La barrera invisible que les cortaba el paso había desaparecido. Richard cogió a Kahlan de la mano y echó a correr. Detrás de ellos el núcleo de luz temblaba y ululaba, haciéndose cada vez más brillante a medida que el aullido se hacía más agudo.
«Queridos espíritus, ¿qué he hecho?», se preguntó.
Corrieron por pasadizos, subieron escaleras y recorrieron corredores que, a medida que ascendían de nivel, eran más lujosos, recubiertos con paneles de madera, el suelo alfombrado e iluminados por lámparas en vez de antorchas. Delante de ellos se extendían sus sombras alargadas, pero no era por la luz de las lámparas sino por la luz viva que los perseguía.
Salieron precipitadamente al exterior, donde se libraba una encarnizada batalla. Hombres ataviados con capas de color carmesí luchaban contra hombres a brazo descubierto que Richard no había visto en la vida. Algunos eran barbudos, y la mayoría llevaban la cabeza rapada, aunque lo que todos compartían era un anillo que les atravesaba la aleta izquierda de la nariz. Con sus extraños cintos y correas de cuero, algunas equipadas con pinchos, y cubiertos con pellejos y pieles parecían salvajes. Y como salvajes luchaban: esbozaban crueles sonrisas y apretaban los dientes mientras blandían espadas, hachas y mayales, golpeando a sus oponentes, parando golpes y abriéndose paso con rodelas provistas de largas púas en el centro.
Aunque era la primera vez que los veía, Richard supo que eran de la Orden Imperial.
Sin detenerse, fue abriéndose paso a través de los huecos que se formaban en la batalla, tirando de Kahlan. Corrían buscando un puente. Uno de los soldados de la Orden Imperial lo atacó, tratando de detenerlo con un tremendo puntapié. Pero Richard lo esquivó, pasó un brazo bajo la pierna del hombre y lo arrojó hacia un lado; todo ello sin apenas detenerse en su precipitada huida. Otro lo atacó, pero Richard lo apartó dándole un codazo en el rostro.
En el centro del puente oriental, que conducía a los campos y también al bosque Hagen, medía docena de hombres de la Sangre forcejeaban contra un número igual de la Orden. Cuando uno de ellos le lanzó una estocada, Richard se agachó y lo lanzó por el borde del puente al río, tras lo cual corrió para aprovechar el hueco que había dejado.
A su espalda, por encima de los ruidos de la lucha, del entrechocar de las armas y de los gritos de los combatientes, percibía el aullido de la luz. Corría tan velozmente como si sus piernas tuvieran vida propia y desearan huir de algo mucho peor que espadas o cuchillos. Kahlan no necesitaba ayuda para mantener el ritmo; corría junto a él.
Habían cruzado el río y apenas se habían internado en la ciudad, cuando la noche se esfumó en una deslumbradora luz que arrojaba de pronto sombras de una insondable negrura que se alejaban del palacio. Ambos se refugiaron tras el muro enlucido de una tienda cerrada, agachados, tratando de recuperar el aliento. Richard se asomó por la esquina del edificio y vio un cegador resplandor que emanaba de todas las ventanas del palacio, incluso de las situadas en las altas torres. Era como si la luz se escapara entre las junturas de la piedra.
— ¿Puedes seguir corriendo? —preguntó, jadeante.
— No he sido yo quien ha parado.
Richard conocía bien la ciudad que se extendía desde el palacio hasta campo abierto. Así pues, pudo guiar a Kahlan entre la masa de gente confusa y aterrada que profería alaridos, tanto por estrechas calles limitadas por edificios como por avenidas flanqueadas por árboles hasta llegar a las afueras de Tanimura.
Habían ascendido hasta la mitad de la ladera de una de las colinas que rodeaban el valle en el que se asentaba la ciudad, cuando Richard sintió una sacudida en el suelo, acompañada por un ruido sordo que a punto estuvo de derribarlo. Sin mirar atrás pasó un brazo alrededor de Kahlan y se lanzó con ella hacia un corte profundo en el granito. Sudorosos y exhaustos se abrazaron mientras el suelo temblaba.
Asomaron la cabeza justo a tiempo de contemplar cómo la luz desgajaba las macizas torres y los sólidos muros de piedra del Palacio de los Profetas como hojas de papel en un huracán. Fue como si toda la isla Halsband se hiciera mil pedazos. Trozos de árboles y enormes pedazos de los jardines volaban por el aire junto a piedras de todos los tamaños y medidas. Un cegador destello levantó una cúpula de oscuros escombros. El río se quedó sin agua y sin puentes.
La cortina de luz se expandió como un anillo con un tremendo estruendo. La ciudad situada más allá de la isla soportó como buenamente pudo el desastre.
El cielo se iluminó, como si la bóveda celeste llameara en solidaridad con el deslumbrante núcleo de ras de tierra. Los lados de la trémula campana de luz que se formó en el cielo descendían en cascada hasta el suelo a kilómetros de distancia de la ciudad. Richard recordó qué era aquel límite; era el escudo exterior que nadie que llevara un rada’han podía atravesar.
— Realmente eres el portador de la muerte —musitó Kahlan, mirando sobrecogida el espectáculo—. No tenía ni idea de que fueras capaz de algo así.
— Ni yo —replicó Richard, casi sin aliento.
Una ráfaga de aire ascendente arrancó la hierba que cubría la ladera de la colina. Ambos se agacharon hasta que la rugiente nube de arena y tierra hubo pasado.
Cuando todo quedó en silencio, cautelosamente asomaron la cabeza. La noche había regresado. En la súbita oscuridad apenas se distinguía nada, aunque tampoco era necesario ver para saberlo: el Palacio de los Profetas había sido borrado de la faz de la tierra.
— Lo has logrado —dijo al fin Kahlan.
— Lo hemos logrado —repuso él, con la vista fija en el oscuro agujero que se había abierto en el centro de las luces de la ciudad.
— Me alegra que entraras a buscar el libro. Ardo en deseos de saber qué más dice sobre ti. Bueno —comentó con una sonrisa—, creo que Jagang tendrá que buscarse otro hogar.
— Eso es cierto. ¿Estás bien?
— Perfectamente. Pero me alegro de que haya pasado. —Me temo que sólo acaba de empezar. Vamos, la sliph nos llevará de vuelta a Aydindril.
— Aún no me has dicho qué es esa sliph.
— No lo creerías. Tendrás que verla con tus propios ojos.
— Estoy impresionada, mago Zorander —comentó Ann, apartando la vista.
— No he sido yo —rezongó Zedd, quitándose el mérito.
Ann se enjugó las lágrimas y dio gracias a que estaba oscuro y el mago no las viera, aunque le costaba mantener una voz serena.
— Tal vez no has prendido tú la hoguera, pero has hecho un excelente trabajo amontonando leña. Realmente impresionante. Había visto una red de luz destrozar una habitación, pero esto…
Zedd le colocó una consoladora mano sobre el hombro.
— Lo siento, Ann.
— Sí, bueno, no quedaba otro remedio.
Zedd se apretó el hombro como para decirle que lo entendía.
— Me pregunto quién encendió la pira —comentó el mago.
— Las Hermanas de las Tinieblas poseen Magia de Resta. Supongo que una de ellas activó accidentalmente la red.
— ¿Accidentalmente? —Zedd lanzó un incrédulo resoplido y retiró la mano.
— No hay otra explicación.
— Yo diría que no ha sido un accidente —susurró Zedd. Ann creyó detectar un tono de orgullo y nostalgia en la voz del mago.
— ¿Qué supones tú?
Zedd hizo caso omiso de la pregunta.
— Será mejor que nos reunamos con Nathan.
— Sí —replicó Ann, acordándose de repente del Profeta. Apretó la mano de Holly—. Lo dejamos aquí. No puede andar muy lejos.
Ann miró hacia las lejanas colinas iluminadas por la luz de la luna. Vio un grupo que se dirigía al norte: un coche y personas, en su mayoría a caballo. Eran tantas que las sintió: Hermanas de la Luz. Gracias al Creador habían podido escapar después de todo.