Había perdido la cuenta del número de soldados de la Sangre que había matado. Solamente lo hacía si ellos lo atacaban, pero eran tantos que no podía evitar a todos los que veía. Él no los provocaba; si lo atacaban, era por propia voluntad. No era a ellos a quien quería, sino a una Hermana.
Cerca de un muro Richard se refugió en las sombras que la luna proyectaba bajo un macizo de plantas aromáticas, que luego se extendía bajo los avellanos, mientras se dirigía a uno de los senderos cubiertos. Al divisar una oscura figura que salía corriendo del sendero, se aplastó contra una pilastra del muro. Cuando estuvo más cerca supo, por la ondeante melena y la forma, que se trataba de una mujer.
Por fin una Hermana.
Le salió al paso e inmediatamente percibió el destello de un arma dirigida contra él. Sabía que todas las Hermanas llevaban un dacra, por lo que seguramente era eso y no un simple cuchillo. Los dacras eran armas mortíferas que las Hermanas usaban con increíble habilidad. Así pues, no podía tomarse esa amenaza a la ligera.
Richard dibujó un semicírculo con la pierna y le arrancó el arma de las manos de un puntapié. Podría haberle roto asimismo la mandíbula para que no gritase pidiendo ayuda, pero en ese caso no podría decirle nada. Si actuaba con rapidez, la Hermana no podría dar la alarma.
Le agarró una muñeca, se colocó de un salto a su espalda, le agarró la otra muñeca, que la mujer había alzado contra él, y se las sujetó con una sola mano. Entonces le pasó el brazo derecho por la garganta y se tiró al suelo. Aterrizó sobre la espalda, con la mujer sobre su pecho, y la rodeó con las piernas para impedir que le diera patadas. En un abrir y cerrar de ojos la Hermana estaba inmovilizada e indefensa.
— Te advierto que estoy de muy mal humor —le dijo apretando los dientes y colocando el filo del cuchillo contra el cuello de la mujer—. Dime dónde está la Madre Confesora o morirás.
La mujer jadeó, tratando de recuperar la respiración.
— Estás a punto de cortarle el cuello, Richard.
Su mente tardó una eternidad en filtrar esas palabras a través del velo de ira, intentando comprenderlas. Se le antojaba un acertijo.
— ¿Vas a besarme o piensas rebanarme el cuello? —preguntó la mujer, aún acezante.
Era la voz de Kahlan. Inmediatamente le soltó las muñecas. Ella se dio la vuelta, con el rostro a escasos centímetros del suyo. Era ella. Era realmente ella.
— Queridos espíritus, gracias —musitó, antes de besarla.
Su ira se apagó tan súbitamente como una llama bajo el agua. La estrechó contra sí embargado por una sensación de dicha absoluta. Le acariciaba suavemente la cara, como si aún creyera estar soñando. Los dedos de Kahlan recorrieron su mejilla, mirándolo con intensidad. Las palabras sobraban. Por un momento el mundo se detuvo.
— Kahlan —dijo él al fin—. Sé que estás furiosa conmigo, pero…
— Bueno, si no hubiera roto mi espada y no hubiera tenido que luchar con un cuchillo, no te lo habría puesto tan fácil. Pero no estoy furiosa.
— No me refiero a eso. Deja que te explique…
— Sé a qué te refieres, Richard. No estoy enfadada. Confío en ti. Tienes que explicarme algunas cosas, pero no estoy enfadada ni furiosa. Sólo me enfadaré si vuelves a alejarte más de tres metros de mi lado.
— En ese caso, no te daré nunca motivos para que te enfades —replicó un risueño Richard. Pero enseguida la sonrisa se marchitó y dejó caer la cabeza pesadamente contra el suelo—. Oh, sí que vas a enfadarte. No te imaginas el desastre que he provocado. Queridos espíritus, es que he…
Kahlan lo besó de nuevo. Fue un beso tierno, delicado y cálido. Richard le acarició con una mano la larga y espesa melena. Entonces la apartó de sí y declaró:
— Kahlan, tenemos que escapar. Enseguida. Estamos metidos en un buen lío.
La mujer rodó sobre un costado y se irguió.
— Lo sé. La Orden está muy cerca. Tenemos que darnos prisa.
— ¿Dónde están Zedd y Gratch? Reunámonos con ellos y vámonos.
— ¿Zedd y Gratch? ¿No están contigo?
— ¿Conmigo? No. Yo creía que estaban contigo. Envié a Gratch con una carta. Por todos los espíritus, no me digas que no has recibido mi carta. No me extraña que no estés enfadada conmigo. En la carta…
— La recibí. Zedd hizo magia para volverse muy ligero y que Gratch pudiera transportarlo. Partieron hacia Aydindril hace semanas.
Richard sintió náuseas al recordar a todos los mriswith muertos en la muralla del Alcázar.
— No los he visto —susurró.
— Tal vez te marchaste antes de que ellos llegaran. Habrás tardado semanas en llegar aquí.
— Dejé Aydindril ayer.
— ¿Qué? —musitó ella, atónita—. ¿Cómo…?
— La sliph me trajo. Llegamos en menos de un día. Bueno, creo que fue menos de un día. Tal vez fueron dos. No puedo saberlo, pero la luna tenía el mismo aspecto que…
Richard se dio cuenta de que estaba empezando a divagar y se interrumpió. Veía la faz de Kahlan desdibujada, y su propia voz le sonaba hueca, como si fuera otro el que hablara.
— Encontré los restos de una lucha en el Alcázar. Había un montón de mriswith muertos. Recuerdo que pensé que parecía una carnicería digna de Gratch. Estaban en el borde de una alta muralla.
»Encontré sangre en una abertura en el muro y por la fachada exterior del Alcázar. La examiné. La sangre de mriswith apesta. Parte de esa sangre no era de mriswith.
Kahlan lo consoló entre sus brazos.
— Zedd y Gratch —susurró él—. Seguro que fueron ellos.
— Lo siento, Richard —le dijo Kahlan, estrechándolo con más fuerza.
Richard se desasió, se puso en pie y le tendió una mano para ayudarla.
— Tenemos que irnos de aquí. He hecho algo terrible, y Aydindril está en peligro. Tengo que regresar.
La mirada de Richard se posó en el rada’han.
— ¿Qué haces con esa maldita cosa al cuello?
— Tobias Brogan me capturó. Es una larga historia.
Antes de que Kahlan acabara de hablar Richard posó una mano alrededor del collar. Inconscientemente, dejándose guiar por el anhelo y la furia, sintió cómo de su centro de calma brotaba el poder y le recorría el brazo.
El collar se hizo pedazos como barro secado al sol.
Kahlan se palpó el cuello y dejó escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.
— Lo siento de nuevo —murmuró, llevándose una mano al pecho—. Siento mi poder de Confesora. Puedo tocarlo de nuevo.
Richard la agarró por un brazo y la apremió.
— Vámonos de aquí.
— Acabo de liberar a Ahern. Así rompí mi espada; luchando contra uno de la Sangre. Tuvo una mala caída —explicó ante el gesto de incomprensión de Richard—. He dicho a Ahern que se dirigiera al norte para reunirse con las Hermanas.
— ¿Hermanas? ¿Qué Hermanas?
— Encontré a la hermana Verna. Está reuniendo a las Hermanas de la Luz, a los estudiantes, las novicias y los guardianes, para escapar todos juntos. Yo iba a reunirme también con ella. Adie está también allí. Si nos damos prisa, los alcanzaremos antes de que se marchen. No están lejos.
Kevin se quedó absolutamente boquiabierto cuando apareció de detrás del muro para cortarles el paso y vio a quién tenía delante.
— ¡Richard! —susurró—. ¿Eres tú de verdad?
Richard sonrió.
— Siento mucho no haberte traído bombones, Kevin.
El soldado le estrechó calurosamente la mano.
— Yo te soy leal, Richard. Casi todos los guardianes lo son.
— Yo… me siento honrado, Kevin.
El soldado se dio media vuelta y anunció en un alto susurro:
— ¡Es Richard!
Apenas habían traspasado la verja, cuando a su alrededor se congregó una pequeña multitud. A la trémula luz del distante fuego que ardía en los muelles vio a Verna, e inmediatamente la abrazó.
— ¡Verna, qué alegría verte! Pero necesitas un baño —observó, apartándola.