio, una de ellas hablaría.

Dos soldados de la Sangre lo vieron y se precipitaron hacia él. Richard los esperó tranquilamente. Las espadas enemigas hendieron el aire. Richard los despachó con el cuchillo, casi sin pensar, y siguió con su busca antes de que el segundo de los hombres acabara de caer de bruces en el suelo.