Si el marinero hubiese poseído el don, acompañado del dominio de éste que poseía la hermana Ulicia, habría percibido cómo alrededor de Merissa el aire chisporroteaba con inquietante poder. Los marineros creían que no eran más que damas nobles que viajaban a lugares extraños y lejanos; ninguno de ellos sabía quiénes eran en realidad. Desde luego el capitán Blake sabía que eran Hermanas de la Luz, pero Ulicia le había ordenado guardar el secreto.
El hombre se burló de Merissa con su lasciva expresión, empujando obscenamente las caderas.
— No seas tan estirada, moza. No habrías salido a cubierta desnuda a no ser que tuvieras en mente lo mismo que nosotros.
El aire crepitó alrededor de Merissa. Al mismo tiempo una mancha de sangre se extendió por la entrepierna del marinero. El hombre chilló y alzó la vista, frenético. La luz arrancó destellos al largo cuchillo que normalmente llevaba al cinto cuando lo desenvainó. Lanzando un grito de venganza, avanzó tambaleante con intenciones asesinas.
En los turgentes labios de Merissa asomó una distante sonrisa.
— Cerdo asqueroso —murmuró para sí—. Pronto sentirás el gélido abrazo de mi Amo.
El cuerpo del hombre se abrió como si fuese un melón podrido al que alguien golpeara con un palo. Una sacudida de aire generada por el poder del don lo lanzó por la borda. Sobre las tablas quedó dibujada su trayectoria con un reguero de sangre. Las negras aguas engulleron el cuerpo sin apenas salpicar. Los otros marineros, casi una docena, se quedaron quietos como estatuas y con los ojos muy abiertos.
— Si no queréis seguir su camino, no os atreváis a mirarnos —siseó Merissa.
Demasiado amedrentados para abrir boca, los marineros asintieron. Involuntariamente, la mirada de uno de ellos se posó por un momento en el cuerpo de la mujer como si la prohibición de mirarla lo hubiese impulsado irremediablemente a hacerlo. Totalmente aterrorizado, el marinero empezó a disculparse, pero una nítida línea de poder tan afilada como un hacha de guerra le hendió la frente, entre los ojos. El hombre cayó por la borda, como su compañero.
— Ya es suficiente, Merissa —dijo Ulicia suavemente—. Creo que ya han aprendido la lección.
La otra Hermana, envuelta aún en las brumas del han, fijó en ella su distante y gélida mirada.
— No pienso permitir que miren lo que no deben.
— Los necesitamos para regresar —le recordó Ulicia, enarcando una ceja—. Tenemos prisa, ¿recuerdas?
Merissa echó un vistazo a los hombres como quien mira a unos bichos y piensa si aplastarlos o no.
— Desde luego, Hermana. Tenemos que volver enseguida.
Ulicia dio media vuelta y vio al capitán Blake que, acabado de llegar, contemplaba boquiabierto la escena.
— Da media vuelta, capitán —ordenó Ulicia—. Enseguida.
El hombre se humedeció rápidamente los labios con la lengua, mientras su mirada saltaba de los ojos de una Hermana a otra.
— ¿Ahora queréis regresar? ¿Por qué?
— Te hemos pagado generosamente para que nos lleves a donde nosotras queramos y cuando queramos —replicó la Hermana, apuntándolo con un dedo—. Ya te dije que las preguntas no forman parte del trato y también te advertí que si violabas cualquier parte del trato, te despellejaría vivo. Si me pones a prueba, descubrirás que no soy tan clemente como mi compañera, la hermana Merissa; yo no concedo muertes rápidas. ¡Da media vuelta inmediatamente!
El capitán no dudó. Se alisó el abrigo y acto seguido fulminó con la mirada a sus hombres.
— ¡Vuelta al trabajo, haraganes! Dempsey —llamó al timonel con un gesto—, vire en redondo. —El hombre todavía no se había repuesto de la conmoción y parecía paralizado—. ¡Sin perder tiempo, maldita sea!
El capitán se quitó el estropeado sombrero que llevaba y dirigió una inclinación a la hermana Ulicia, cuidándose mucho de mirarla sólo a los ojos.
— A vuestras órdenes, Hermana. Regresaremos al Viejo Mundo contorneando la gran barrera.
— Fija un rumbo directo, capitán. No hay tiempo que perder.
— ¡Rumbo directo! —exclamó el capitán, estrujando el sombrero con las manos—. ¡No podemos atravesar la gran barrera! —Pero inmediatamente suavizó el tono para añadir—: Es imposible. Moriremos todos.
Ulicia se llevó una mano al estómago, tratando de aplacar el abrasador dolor que sentía.
— La gran barrera ya no existe, capitán. Ya no es obstáculo. Rumbo directo he dicho.
El hombre seguía estrujando el sombrero.
— ¿La gran barrera ya no existe? Eso es imposible. ¿Qué os hace pensar que…
Ulicia se inclinó hacia el capitán.
— ¿Osas cuestionarme?
— No, Hermana. No, claro que no. Si decís que la barrera ya no está, pues no está. Aunque no entiendo cómo ha ocurrido, lo creo. Sé perfectamente que no soy quién para ponerlo en duda. Pondremos rumbo directo. —El hombre se secó la boca con el sombrero—. Que el Creador tenga piedad de nosotros —masculló, dicho lo cual se volvió hacia el timonel, ansioso de sustraerse de la iracunda mirada de la Hermana—. ¡Todo a estribor, Dempsey!
El timonel bajó la mirada hacia los hombres que manejaban la caña del timón.
— ¡Todo a estribor, muchachos! —ordenó. Entonces alzó con gesto cauto las cejas y preguntó—: ¿Estáis seguro, capitán?
— ¡No discutas mis órdenes o tendrás que volver nadando!
— Sí, capitán. ¡Todos a los aparejos! —gritó a los marineros, que ya habían empezado a soltar algunos cabos y a tirar de otros—. ¡Preparaos para virar!
Ulicia observó cómo algunos de los hombres echaban nerviosas miradas de soslayo.
— Las Hermanas de la Luz tienen ojos en la nuca, señores. Procurad que eso sea lo único que miráis de ellas, o será lo último que veáis en vuestra vida.
Los marineros asintieron con la cabeza y se inclinaron para seguir trabajando.
Una vez de regreso al atestado camarote, la hermana Tovi cubrió su voluminoso cuerpo tembloroso con la colcha.
— Hacía mucho tiempo que unos fornidos muchachos no me miraban con tal lascivia. Disfrutad de la admiración mientras aún la merecéis —añadió, dirigiéndose a Nicci y Merissa.
Merissa sacó su camisola del arcón situado en un rincón.
— No era a ti a quien miraban con lujuria.
En el rostro de Cecilia apareció una maternal sonrisa.
— Lo sabemos, Hermana. Creo que lo que la hermana Tovi quiere decir es que ahora que ya no estamos bajo el hechizo del Palacio de los Profetas, envejeceremos como el resto de mortales. No tendrás tantos años como tuvimos nosotras para gozar de tu belleza.
— Cuando recuperemos el favor del Amo —repuso Merissa, irguiéndose—, podré conservar lo que tengo.
Tovi apartó la vista con una extraña y peligrosa mirada en los ojos.
— Y yo quiero recuperar lo que una vez tuve.
— Todo esto es culpa de Liliana —declaró Armina, dejándose caer pesadamente en una litera—. De no haber sido por ella no tendríamos que haber abandonado el palacio y su hechizo. De no haber sido por ella, el Custodio no habría dado a Jagang poder sobre nosotras. De no haber sido por ella, no habríamos perdido el favor del Amo.
Todas guardaron silencio un momento. Luego empezaron a ponerse la ropa interior apretujándose en el camarote, tratando de no darse codazos.
— Yo pienso hacer lo que sea necesario, sea lo que sea, para recuperar el favor del Amo —declaró Merissa, tras ponerse la camisola—. Pienso obtener la recompensa que merezco por el juramento que pronuncié. Pienso permanecer siempre joven —añadió, lanzando una rápida mirada a Tovi.
— Todas deseamos lo mismo, Hermana —repuso Cecilia, mientras metía los brazos en las mangas de una sencilla túnica marrón—. Pero, de momento, los deseos del Custodio es que sirvamos a ese hombre, a Jagang.
— ¿De veras crees eso? —inquirió Ulicia.