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El embajador Garthram se atusó la barba gris y respondió:

— Después de amplias consultas, y teniendo en cuenta que tanto Galea como Kelton se han sumado ya a D’Hara, hemos decidido que el futuro sois vos, lord Rahl. Hemos traído los documentos de rendición incondicional, tal como deseabais. Deseamos unirnos a D’Hara y vivir bajo una misma ley.

El alto embajador Bezancort tomó la palabra.

— Aunque estamos aquí para rendirnos y unirnos a D’Hara, esperamos contar con la aprobación de la Madre Confesora.

Kahlan se quedó mirando un momento a los embajadores.

— Tanto nosotros como nuestros hijos debemos vivir en el futuro. No se puede vivir en el pasado. La primera Madre Confesora y su mago hicieron lo que era mejor para su gente en ese momento. Yo, como Madre Confesora actual, y mi mago, Richard, debemos hacer también lo mejor para el pueblo ahora. Debemos forjar la nueva alianza que necesita el mundo hoy, aunque nuestro objetivo de paz es el mismo.

»Con lord Rahl tenemos la mejor oportunidad de alcanzar la fuerza que nos asegure la paz duradera. Ha empezado una nueva era. Mi corazón y mi gente apoyan a lord Rahl. Como Madre Confesora soy parte de esta unión, y os doy la bienvenida a ella.

Richard le devolvió el apretón de mano.

— Seguiremos teniendo a nuestra Madre Confesora —declaró—. Necesitamos más que nunca su sabiduría y consejo.

Unos días después, Richard y Kahlan aprovecharon la espléndida tarde de primavera para pasearse por las calles cogidos de la mano, supervisando la limpieza tras la batalla así como las tareas de reconstrucción de lo destruido. De pronto Richard tuvo una idea y se volvió, sintiendo en el rostro la fresca brisa y los cálidos rayos de sol.

— Me acabo de dar cuenta de que exigí la rendición de todos los países de la Tierra Central y que apenas sé nada sobre ellos, ni siquiera todos los nombres.

— Bueno, en ese caso tendré que enseñártelos. Me temo que no podrás perderme de vista durante una buena temporada.

Esa perspectiva llenó a Richard de júbilo.

— Te necesito, Kahlan. Ahora y siempre. No puedo creer que por fin estemos juntos —dijo con un cariñoso gesto—. Si al menos pudiéramos estar solos —añadió, mirando a las tres mujeres y los dos hombres que los seguían a apenas tres pasos.

— ¿Es eso una indirecta, lord Rahl? —preguntó Cara.

— No, es una orden.

La mord-sith se encogió de hombros.

— Lo siento, pero aquí fuera no podemos cumplir esa orden. Debemos protegeros. No sé si sabéis, Madre Confesora, que a veces necesita que le digamos qué mano debe usar para comer. A veces nos necesita para hacer las cosas más sencillas.

Kahlan soltó un suspiro de resignación. Finalmente su mirada se posó en los dos hombretones que caminaban detrás de las mord-sith.

— ¿Ulic, te has encargado de instalar cerrojos en la puerta de nuestro dormitorio?

— Sí, Madre Confesora.

— Perfecto. ¿Vamos a casa? —sugirió a Richard—. Empiezo a estar un poco cansada.

— Primero tendréis que desposaros con él —declaró Cara—. Órdenes de lord Rahclass="underline" ninguna mujer puede entrar en su dormitorio excepto su esposa.

Richard la miró, ceñudo.

— Dije que excepto Kahlan, no excepto mi esposa.

Cara echó una fugaz mirada al agiel que colgaba de una fina cadena que Kahlan llevaba al cuello. Era el agiel que había pertenecido a Denna. Richard se lo entregó a Kahlan en ese lugar entre dos mundos al que Denna les había llevado para que pudieran estar juntos. Desde entonces se había convertido en una especie de amuleto. Aunque ninguna de las mord-sith había hecho ninguna alusión, desde el instante que vieron a Kahlan, se fijaron en él. Richard sospechaba que para las mord-sith significaba tanto como para él y Kahlan.

La displicente mirada de Cara retornó a Richard.

— Nos encomendasteis la protección de la Madre Confesora, lord Rahl. No hacemos otra cosa que no sea proteger el honor de nuestra hermana.

Kahlan sonrió al ver que esa vez Cara había logrado irritar a Richard, algo insólito. Richard inspiró hondo y replicó:

— Y debo decir que estáis haciendo un magnífico trabajo. Pero no os preocupéis. Os doy mi palabra de que muy pronto será mi esposa.

Kahlan le acariciaba la espalda despreocupadamente.

— Prometimos a la gente barro que regresaríamos a su aldea para que el Hombre Pájaro nos casara, y que yo llevaría el vestido que me cosió Weselan. La gente barro son amigos, y esa promesa significa mucho para mí. ¿No te gustaría que la gente barro nos casara?

Antes de que Richard pudiera contestar que también para él significaba mucho y que ése era su deseo, los rodeó una multitud de chiquillos. Los niños tiraban a Richard de las manos y le pedían que fuese a mirar, como había prometido.

— ¿De qué hablan? —quiso saber Kahlan, divertida.

— De ja’la. Bueno, dejadme ver vuestra pelota de ja’la —dijo a los niños.

Cuando se la entregaron, la lanzó con una mano y se la mostró a Kahlan. Kahlan la cogió y la examinó, fijándose en la «R» dorada estampada.

— ¿Qué es esto?

— Bueno, antes jugaban con una pelota llamada broc, tan pesada que los niños se hacían constantemente daño. Así pues, pedí a las costureras que hicieran pelotas nuevas, tan ligeras que todos los niños pueden jugar al ja’la, no sólo los más fuertes. Ahora la habilidad en el juego cuenta más que la fuerza bruta.

— ¿Y por qué lleva una «R»?

— Les dije que todos aquellos que usaran este nuevo tipo de pelota, recibirían un broc oficial de palacio. La «R» es el símbolo de Rahl, lo cual demuestra que es un balón oficial. Antes el juego se llamaba ja’la, pero cambié las reglas y ahora se llama ja’la Rahl.

— Bueno —dijo Kahlan, lanzando la pelota a los niños—, puesto que lord Rahl se lo prometió, y lord Rahl siempre cumple su palabra…

— ¡Sí! —exclamó uno de los niños—. Nos prometió que si usábamos su pelota, vendría a vernos jugar.

— Creo que se avecina una tormenta —comentó Richard, mirando el cielo cada vez más encapotado—, pero supongo que tendremos tiempo para un partido.

Cogidos del brazo siguieron a los jubilosos niños.

— Ojalá Zedd estuviera aquí con nosotros —comentó Richard.

— ¿Crees que murió en el Alcázar?

Richard alzó la vista hacia la montaña.

— Zedd solía decir que si aceptas la posibilidad, la haces realidad. Así pues, hasta que alguien me demuestre lo contrario, no pienso aceptar que esté muerto. Yo creo en él. Creo que está vivo, armando líos esté donde esté.

La posada parecía acogedora; nada que ver con otras en las que habían estado, llenas de borrachos y alborotadores. No lograba comprender la manía que tenía la gente de ponerse a bailar cuando oscurecía. Era como si ambas cosas fueran unidas: abejas y flores, moscas y estiércol, y noche y baile.

Las pocas mesas estaban ocupadas por gente que cenaba tranquilamente, y en una mesa del fondo se sentaba un grupito de ancianos que fumaban en pipa, bebían cerveza y jugaban a un juego de mesa, enzarzados en animada conversación. Hasta él llegaban algunas frases sobre el nuevo lord Rahl.

— Tú no digas nada —le advirtió Ann—. Ya hablo yo.

Detrás del mostrador aguardaba una pareja de agradable aspecto. A la mujer se le formaron hoyuelos al sonreír.

— Buenas tardes, señores.

— Buenas tardes. Deseamos una habitación. El mozo de los establos nos ha dicho que tenéis buenas habitaciones.

— Claro que sí, señora. Para vos y vuestro…

Ann iba a contestar, pero Zedd se le adelantó.

— Hermano. Me llamo Ruben. Ésta es mi hermana, Elsie. Ruben Rybnik, a vuestro servicio —se presentó con un florido gesto—. Soy un lector de nubes de cierto renombre. Tal vez hayáis oído hablar de mí: Ruben Rybnik, el famoso lector de nubes.

La posadera trató de responder pero se había quedado sin palabras.