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Con una rabia fría se dio cuenta de que finalmente los mriswith habían decidido que él era su única amenaza, y lo estaban rodeando. Oyó a Kahlan que gritaba su nombre. Por todas partes veía ojos como cuentas. Estaba perdido. Aunque quisiera huir, no tenía adónde. Notaba los pinchazos de los yabree, que se le acercaban demasiado sin que él pudiera evitarlo.

Eran demasiados. Queridos espíritus, eran demasiados.

Ni siquiera veía ningún soldado cerca. Estaba completamente rodeado por un muro de escamas y relucientes cuchillos de triple hoja que trataban de hundirse en su carne. Sólo la ira de la magia los mantenía a raya. Ojalá le hubiera dicho a Kahlan que la amaba en lugar de gritarle.

Por el rabillo del ojo le pareció ver una mancha marrón y oyó el alarido de un mriswith, que no provenía del que él había matado. Se preguntó si ésa era la confusión que uno sentía al morir. Se sentía mareado de tanto dar vueltas, de tanto blandir la espada y de tantos golpes que lo sacudían hasta los huesos.

Del cielo cayó una cosa enorme, y luego otra. Richard se limpió la sangre de mriswith de los ojos para tratar de ver qué pasaba. A su alrededor todos los mriswith aullaban.

Entonces vio alas, alas marrones. Súbitamente aparecieron en su campo de visión unos brazos peludos que retorcían cabezas. Las garras desgarraban escamas. Los colmillos se hundían en los cuellos enemigos.

Richard se tambaleó hacia atrás cuando un enorme gar aterrizó pesadamente justo frente a él, tumbando al mriswith.

Era Gratch.

Parpadeando, el joven miró a su alrededor. Había gars por todas partes, y llegaban más. Aquellos puntos en el cielo que había visto eran gars.

Gratch arrojó un destrozado mriswith contra la Sangre de la Virtud y se precipitó sobre otro. Los gars atacaban en masa, y aún más llovían desde el oscuro cielo encima de las líneas de mriswith. El campo de batalla era un mar de relucientes ojos verdes. Los mriswith se envolvieron en sus capas para tornarse invisibles, pero no les servía de nada pues los gars los encontraban. Estaban perdidos.

Richard contemplaba la escena espada en mano y boquiabierto. Los gars rugían, los mriswith aullaban y Richard reía.

— Te amo —le dijo Kahlan al oído, rodeándolo con sus brazos por la espalda—. Pensé que iba a morir sin poder decírtelo.

Richard se volvió y clavó la mirada en los húmedos ojos verdes de la mujer.

— Yo también te quiero.

Por encima de los ruidos de la batalla se oían gritos; el verde que había visto eran soldados. Decenas de miles de soldados cargaban contra la retaguardia de la Sangre de la Virtud, llegaban como impetuoso torrente y obligaban a los de las capas de color carmesí a retroceder. Los d’haranianos de Richard, libres de los mriswith, se reagruparon y atacaron a la Sangre con la mortífera habilidad por la que eran conocidos.

Una enorme cuña de hombres ataviados de verde hendió las filas de la Sangre de la Virtud, aproximándose a Richard y Kahlan. A ambos lados docenas de gars seguían destrozando a los mriswith. Uno de ellos era Gratch, que los embestía y los obligaba a recular. Richard se encaramó a una fuente para tener una mejor perspectiva de lo que sucedía, tendió una mano a Kahlan y la ayudó a subir. Los soldados fluían hacia ellos para protegerlos, batiendo en retirada al enemigo.

— Son keltas —dijo Kahlan—. Los soldados de uniforme verde son keltas.

Richard reconoció al hombre que dirigía el ataque desde la vanguardia kelta: el general Baldwin. Cuando el general los divisó encima de la fuente, él y un destacamento se separaron del grueso de las fuerzas, gritando órdenes, y se abrieron paso en línea recta entre los soldados de la Sangre. Sus caballos aplastaban a los hombres a pie como si se tratara de hojas de otoño. En un momento dado Baldwin tuvo que abrirse paso con la espada. Tras romper las líneas enemigas detuvo el caballo delante de la fuente a la que habían trepado Richard y Kahlan.

El general envainó la espada e inclinó la cabeza, sin desmontar. Su pesada capa de sarga, sujeta a un hombro con dos botones, le caía a un lado formando un pliegue, dejando a la vista el forro de seda verde. Fue hasta ellos y saludó golpeándose con un puño el sobreveste de cuero.

— Lord Rahl —dijo con reverencia—. Mi reina —dijo inclinándose ante Kahlan, con más reverencia aún.

Kahlan se dirigió a él en un tono que nada bueno presagiaba.

— ¿Qué me habéis llamado?

Incluso la reluciente calva del general se ruborizó. Hizo una nueva reverencia y balbuceó.

— Mi… gloriosa y estimada reina y Madre Confesora.

Richard tiró de la parte posterior de la camisa sin darle tiempo a replicar.

— Le dije al general que había decidido nombrarte reina de Kelton.

— ¿Reina de Kelton?

— Así es —intervino el general, echando un vistazo al curso de la batalla—. Gracias a ello Kelton se ha mantenido unido y nadie ha cuestionado la rendición. Tan pronto como lord Rahl me comunicó que tendríamos el honor de que la Madre Confesora fuese nuestra reina, al igual que ya lo era de Galea, lo cual demuestra su respeto y su aprecio hacia mi país, reuní un ejército para ayudar a proteger a lord Rahl, a nuestra reina y unirnos a la guerra contra la Orden Imperial. No quería que nadie pensara que nos negamos a colaborar.

Finalmente Kahlan asimiló las nuevas.

— Gracias, general. Vuestra ayuda ha llegado justo a tiempo. Os lo agradezco mucho.

El general se quitó los largos guanteletes negros y se los sujetó al cinto. A continuación besó la mano de su reina.

— Si me excusáis, majestad, debo regresar con mis hombres. Hemos desplegado la mitad de nuestras fuerzas en la retaguardia por si esos malditos traidores tratan de escapar. —Baldwin se sonrojó nuevamente—. Perdonad mi lenguaje, majestad. No soy más que un soldado.

Una vez el general se retiró, Richard observó la batalla. Los gars seguían buscando a los invisibles mriswith, pero apenas encontraban ya. Y los que encontraban, no duraban mucho.

Gratch había crecido casi treinta centímetros desde la última vez que lo había visto y era ya tan grande como cualquiera de los otros machos. Al parecer, él dirigía la busca. Richard estaba atónito, pero ante tal carnicería su júbilo se mantenía reprimido.

— ¿Reina? —preguntó Kahlan—. ¿Me nombraste reina de Kelton? ¿A la Madre Confesora?

— En esos momentos me pareció una buena idea. Era el único modo de impedir que Kelton se pasara al enemigo.

Kahlan lo evaluó con una leve sonrisa y declaró:

— Muy bien hecho, lord Rahl.

Cuando finalmente Richard envainó la espada, distinguió tres puntos rojos que se abrían paso entre los uniformes oscuros de cuero de los d’haranianos. Eran las tres mord-sith. Con sus agiels en la mano corrían hacia él. Aunque llevaban el uniforme rojo, era tanta la sangre vertida ese día que éste no lograba ocultarla.

— ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl!

Berdine se lanzó sobre él como una ardilla que salta hacia una rama. Le aterrizó encima, lo rodeó con brazos y piernas y lo hizo caer dentro de la fuente llena de nieve derretida.

— ¡Lord Rahl! —exclamó, sentada sobre su estómago—. ¡Lord Rahl, lo hicisteis! ¡Os quitasteis la capa tal como os dije! ¡Oísteis mi aviso después de todo!

Nuevamente se arrojó sobre él y lo estrujó entre sus rojos brazos. Richard contuvo la respiración mientras se sumergía. Aunque aquella agua helada no era lo que habría elegido, al menos se quitaría de encima parte de la apestosa sangre de mriswith. Jadeó, tratando de respirar, cuando Berdine lo agarró por la camisa y lo sacó del agua. Entonces se le sentó en el regazo, rodeándole la cintura con las piernas y lo abrazó de nuevo.

— Berdine —susurró él—, tengo el hombro herido. No aprietes tanto, por favor.

— Bah, eso no es nada —replicó Berdine con el típico desprecio de las mord-sith hacia el dolor—. Estábamos tan preocupadas… Cuando se inició el ataque creímos que no os volveríamos a ver. Pensamos que habríais fracasado.