– Me hubiera gustado conocerte antes -murmuró Raymond-, pero tu madre no me lo permitió, y luego tú tampoco quisiste saber nada de mí.
– No, no quise. ¿Para qué? Representas todo lo que mi madre y yo odiamos.
– Y ahora, ¿por qué has querido verme? No era necesario, podías ir al castillo sin que yo estuviera allí.
Catherine guardó silencio unos segundos retirando su mirada de la suya. Raymond la observaba fascinado. Le parecía increíble que aquella mujer fuera su hija. Sin embargo lo era: allí estaba despreciándole como lo venía haciendo desde que tenía uso de razón.
– No lo sé; no sé por qué he querido verte, no sé por qué estoy aquí -confesó ella de nuevo sosteniéndole la mirada.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó de improviso.
– ¿Hambre? No… no sé…
– ¿Dónde te alojas en París?
– En el Maurice.
– ¿Quieres que vayamos a cenar?
– ¿A cenar?
– Sí, podemos ir a cenar y continuamos hablando.
Raymond la vio dudar; tampoco él sabía por qué le había propuesto ir a cenar. Ya eran las ocho y media, y además él no tenía apetito; pero necesitaba salir, respirar aire, encontrarse en un terreno más neutral.
– De acuerdo -dijo ella-, pero no me apetece tener que cambiarme.
Él la miró con detenimiento dándose cuenta de que la joven vestía de manera informaclass="underline" pantalón vaquero, un suéter de cachemir, botas y un chaquetón que había dejado en la entrada. Así vestida no podían ir a demasiados lugares, al menos no a los que él conocía.
– ¿Es la primera vez que vienes a París? -preguntó a su hija.
– No, he estado en otras ocasiones. Un viaje de estudios, luego viajes de trabajo.
– Bien, entonces tienes una idea de los lugares que te pueden gustar.
– ¿Podemos ir a La Coupole? Está en Montparnasse…
– De acuerdo, iremos allí; es un lugar que gusta mucho a los norteamericanos.
– ¿Y a ti no?
– Nunca he estado.
Catherine le miró como si le pareciera imposible que un francés no hubiera almorzado o cenado alguna vez en su vida allí.
No hablaron mucho durante la cena, aunque ella le preguntó con curiosidad por el castillo y él se interesó por sus estudios de arte y por lo que pensaba hacer en el futuro. Catherine se mostró esquiva en las respuestas.
– No sé qué voy a hacer con mi vida. Me siento muy sola, perder a mi madre ha sido lo más terrible que me ha sucedido. Necesito tiempo para recuperarme.
Raymond empezaba a creer que podía ser posible, si actuaba con cautela, establecer una relación con su hija. La notaba perdida, frágil, exhausta por la larga enfermedad de su madre, destrozada por su muerte.
– Háblame de tu madre -le pidió.
Pero Catherine se puso en guardia, y sus ojos negros brillaron con ira.
– No tengo nada que contarte de mi madre, precisamente a ti.
– Yo la quería, la he querido siempre -respondió Raymond.
– Si la hubieses querido habrías abandonado tus locuras.
– ¿Mis locuras? ¿Cuáles son mis locuras?
– Eres un nazi, un loco que sueña con una raza superior y, lo que es peor, te crees heredero de los cátaros.
– Soy heredero de una vieja familia donde algunos de sus miembros murieron en la hoguera por los intereses de un rey y el fanatismo de un Papa. Si sabes algo de historia no deberías acusarme de loco.
– Ya sé, mi madre me contó todas esas historias absurdas.
– ¿Absurdas? La historia de nuestra familia (sí, Catherine, también es tu familia) no es una historia absurda. Nuestra familia luchó por mantener la independencia de su tierra y no pasar a formar parte de la Corona de Francia. Hubo una confabulación del rey y del Papa, a ambos les convenía acabar con el Languedoc, y…
– ¡Por favor, no me hables de reyes y de papas! ¡Estamos en el siglo XXI! ¿En qué siglo vives tú? Pero sobre todo, ¿cómo puedes ser nazi? ¿Cómo puedes creer que hay hombres mejores que otros?
– Hay hombres mejores que otros, eso es evidente.
– ¡Todos somos iguales! -dijo Catherine elevando el tono de voz.
– No, no lo somos. Yo no soy igual que el camarero que nos está sirviendo al cena. Yo soy el conde d'Amis, y él como mucho conocerá el nombre de sus abuelos. Tú tampoco eres igual que el camarero. Por muy norteamericana que te sientas, algún día serás la condesa d'Amis y te guste o no heredarás algo más que dinero y tierras, heredarás una historia. Pero aunque no fueras la futura condesa d'Amis, tampoco eres como el camarero. Has estudiado en una buena universidad, has estado mimada desde pequeña, no te ha faltado de nada.
– Yo también he sido camarera. Durante dos años trabajé en la cafetería de la universidad. He servido muchos refrescos y hot dogs. Recuerdo esos dos años como los más divertidos de mi vida. ¿Qué tiene de malo ser camarero? En Norteamérica tanto da de lo que uno trabaja; haber sido camarero, repartidor de periódicos, barrendero o cualquier otra cosa es un motivo de orgullo. ¿De verdad te crees superior?
La joven empezó a reír. A Raymond le dolía la risa de Catherine, y sintió resentimiento hacia su fallecida esposa por haber hecho de aquella hija una mujer vulgar, alguien capaz de sentirse igual a aquel joven, con acento del extrarradio de París, que les estaba sirviendo la cena.
– ¿Qué te contó tu madre sobre mí? -quiso saber Raymond.
– La verdad, mi madre nunca mentía. Me explicó que tu padre era un loco que había hecho de ti otro loco.
– No estoy loco, Catherine, sólo quiero lo mejor para mi tierra, para los míos. Soy heredero de una tradición y tengo responsabilidades con el presente y con el futuro precisamente porque soy heredero de un pasado. Puede que lo entiendas cuando seas la condesa d'Amis.
– No tengo la menor intención de convertirme en condesa -aseguró Catherine.
– Da lo mismo lo que tú quieras, lo serás cuando yo muera. Eso no lo puedes cambiar. ¿Sabes? Hace años que me atormenta la idea de saber que quizá nuestra familia se acabe contigo; que tantos siglos de compromiso se desvanezcan por ser como eres.
¿Y cómo soy? Tú no me conoces -replicó airada.
– No era difícil imaginar cómo te estaba educando tu madre. Durante años le supliqué que te dejara venir al castillo a conocer la que será tu herencia, pero ella se negaba. Y luego tu actitud cuando fuiste mayor de edad rechazando cualquier cosa que te llegara de mí.
– No necesito nada tuyo. Mi madre se bastaba y sobraba para mantenernos a las dos. Mientras fui pequeña aceptó el dinero que enviabas porque creía que no tenía derecho a privarme de nada, pero en realidad no necesitábamos tu dinero.
Raymond suspiró. Aquella joven que era su hija le resultaba agotadora. Tan directa, desinhibida, segura de sí misma, tan diferente a como la había soñado.
La acompañó al hotel Maurice sin atreverse a preguntarle cuándo se volverían a ver.
– Por cierto, ¿cómo sabías que me alojaba en el Crillon?
– Mi abogado se puso en contacto con tu abogado, y al parecer éste le informó de que estabas en París.
Se despidieron sin siquiera darse la mano. Raymond sentía una fuerte opresión en el pecho, temía que ésa fuera la primera y última vez que viera a su hija.
33
Omar, el jefe de los comandos del Círculo en España, había citado a Mohamed Amir y a Ali en el pueblo de Caños Blancos, en casa de Hakim.
Camino de Caños Blancos los dos jóvenes bromeaban nerviosos, conscientes de que Omar les iba a comunicar la fecha y los detalles finales del atentado. Ambos sabían que estaban disfrutando de los últimos días de su vida.
Mohamed también temía que Omar le volviera a hablar de Laila. Su hermana parecía haberse convertido en una pesadilla para la comunidad musulmana y le hacían a él responsable por no ser capaz de ponerla en su sitio.
Pero ¿cuál era su sitio?, se preguntaba íntimamente Mohamed. Era difícil para una mujer no contagiarse de la manera de vivir de otras mujeres como ella. Su padre era débil y su madre la protegía dejándola hacer, enfrentándose a su marido y a él mismo.
A Mohamed le atormentaba pensar en el día en que sin pretenderlo había pegado a su madre. Fue una noche en que escuchó a su hermana decir que iba a cenar a casa de un amigo, el joven abogado con el que, junto a sus amigas, compartía despacho.
Le pareció vergonzoso que fuera a cenar con un hombre a solas en su casa; no le costaba imaginar lo que podía suceder después de la cena. Se fijó en que iba vestida con unos vaqueros negros y una blusa de seda, y que iba maquillada. La conminó ano salir y ella se negó; entonces, cuando iba a pegarle, su madre se puso en medio de los dos y recibió el golpe destinado a su hermana.
Su madre le había llamado «loco» y lamentó tener un hijo como él. Desde aquel día apenas le dirigía la palabra; solía escucharla repetir a su padre que aquel hijo les traería la desgracia. Su padre la regañaba sin mucha convicción y le pedía que intentara convencer a Laila de que no provocara las iras del hermano. Pero su madre replicaba que Laila era buena y prudente, y sería la alegría de su vejez, mientras que Mohamed sólo les causaba sufrimiento.
Su padre intentaba mantener un difícil equilibrio entre lo que él le exigía, que metiera en vereda a Laila, y los deseos de la joven de seguir siendo y actuando como hasta la llegada de su hermano.
Mohamed sabía que hasta el momento Laila no había permitido que ningún joven se sobrepasara con ella, pero tenía ideas sobre la igualdad entre hombres y mujeres, y se rebelaba antela posibilidad de estar sometida a cualquier hombre. Él le habíapedido a su padre que la enviara a Marruecos para casarla por las buenas o por las malas, pero su padre había admitido que no tenía poder para hacerlo. Laila era ciudadana española por decisión propia y ni siquiera él, que era su padre, podía obligarla a tomar marido contra su voluntad.
Cuando llegaron a Caños Blancos, Ali empezó a reír.
– ¡Qué estúpidos! Buscan al Círculo por todas partes y no se han enterado de que este pueblo es suyo; hasta las piedras lo son.
– Mejor así -respondió Mohamed-; éste es un buen refugio.
– Lo más divertido es cuando vienen esos periodistas de la televisión a mostrar cómo se vive en un pueblo musulmán granadino en pleno siglo XXI y preguntan a la gente que qué opinan del Círculo. ¡Qué empalagosos! ¡Cuánto miedo nos tienen! No saben qué hacer para no molestarnos y que les aprobemos.