Verna se echó a reír. Fue agradable oírlo, pues hacía mucho que no reía. Warren se adelantó y abrazó a Richard, jubiloso.
Richard cogió una mano de Verna, depositó en su palma el anillo de Prelada y le cerró los dedos alrededor de él.
— Ya sé que Ann murió. Lo siento. Éste es su anillo. Supongo que tú sabrás qué hacer con él.
Verna se aproximó la mano a los ojos con la vista fija en la joya.
— ¿Richard… de dónde lo has sacado?
— Obligué a la hermana Ulicia a que me lo entregara. No es ella quien debe llevarlo.
— Obligaste a…
— Verna fue nombrada Prelada, Richard —le explicó Warren.
Richard sonrió.
— Estoy orgulloso de ti, Verna. Vamos, póntelo.
— Richard, Ann no está… Me quitaron el anillo… Un tribunal me condenó… y me destituyó del cargo.
La hermana Dulcinia se adelantó.
— Verna, tú eres la Prelada. En el juicio todas las Hermanas que están con nosotras votaron por tu inocencia.
Verna escrutó todos aquellos rostros que la observaban.
— ¿De veras?
— Sí —repuso Dulcinia—. Las otras nos desautorizaron, pero todas creíamos en ti. Fuiste nombrada por la prelada Annalina. Necesitamos una Prelada. Vamos, ponte el anillo.
Todas las demás Hermanas se adhirieron a la petición. Aunque las lágrimas le impedían hablar, Verna inclinó la cabeza en señal de gratitud. Se lo puso y lo besó.
— Tenemos que alejar a todo el mundo de aquí. La Orden Imperial está a punto de tomar el palacio.
Richard la agarró por un brazo y la obligó a dar media vuelta.
— ¿Qué quieres decir con que la Orden Imperial está a punto de tomar el palacio? ¿Para qué quieren el Palacio de los Profetas?
— Por las profecías. El emperador Jagang pretende usarlas para conocer las diversas bifurcaciones y alterar así los sucesos a su conveniencia.
Todas las Hermanas lanzaron gritos ahogados. Warren se golpeó la frente con la palma de una mano y gimió.
— Y piensa vivir aquí, bajo el encantamiento de palacio, para gobernar el mundo después de que las profecías lo ayuden a aplastar toda oposición —añadió Verna.
— No podemos permitirlo —declaró Richard—. Si manipula las profecías, no tendremos ninguna oportunidad. El mundo sufriría su tiranía durante siglos.
— No podemos hacer nada para evitarlo. Si no escapamos, nos matará a todas, y entonces no podremos seguir luchando.
Richard observó a las Hermanas, muchas de las cuales conocía, y finalmente posó de nuevo los ojos en Verna.
— Prelada, yo podría destruir el palacio.
— ¿Qué? ¿Podrías hacer eso?
— No lo sé. Pero destruí las torres, que también habían sido erigidas por los magos de la antigüedad. Tal vez haya una manera.
Verna se humedeció los labios, pensativa. Las Hermanas esperaban en silencio. Phoebe se abrió paso entre sus compañeras para decir:
— ¡Verna, no puedes permitirlo!
— Tal vez sea el único modo de detener a Jagang.
— Pero no puedes —insistió Phoebe, al borde de las lágrimas—. Es el Palacio de los Profetas. Nuestro hogar.
— A partir de ahora será el hogar del Caminante de los Sueños, si no lo impedimos.
— Pero Verna —continuó Phoebe, agarrándole los brazos— sin el encantamiento, envejeceremos. Moriremos, Verna. Nuestra juventud pasará en un abrir y cerrar de ojos. Envejeceremos y moriremos sin tener tiempo de vivir.
Verna le secó una lágrima con el pulgar.
— Todo debe morir, Phoebe, incluso el palacio. No puede existir eternamente. Ya ha servido a su propósito y ahora, si no hacemos algo, ese propósito hará mucho daño.
— ¡Verna, no! ¡Yo no quiero hacerme vieja!
Verna abrazó a la joven.
— Phoebe, somos Hermanas de la Luz. Nuestra misión es servir al Creador en este mundo para hacer mejores las vidas de nuestros semejantes. Ahora, solamente podremos seguir cumpliendo esa misión si nos equiparamos con el resto de los hijos del Creador y vivimos entre ellos.
»Comprendo tu miedo, Phoebe, pero confía en mí cuando te digo que no es tan malo como crees. Bajo el encantamiento de palacio el tiempo se percibe de otra forma. No sentimos el lento paso de los siglos, como se imaginan quienes viven fuera, sino el rápido ritmo de la vida. De hecho, la sensación no cambia tanto si vives fuera o dentro.
»Nuestro juramento implica servir, no simplemente vivir muchos años. Si deseas vivir una vida larga pero vacía, quédate con las Hermanas de las Tinieblas. Si deseas vivir una vida con sentido, plena y dedicada a los demás, ven con nosotras, con las Hermanas de la Luz e inicia una nueva vida con nosotras.
Phoebe se quedó en silencio. Lloraba. En la distancia se oía el fragor del fuego y la noche se veía rota por esporádicas explosiones. Los gritos de la batalla sonaban cada vez más cerca.
— Soy una Hermana de la Luz —dijo al fin Phoebe— e iré con mis Hermanas… a donde sea que me lleven. El Creador velará por nosotras.
Verna sonrió y le acarició cariñosamente una mejilla.
— ¿Alguien más? —preguntó a las demás Hermanas—. ¿Alguien más tiene alguna objeción? Si la tenéis, hablad ahora. Después no os quejéis de que no os di la oportunidad. Ahora la tenéis.
Todas las Hermanas negaron con la cabeza y expresaron su conformidad. Verna alzó la mirada hacia Richard, haciendo girar el anillo de Prelada en su dedo.
— ¿Crees que podrás destruir el palacio y el hechizo?
— No lo sé. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos y cómo Kahlan lanzó aquel rayo azul? La magia de las Confesoras contiene un elemento de Magia de Resta. Si yo no puedo, tal vez ella sí pueda.
— Richard —le susurró Kahlan—, no creo que sea capaz de hacerlo. Invoqué el rayo azul para salvarte, para defenderte. No creo que pueda invocarlo por otra razón.
— Tenemos que intentarlo. Y, si no lo logramos, al menos quemaremos los libros de profecías. De ese modo Jagang no podrá usarlos contra nosotros.
Un grupito de mujeres y media docena de muchachos llegaron hasta la verja a todo correr. Tras susurrar la contraseña, «amigos de Richard», Kevin los dejó pasar. Todos estaban sin aliento.
— ¿Philippa, ya están todos? —preguntó Verna.
— Sí. —La espigada mujer hizo una pausa para recuperar la respiración—. Tenemos que irnos. La guardia del emperador ya ha llegado a la ciudad, y algunos han empezado a cruzar los puentes meridionales. Están librando una encarnizada batalla con la Sangre de la Virtud.
— ¿Habéis visto qué está pasando en los muelles?
— Ulicia y algunas de las Hermanas de las Tinieblas están asolando el puerto. Han desatado un verdadero infierno. —Philippa cerró los ojos un momento y se tapó los labios con temblorosos dedos—. Tienen a la tripulación del Lady Sefa. —La voz le falló—. No os podéis imaginar lo que están haciendo con esos pobres hombres.
La Hermana se dio media vuelta, cayó de hinojos y vomitó. Dos de las Hermanas que habían regresado con ella la imitaron.
— Querido Creador —logró musitar Philippa entre los accesos de náuseas—, es inconcebible. Tendré pesadillas el resto de mi vida.
— Verna —dijo Richard al oír cada vez más cerca los gritos y el fragor de la batalla—, tenéis que iros de aquí enseguida. No hay tiempo que perder.
Verna asintió.
— ¿Tú y Kahlan os reuniréis con nosotros más tarde?
— No. Kahlan y yo tenemos que ir a Aydindril enseguida. Ahora no hay tiempo para explicaciones, pero tanto ella como yo poseemos la magia necesaria para hacerlo. Me encantaría llevaros con nosotros, pero es imposible. Dirigíos al norte sin dilación. Un ejército de cien mil soldados d’haranianos se dirige al sur en busca de Kahlan. Ellos os protegerán y vosotras a ellos. Decid al general Reibisch que Kahlan está conmigo.
Adie se adelantó y cogió a Richard por una mano.
— ¿Cómo está Zedd?
Richard se quedó sin palabras y tuvo que cerrar los ojos por el dolor que sentía.