— No. De hecho, se sorprendió. Ella creía que no había hecho nada malo y se explicó. Resulta que cuando se disponía a ir al Alcázar del Hechicero una mujer acompañada de dos niños, uno de ellos casi de la misma edad de Kahlan, la abordó. La mujer le contó que necesitaba oro para alimentar a sus pequeños. Kahlan se tragó la historia y le dijo que esperara, se dirigió a la cocina y cogió el pato asado, pues pensó que lo que necesitaba la mujer era comida y no oro. Kahlan hizo que los niños se sentaran ahí —con la mano vendada señaló a su izquierda— y les dio el pato. La mujer se puso furiosa y empezó a gritarle, acusándola de ser egoísta con el oro de palacio.
»Mientras Kahlan me lo contaba, una patrulla de la guardia entró en la cocina arrastrando a la mujer y a sus dos hijos. Según parece, la patrulla hizo acto de presencia cuando la mujer gritaba a Kahlan. Entonces la madre de Kahlan entró en la cocina para saber la causa de tanto alboroto. Kahlan se lo contó, y la mujer se derrumbó al verse custodiada por la guardia y, sobre todo, al verse en presencia de la mismísima Madre Confesora.
»Tras escuchar a su hija y a la mujer, la madre de Kahlan le dijo que si uno decide ayudar a alguien, esa persona pasa a ser responsabilidad tuya, y es tu deber ayudarla hasta que pueda valerse de nuevo por sí sola. Kahlan se pasó todo el día siguiente en el Bulevar de los Reyes, seguida por la guardia que arrastraba a la mujer, yendo de un lugar a otro, tratando de encontrarle una ocupación. Pero no tuvo suerte, pues todo el mundo sabía que la mujer era una borracha.
»Como me sentía culpable por haberle pegado antes de dejar que se explicara, acudí a una amiga mía, una severa jefa de cocina de uno de los palacios, y la convencí para que diera trabajo a la mujer cuando Kahlan se presentara con ella. Nunca le conté a Kahlan lo que había hecho. La mujer trabajó allí mucho tiempo y nunca volvió a acercarse al Palacio de las Confesoras. Con el tiempo, su hijo menor se unió a la guardia. El verano pasado cayó herido cuando los d’haranianos se apoderaron de la ciudad y murió una semana más tarde.
También Richard había luchado contra D’Hara y, al final, había matado a su gobernante, Rahl el Oscuro. Aunque no podía dejar de sentir una punzada de pesar por haber sido engendrado por tan malvado personaje, ya no se sentía culpable de ser su hijo. Sabía que los hijos no heredan los pecados de sus padres y, desde luego, su madre no había tenido la culpa de haber sido violada por Rahl el Oscuro. El padrastro de Richard no la había amado menos por eso y tampoco habría podido querer más a Richard si hubiese sido de su propia sangre. Por su parte, Richard no lo habría querido menos de saber que George Cypher no era su padre de verdad.
Ahora también sabía que era un mago. Había heredado el don, la fuerza mágica que albergaba en su interior y que llamaba han, de dos linajes de hechiceros: Zedd, su abuelo materno, y Rahl el Oscuro, su padre. Esa combinación había creado en él un tipo de magia que ningún mago nacido en los últimos miles de años había poseído: Magia de Suma y Magia de Resta. Richard apenas tenía idea de qué era ser mago ni de magia, pero Zedd le enseñaría, le ayudaría a controlar el don y a usarlo en bien del prójimo.
El joven tragó el pan que había estado masticando y dijo:
— Parece muy típico de Kahlan.
La señora Sanderholt meneó la cabeza, arrepentida.
— Siempre se sintió responsable por la gente de la Tierra Central y sé que debió de dolerle en el alma comprobar que todos se volvieron en su contra tentados por la promesa de oro.
— Apostaría a que no todos le dieron la espalda. Pero es esencial que no diga a nadie que sigue viva. Si queremos protegerla y que no le pase nada, nadie debe saber la verdad.
— Tienes mi palabra, Richard, aunque espero que a estas alturas ya la hayan olvidado. Me temo que si no obtienen pronto el oro que se les prometió, no tardarán en organizar una revuelta.
— Así pues, ¿por eso hay tanta gente congregada a las puertas del Palacio de las Confesoras?
La mujer asintió.
— Ahora se creen con derecho al oro sólo porque alguien de la Orden Imperial les prometió que sería suyo. Pese a que el hombre que hizo esa promesa está muerto, es como si por haber pronunciado esas palabras en voz alta el oro hubiera pasado a pertenecerles automáticamente. Si la Orden Imperial no empieza pronto a repartir al pueblo el oro que se guarda en el tesoro, supongo que la gente de la calle no tardará mucho tiempo en invadir el palacio y cogerlo.
— Tal vez no era una promesa real y la intención de las tropas de la Orden siempre ha sido quedárselo como botín. En ese caso defenderán el palacio.
— Es posible —repuso la señora Sanderholt con la mirada perdida—. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé qué hago todavía aquí. No quiero ver cómo la Orden Imperial se instala en palacio y mucho menos acabar trabajando para ellos. Tal vez debería irme y buscar un empleo con gente que aún no se haya dejado contaminar por esa escoria. Me resulta extraño pensar siquiera en marcharme, pues este palacio ha sido mi hogar la mayor parte de la vida.
Nuevamente la mirada de Richard se apartó del níveo esplendor del Palacio de las Confesoras para posarse en la ciudad. ¿Debería también él huir y dejar el hogar ancestral de las Confesoras y de los magos en manos de la Orden Imperial? ¿Es que acaso podría impedirlo? Además, muy probablemente las tropas de la Orden ya lo estaban buscando. Lo mejor sería escabullirse de la ciudad aprovechando la confusión que había creado matando al consejo. No tenía ni idea de qué debía hacer la señora Sanderholt, pero sin duda él debería marcharse antes de que la Orden lo localizara. Tenía que reunirse con Kahlan y Zedd.
El gruñido de Gratch se hizo más grave hasta convertirse en un retumbo primario que halló eco en sus huesos y lo arrancó de sus reflexiones. El gar se puso de pie sin esfuerzo. Richard escrutó de nuevo la base de la escalinata, pero no vio nada. El Palacio de las Confesoras se alzaba sobre una colina desde la que se dominaba todo Aydindril. Desde esa atalaya distinguía tropas al otro lado de las murallas, en las calles de la ciudad, pero no había ningún soldado cerca del apartado patio lateral situado frente a la entrada de las cocinas donde los tres se encontraban. No había nada con vida en la dirección en que Gratch miraba.
Richard se puso en pie y, automáticamente, sus dedos volaron hacia la empuñadura de la espada. Pese a que era un hombre muy alto, junto al gar parecía muy pequeño. Entre los suyos Gratch sería considerado un jovenzuelo, pero medía ya más de dos metros de estatura y pesaba al menos el doble que Richard. El joven calculó que seguramente aún crecería unos treinta centímetros más, aunque él no era ningún experto en gars de cola corta. Apenas había visto alguno, y los que había visto habían tratado de matarlo. De hecho, Richard había matado a la madre de Gratch, en defensa propia, e involuntariamente había acabado por adoptar al pequeño huérfano. Con el tiempo se habían hecho amigos.
Los músculos se marcaban claramente bajo la rosada piel del pecho y el estómago de la fornida bestia. Gratch esperaba quieto y en tensión, con las garras a los costados y las peludas orejas aguzadas hacia lo que fuera que estaban viendo. Gratch nunca había dado muestras de tal ferocidad, ni siquiera cuando cazaba estando hambriento. Richard sintió cómo los pelillos de la nuca se le erizaban.
Ojalá pudiera acordarse de cuándo o dónde había visto a Gratch gruñir de ese modo. Finalmente logró apartar de su mente los agradables pensamientos sobre Kahlan y, con creciente sensación de urgencia, centró su atención.
A su lado la mirada de la señora Sanderholt saltaba nerviosamente de Gratch a la base de la escalinata. Pese a su aspecto delgado y frágil, no era en modo alguno una mujer apocada, pero de no llevar las manos vendadas Richard estaba seguro que se las estaría retorciendo. De hecho, tenía todo el aspecto de desear hacerlo.
De repente Richard se sintió desprotegido de pie en la ancha escalinata al aire libre. Con sus agudos ojos grises escrutó las oscuras sombras y los lugares ocultos entre las columnas, muros y elegantes belvederes repartidos por la parte inferior del jardín de palacio. De vez en cuando una racha de viento levantaba la centelleante nieve, pero nada más se movía. Aunque observaba con tanta intensidad que los ojos le dolían, no vio nada con vida, ningún indicio de peligro.