A medida que avanzaba únicamente mataba a los Sangre de la Virtud que trataban de cortarle el paso. Su enemigo era algo más mortífero.
Al llegar al centro de la refriega, saltó por encima de un carro volcado. Un enjambre de d’haranianos lo rodeó para protegerlo. Su mirada de halcón recorrió la escena con propósito mortal.
Ante él un mar de capas rojas inundaba la oscura orilla de d’haranianos muertos. El número de víctimas era atroz, pero Richard se hallaba sumergido en la magia, por lo que cualquier cosa que no fuera el enemigo se consumía en las llamas de su furia.
Algo en lo más profundo de su mente gritaba al ver tanta muerte, pero ese grito quedaba ahogado por los vientos de su ira.
Primero los sintió y luego los vio. Como rachas de viento segaban las vidas de sus soldados y recogían una cosecha de muerte. Tras ellos atacaba la Sangre de la Virtud y arrollaba a los diezmados d’haranianos.
Richard alzó la espada y se tocó la frente con la ensangrentada hoja. Todo su ser se abandonó a ella.
— Espada, no me falles hoy —susurró.
Era el portador de la muerte.
— Muerte, danza conmigo. Estoy listo.
Las botas del Buscador golpearon la calle. De algún modo los instintos de todos los anteriores poseedores de la espada se fundieron con los suyos, así como su conocimiento, experiencia y habilidad.
Dejó que la magia lo guiara, aunque lo que lo impulsaba eran las tempestades de furia y su voluntad. Liberó el anhelo de matar y se deslizó entre los combatientes.
Hábil como la misma muerte, la espada segó la vida del primer mriswith que encontró.
«No malgastes fuerzas matando a enemigos que otros pueden matar -le aconsejaron los espíritus—. Mata a quienes ellos no pueden.»
Richard hizo caso del consejo y fue localizando a los mriswith mediante su sexto sentido. Algunos se ocultaban bajo las capas. Danzaba con la muerte, y en ocasiones la muerte encontraba a los mriswith sin que éstos pudieran siquiera verlo. Mataba sin malgastar esfuerzos en estocadas inútiles ni movimientos fallidos.
Recorría las filas de hombres en busca de los escamosos seres que guiaban a la Sangre de la Virtud. Mientras avanzaba por las calles a la caza del mriswith, notaba el calor de los fuegos, y oía los siseos de sorpresa cuando caía sobre ellos. La nariz se le llenó del hedor de su sangre. A su alrededor todo se desdibujó en la lucha.
Pero en su interior sabía que no iba a ser suficiente. Tenía la sensación de que iba a ahogarse en su propio temor, pues él sólo era uno. El más mínimo error, y ni siquiera ese uno podría seguir luchando. Era como tratar de exterminar una colonia de hormigas aplastándolas una a una.
Algunos yabree empezaron a rozarlo, y mostraba las rojas marcas de dos de ellos en su carne. Pero lo peor de todo era que a su alrededor los soldados caían a centenares. La Sangre de la Virtud avanzaba tras los mriswith para eliminar a los heridos. La lucha no tenía fin.
Richard alzó la vista hacia el sol y vio que se ponía en el horizonte. La noche descendía como un sudario sobre las últimas bocanadas de los moribundos. Sabía que para él no habría un mañana.
Mientras giraba sobre sí mismo, notó un tajo en el costado. La cabeza de un mriswith estalló con un chorro de sangre al golpearla con la espada. Cada vez estaba más cansado, y los mriswith se le acercaban. Con un altibajo desgarró el vientre de otro. Richard era sordo a sus agónicos aullidos.
Recordó a Kahlan. Tampoco para ella habría un mañana. La muerte se los llevaría a ambos esa noche.
Con gran esfuerzo la apartó de su mente. No podía permitirse el lujo de distraerse. Vuelta. Espada arriba, una zarpa seccionada. Giro, tajo en el vientre. Giro completo, cabeza cercenada. Estocada. Agáchate. Otro tajo. Los espíritus le hablaban y él reaccionaba sin dudas ni vacilaciones.
Consternado, se dio cuenta de que los estaban empujando hacia el centro de Aydindril. Se volvió y miró más allá de la enorme explanada invadida por la agitación, la desorganización y el caos de la sangrienta batalla, hacia el Palacio de las Confesoras, que se alzaba a menos de un kilómetro de allí. Los mriswith no tardarían en romper las líneas y lanzarse en masa hacia el palacio.
Entonces oyó un estruendo y vio una masa de soldados d’haranianos detrás de las líneas enemigas que cargaban contra la Sangre de la Virtud desde una calle lateral, desviando la atención de los soldados de las capas de color carmesí. Un número igual de d’haranianos atacaba desde el otro lado, aislando a un numeroso grupo de soldados de la Sangre. Los d’haranianos aprovecharon ese espacio abierto para atacarlos.
Richard se quedó de piedra al ver que Kahlan dirigía el ataque lanzado desde la derecha. No sólo conducía a tropas d’haranianas sino a hombres y mujeres del personal de palacio. La sangre se le heló en las venas al recordar cómo todos los habitantes de Ebinissia defendieron la ciudad al final.
¿Qué hacía Kahlan allí? Tenía que estar en palacio, a salvo. Aunque el suyo había sido un audaz movimiento, sería fatal. Los soldados de la Sangre eran demasiados, y ella se quedaría atrapada entre ellos.
Antes de que eso sucediera, Kahlan retiró sus tropas. Richard cortó la cabeza a un mriswith. Justo cuando pensaba que Kahlan se había retirado a una posición segura, la mujer volvió a lanzar otro ataque relámpago desde otra calle y dirigido a otra línea de enemigos.
Los soldados de la Sangre que combatían al frente se volvieron hacia la nueva amenaza, pero también los atacaron por la espalda. No obstante, los mriswith frustraron la efectividad de la maniobra y no tardaron en abrirse paso con sus yabree hasta adelante con la misma mortífera habilidad que habían desplegado durante toda la tarde.
Richard avanzó en línea recta entre la masa de capas de color carmesí hacia Kahlan. Tras luchar con los mriswith, los hombres le parecían lentos y torpes en comparación. El único inconveniente era la distancia. Los brazos le pesaban, y las fuerzas se le agotaban.
— ¡Kahlan! ¿Qué estás haciendo? —gritó con una rabia alimentada por la magia, y la agarró por un brazo—. ¡Te mandé a palacio para que estuvieras segura!
Kahlan se desasió. En la otra mano empuñaba una espada cubierta de sangre.
— No pienso morir encogida de miedo en un rincón de mi casa, Richard. Quiero luchar por mi vida. ¡Y no te atrevas a gritarme!
Richard giró sobre sí mismo al sentir la presencia. Kahlan se agachó. El aire se llenó de sangre y huesos.
La mujer se volvió y gritó órdenes. Los hombres se volvieron y atacaron.
— En ese caso moriremos juntos, mi reina —susurró Richard, pues no quería que ella oyera su tono de resignación.
A medida que las líneas eran obligadas a replegarse hacia la explanada, Richard sentía una creciente presencia de mriswith. La sensación era tan abrumadora que le impedía percibirlos individualmente. Por encima de las cabezas del mar de capas de color carmesí y brillantes armaduras vio algo verde en la distancia que avanzaba hacia la ciudad, pero no se le ocurrió qué podría ser.
Súbitamente empujó a Kahlan a un lado. La exclamación de protesta de la mujer se interrumpió al darse cuenta de que Richard atacaba a una línea de mriswith que se habían materializado justo frente a ellos. El Buscador ejecutó su mortífera danza, y los fue abatiendo tan deprisa como pudo.
En medio de su frenético ataque vio otra cosa a la que tampoco encontró sentido: puntos en el cielo. Pero se dijo que estaba tan cansado que imaginaba cosas.
Lanzó un grito de rabia cuando un yabree se le acercó demasiado. Cercenó un brazo y luego la cabeza del mriswith en rápida sucesión. Inmediatamente se agachó para esquivar otro, al que derribó al levantarse con la espada por delante. A otro le propinó un revés con el cuchillo que empuñaba en la otra mano. Antes de retirar la espada de un cuerpo, repelió de un puntapié al que le atacaba por detrás.