Pese a ello, empezó a invadirlo una creciente sensación de amenaza. No era una mera reacción por ver a Gratch tan excitado, sino que había crecido en su interior, de su han, de las profundidades de su pecho para luego recorrer las fibras de sus músculos, tensándolos y preparándolos. La magia de su interior se había convertido en un sentido más que a menudo lo avisaba cuando sus otros sentidos le fallaban. Y en esos momentos lo estaba avisando.
Un visceral impulso de salir huyendo le roía las entrañas. Tenía que reunirse con Kahlan; no deseaba meterse en ningún lío. Debería buscar un caballo e irse inmediatamente o, mejor aún, debería echar a correr y ya buscaría el caballo más tarde.
Gratch desplegó las alas al tiempo que se agazapaba en amenazadora postura, preparado para saltar en el aire. Tenía los labios completamente retraídos, el vaho emanaba de entre sus colmillos y el gruñido se hacía más grave y vibraba en el aire.
Richard notó un hormigueo en los brazos y empezó a respirar más rápidamente al tiempo que la palpable sensación de peligro se fusionaba en puntos amenazantes.
— Señora Sanderholt —dijo, mientras sus ojos saltaban de una larga sombra a otra—, ¿por qué no entra adentro? Yo la seguiré más tarde para hablar de…
Las palabras murieron en su garganta al detectar un leve movimiento entre las blancas columnas de abajo, un resplandor en el aire semejante a las ondas de calor que se forman encima de una hoguera. Richard se quedó con la mirada fija tratando de decidir si realmente había visto algo o solamente se lo había imaginado. Tal vez no era más que una leve racha de viento que transportaba copos de nieve. Entrecerró los ojos para concentrarse, pero no vio nada. El joven trató de convencerse de que no había sido más que la nieve llevada por el viento.
De repente, la verdad se le manifestó en toda su evidencia como agua fría y negra que surge con fuerza de una hendidura en un río helado; Richard recordaba cuándo había oído gruñir a Gratch de ese modo. Los pelillos de la nuca se le erizaron como si fuesen agujas de hielo clavadas en la carne. La mano buscó la empuñadura de la espada adornada en relieve.
— Váyase —ordenó con voz apremiante a la señora Sanderholt—. Vamos.
Sin dudarlo, la mujer subió corriendo los escalones que conducían a la lejana puerta de la cocina, mientras que el sonido del acero anunciaba que la Espada de la Verdad ya hendía el frío aire del amanecer.
— Baila conmigo, muerte. Estoy listo —murmuró Richard sumido ya por completo en la ira que emanaba de la Espada de la Verdad y lo ponía en trance. Las palabras no eran suyas sino que provenían de la magia de la espada, del espíritu de todos aquellos que la habían empuñado antes que él… Y esas palabras llevaban consigo una comprensión instintiva de su significado: era una oración matutina con la que se expresaba que quien la pronunciaba sabía que ese día podía morir, pero que mientras viviera lucharía con todas sus fuerzas.
Mientras oía el eco de las demás voces que resonaban en su interior, Richard comprendió que también se trataba de un grito de batalla.
Lanzando un rugido Gratch saltó en el aire, y las alas lo elevaron tras un único salto. Sus poderosos aleteos formaron debajo de su cuerpo un remolino de nieve e hincharon asimismo la capa de mriswith que llevaba Richard.
Antes incluso de que se materializaran en el aire invernal, el joven sintió su presencia. Aunque sus ojos no los veían aún, su mente sí.
Con alaridos de furia Gratch se lanzó directamente hacia el pie de la escalinata. Justo cuando el gar llegaba cerca de las columnas, empezaron a hacerse visibles con sus escamas, sus garras y sus capas; blancos contra el blanco fondo de la nieve. Tan puros como las plegarias de un niño.
Eran mriswith.
3
Los mriswith reaccionaron ante la amenaza materializándose, al tiempo que se lanzaban contra el gar. La magia de la espada, su furia, inundó a Richard al ver cómo atacaban a su amigo. En tres saltos bajó los escalones hacia el incipiente combate.
Unos terribles aullidos asaltaron sus oídos cuando Gratch empezó a hacer trizas a los mriswith. Costaba verlos contra el blanco de la piedra y la nieve pero, aunque con dificultades, Richard los distinguía. Contó hasta diez. Bajo las capas iban vestidos simplemente con pellejos tan blancos como el resto de ellos. Aunque Richard siempre los había visto negros, sabía que imitaban el color del entorno. La piel tensa y lisa les cubría la cabeza hasta el cuello, y a partir de allí empezaba a ondularse en forma de prietas escamas superpuestas. Las bocas sin labios revelaban unos dientes pequeños y afilados como agujas. En sus manos palmeadas blandían los cuchillos de triple hoja. Los ojos, redondos y brillantes como cuentas, destilaban odio mientras miraban fijamente al furioso gar.
Con fluida velocidad cercaban a la oscura figura con las blancas capas ondeando a la espalda, apenas rozando la nieve. Algunos daban una voltereta o giraban sobre sí mismos para esquivar por los pelos los fornidos brazos del gar. Pero con brutal eficacia el gar atrapaba a otros entre sus garras y los destrozaba, vertiendo sobre la nieve chorros de sangre.
Tan concentrados estaban en Gratch que Richard se les acercó por la retaguardia sin que le opusieran resistencia alguna. Nunca había luchado con más de un mriswith a la vez y la experiencia había sido terrible, pero la furia de la espada le latía por todo el cuerpo y solamente pensaba en ayudar a Gratch. Sin darles tiempo a que se volvieran para enfrentarse a la nueva amenaza abatió a dos. Sus estridentes aullidos agónicos hendieron el aire del amanecer. Era un sonido tan agudo que dolía.
Richard presintió la presencia de más a su espalda, hacia el palacio, y se volvió justo a tiempo para ver cómo otros tres aparecían. Corrían para unirse a la lucha, y sólo la señora Sanderholt les obstaculizaba el paso. La mujer gritó al encontrar la ruta de escape bloqueada por aquellos seres que avanzaban hacia ella. Dio media vuelta y echó a correr. Era evidente que los mriswith la atraparían, y Richard estaba demasiado lejos para llegar a tiempo.
Con un revés de la espada rajó al escamoso ser que pretendía detenerlo.
— ¡Gratch! —voceó—. ¡Gratch!
El gar, que estaba retorciendo la cabeza a un mriswith, alzó la vista. Richard señaló con la espada.
— ¡Gratch! ¡Protégela!
Gratch comprendió al instante el peligro que amenazaba a la señora Sanderholt. Arrojó a un lado el cadáver decapitado y saltó en el aire. Richard se agachó. Agitando vigorosamente sus curtidas alas, el gar se elevó por encima de la cabeza de Richard y voló sobre los escalones.
Entonces extendió sus velludos brazos y agarró a la mujer. Los pies de ésta abandonaron el suelo y se alejaron de los cuchillos que los mriswith blandían. Con alas desplegadas, Gratch ladeó el cuerpo antes de que el peso de la mujer le hiciera perder el impulso que llevaba, descendió en picado más allá de los mriswith y, con un poderoso aleteo, detuvo el descenso para depositar a la señora Sanderholt en el suelo. Sin detenerse se lanzó de nuevo a la refriega, esquivando hábilmente los veloces cuchillos y atacando con garras y colmillos.
Al volverse Richard vio a los tres mriswith a los pies de la escalera. Se abandonó a la furia de la espada, se fundió con la magia y con los espíritus de los anteriores poseedores del arma. Todo se movía con la lenta elegancia de una danza; la danza con la muerte. Tres mriswith arremetieron moviendo con fría gracia sus cuchillos, de los que solo se veía el reflejo, en molinetes. De pronto giraron, se separaron y subieron velozmente los escalones para rodearlo. Con fría eficacia Richard no tardó en ensartar con su espada a la solitaria criatura. Para su sorpresa, los otros dos gritaron: