El ingeniero bajó la mirada y cerró los ojos buscando en su interior una respuesta a los problemas a los que se enfrentaban.
– No podemos ayudar a escapar a esos herejes -acertó a decir.
– Sí, sí podemos -insistió Armand de la Tour.
– Eso es traición -afirmó Bonard.
– No lo es. Nosotros acudiremos a salvar a una niña y la escoltaremos, a ella y a sus acompañantes, hasta un lugar seguro. Nada más.
– Me dieron la responsabilidad de dirigir nuestro grupo, y eso no lo haremos -recordó Bonard mirando no sólo a Armand sino también a los otros tres caballeros que les acompañaban.
Uno de ellos, un joven de la edad de Fernando, pidió permiso para hablar.
– Señor, yo quisiera ayudar a Fernando de Aínsa. No veo nada malo en salvar a su hermana, ni creo que sea traición. ¿Se puede traicionar al rey por ayudar a una niña a escapar de la hoguera? Yo no podría mirar a Fernando sabiendo que he condenado a su hermana.
– Sin embargo, no vais a acudir a salvar a su madre… -dijo Bonard.
El joven no se amedrentó y respondió de inmediato:
– No, no creo que debamos hacerlo. Doña María sabe lo que hace. A vos os preocupa la traición… y yo no creo que esto lo sea.
– ¡A mí me preocupa mezclar al Temple en la fuga de unos perfectos de Montségur! ¡Eso es un delito! Todos lo sabéis como yo.
– Peor sería denunciar a Fernando y que cayera en manos de la Inquisición. Sabéis que muchos de nuestros enemigos verían en ello una oportunidad para intentar destruirnos -reiteró Armand de la Tour.
– Tenemos otra alternativa: partir de inmediato.
Las palabras del caballero Bonard parecían no admitir réplica. Pero ni Fernando ni Julián estaban dispuestos a claudicar.
– Señor, en vuestras manos está mi vida. No os pido que me ayudéis; sé que cuando esto termine sufriré un castigo ejemplar que merezco, pero, o me denunciáis y así me detenéis, o sabed que ayudaré a mi hermana a escapar y escoltaré a esos perfectos a lugar seguro. Es la última voluntad de mi madre antes de morir y la cumpliré.
9
Bertran Martí, el anciano obispo de los herejes, había mandado reunir todo el oro, plata, piedras preciosas y cuantos objetos de valor se podían transportar. Hacía tiempo que en Montségur guardaban todas las ofrendas que los nobles entregaban a la causa de los Buenos Cristianos. Con aquel oro levantaban casas para acoger a los huérfanos, curar a los enfermos, socorrer a las viudas…
El anciano obispo quería ponerlo a salvo, en manos seguras, para continuar con la obra de los Buenos Cristianos.
Dos de sus diáconos, Matèu y Pèire Bonet, serían los encargados de escapar de Montségur y de la hoguera, a la que más pronto que tarde todos se sabían condenados. Junto a los diáconos iría la pequeña Teresa de Aínsa. Su madre, doña María, había ordenado que la salvaran.
Doña María le había contado a Bertran Martí la conversación con su hijo y el compromiso de salvar a Teresa. La dama sabía que para que el obispo aceptara arriesgar la misión, ella debería contribuir al éxito de la misma, de ahí su idea de que Fernando ayudara a escapar a los dos perfectos junto a su hija. Ese trueque era su única opción si quería cumplir su promesa a Fernando. Sabía que su hijo no entendería su exigencia, pero no tenía alternativa.
Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix habían añadido a sus preocupaciones la de hacer salir sin peligro a los dos diáconos.
Esta vez el traidor estaba del lado de los cruzados, aunque ¿era un traidor? Aquel soldado del país, que servía con las armas a un rey al que no profesaba ninguna simpatía, tenía a su hermana y sobrinos dentro de Montségur. El hombre aceptó arriesgar su vida para atender el ruego de su hermana y el señor De Mirapoix.
Era un hombre de Camon, el feudo de Pèire Rotger de Mirapoix, el cual le había prometido una buena recompensa por «no ver» cómo escapaban dos diáconos.
Fijaron la noche de la fuga en la que él y otros compañeros de Camon estarían de guardia; sólo había un paso por el que escapar, difícil y tenebroso, el único que no contaba con fuerte vigilancia de los cruzados.
Teresa lloraba abrazada a su madre. El obispo Bertran Martí le había dado el consolament, asegurándole un lugar en el cielo. La pequeña no quería separarse de su madre ni de aquellos con los que había compartido tantas desventuras en los meses del asedio. Odiaba con toda su alma a los cruzados, a los que creía soldados del Maligno, y suplicaba a su madre que le permitiera dejar este mundo maldito junto a ella.
Doña María no encontraba palabras para el desconsuelo de su hija.
– Le he dado mi palabra a Fernando, y él sólo accede a ayudarnos porque irás tú con los diáconos. ¿Quieres que cuanto poseernos caiga en manos de los cruzados? Ese oro y esa plata servirán para mantener nuestra Iglesia, para salvar a muchos hermanos. Tú misma les condenarás a la hoguera si no accedes a salvarte. Nuestra fe necesita más tiempo para arraigar en otros corazones. Si después de destruir Montségur no hay nadie que pueda dar testimonio de nuestra fe, ¿de qué habrá servido el sacrificio? Tú tienes esa misión, Teresa, has de vivir para que la fe de los Buenos Cristianos permanezca. El hermano Matèu tiene además la misión de ir a la corte del conde de Tolosa y explicarle nuestra situación. Si hay una oportunidad de salvar Montségur depende de ti, hija mía.
– ¿Y dónde me llevará Fernando? -preguntaba la niña sollozando.
– Os pondrá a salvo. Luego tú irás con Matèu a la corte de Raimundo, con tu hermana y su marido.
Fernando aguardaba impaciente entre la espesura del monte. El cabrero les había guiado hasta allí apenas había caído la noche. Llevaban horas esperando sin escuchar otro sonido que el de los animales del bosque.
El cabrero permanecía en silencio. Fernando sabía que no lejos de allí estarían sus compañeros templarios. Bonard había accedido a la petición de Armand de la Tour, quien había encontrado la manera de ayudarle pero sin comprometer al Temple en la aventura. Le seguirían de cerca, le cubrirían la espalda, procurarían protegerle, pero no participarían directamente. De vuelta a la encomienda entregaría a Fernando al maestre para que éste decidiera el castigo del que era merecedor, aunque Bonard no se engañaba: ellos también sufrirían las consecuencias por su complicidad, por escasa que ésta fuera.
El leve crujido de una rama alertó al cabrero y puso en tensión a Fernando. Exhaustos, con las manos sangrando y el cansancio reflejado en el rostro, aparecieron dos hombres seguidos de una figura envuelta en un manto que andaba a trompicones.
– Son ellos -anunció el cabrero.
Fernando se acercó con dos zancadas a los hombres a los que apenas saludó con un gesto para descubrir el manto que cubría la cabeza y el rostro de su hermana.
– ¡Teresa!
La niña primero le miró con odio pero de inmediato se derrumbó y dejó escapar un torrente de lágrimas.
– Hacedla callar o nos encontrarán -ordenó el diácono Matèu-. Nos hemos cruzado con unos soldados. No ha sido fácil llegar hasta aquí.
– Cálmate, Teresa, ya tendréis tiempo de llorar -trató de calmarla Fernando sin saber muy bien cómo tratar a la niña a la que veía convertida casi en una mujer.
El cabrero hizo una seña para que guardaran silencio. Le había parecido escuchar un ruido. Todos estaban nerviosos, en tensión.
– Los caballos están cerca de aquí, apenas a unos pasos, hemos cubierto los cascos para no hacer ruido. ¿Sabéis montar? -preguntó Fernando a los diáconos.
– Sabremos -respondieron éstos.
– En tal caso, en marcha…
Fernando abría el paso, protegido por sus compañeros. Los perfectos le habían indicado que les acompañara a un lugar de las montañas del Sabartés. Allí esconderían su cargamento hasta que llegara el momento de hacer uso de él.
Cabalgaron sin descanso hasta que los dos hombres hicieron una seña a Fernando para que les aguardara en aquel rincón del bosque. Luego, caminando, se perdieron en la espesura. Fernando creyó escuchar voces de otros hombres, pero no se movió de donde estaba, como le habían pedido los dos perfectos.
Cuando regresaron, hablaban entre ellos con cierta animación y, por lo que decían, Fernando intuía que se habían encontrado con alguien; ninguno de los hombres quiso confirmarle esa impresión. Se les notaba aliviados por saber su carga a buen recaudo.
Cabalgaron sorteando a los soldados. Fernando les guiaba seguro a través de bosques y montes bajos, procurando evitar poblaciones y, sobre todo, a los hombres de armas. Permanecía de guardia por la noche velando el sueño de los fugitivos, sabiendo que muy cerca sus compañeros estarían al acecho de cualesquiera que se acercaran a ellos. Corrieron peligro en un par de ocasiones, pero salieron bien librados gracias a la pericia del templario.
Los dos diáconos se sentían seguros bajo la protección de Fernando. ¿Quién se hubiera atrevido a enfrentarse a un soldado del Temple?
Teresa estaba agotada de haber cabalgado sin descanso en las últimas jornadas hasta llegar a las tierras bajas, donde en ese momento estaba la corte del conde Raimundo. Fernando no quiso acompañarla hasta el castillo. Se despidió de ella obligándola a prometer que obedecería a su hermana mayor y a su esposo.
Después se despidió de los perfectos, tras encomendarles a su hermana.
– Os la confío. Mi cuñado Bertran d'Amis sabrá recompensaros.
– No necesitamos ninguna recompensa -respondió Pèire Bonet sin ocultar su irritación por las palabras del templario.
– No he querido ofenderos -se disculpó Fernando.
– En esta vida no esperamos ninguna recompensa -insistió el perfecto-. Vuestra hermana ha recibido el consolament, así que es también nuestra hermana.
Fernando abrazó a Teresa; luego montó en su caballo y lo espoleó con fuerza. Sabía que sus compañeros le estarían esperando. Teresa viviría mientras él iba en busca de su castigo. Se preguntó a sí mismo si realmente se lo merecía.