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– Sí, eso es aquí, pero a nuestros hermanos les matan en Irak, en Palestina, en Afganistán -respondió Mohamed.

El hermano de Hakim les abrió la puerta de la casa y los condujo de inmediato a la sala donde les esperaba Omar, que les saludó abrazándoles.

– Bien, Salim al-Bashir me ha transmitido las últimas instrucciones. El atentado será el Viernes Santo, el día en que Jesús fue crucificado. Una idea genial.

– Sí que lo es -afirmó Ali con entusiasmo.

– Vamos a destruirles los restos de la Cruz precisamente en el aniversario de la crucifixión. Será un acontecimiento mundial -continuó diciendo Omar-; supongo que estáis preparados.

– Lo estamos -respondieron Mohamed y Ali al unísono.

Omar les entregó una bolsa a cada uno y les volvió a abrazar.

– Nuestros hermanos del Círculo aprecian vuestro sacrificio. Vuestros nombres se recordarán a través de los tiempos. En cada bolsa hay medio millón de euros.

Mohamed y Ali le miraron asombrados. ¿Por qué les daba tanto dinero si inevitablemente iban a morir?

– El dinero no puede compensar la pérdida de una vida, pero sí ayudar a vuestras familias, ya que dejarán de contar con vuestra ayuda. Os lo entrego en efectivo porque es mejor. Si tu padre, Mohamed, recibiera una transferencia de medio millón de euros las autoridades sospecharían de inmediato, y lo mismo sucedería con tu familia, Ali.

– Pero… no es necesario… mi padre se gana bien la vida -respondió Mohamed.

– Tu padre va a perder a sus dos hijos y necesita tener garantizada la vejez. Además, ¿te olvidas de tu esposa? Tienes mujer y dos hijos. ¿Qué será de ellos cuando faltes? En cuanto a tu familia, Ali, malviven, y este dinero les ayudará a montar su propio negocio en Marruecos.

A Mohamed no se le había escapado la afirmación de Omar de que su padre iba a perder a sus dos hijos.

– Gracias -afirmó Ali-, mi familia os lo agradecerá eternamente.

– No me deis las gracias, el Círculo nunca abandona a los suyos. Y ahora repasaremos el plan: cómo iréis a Santo Toribio y dónde esconderemos el explosivo.

El plan de Omar era sencillo; en realidad ya lo habían hablado en otras ocasiones. Irían en una excursión con otros peregrinos. La suerte les acompañaba, porque un grupo de catequistas, todos jóvenes, de la edad de Mohamed y Ali, iban a ganar el jubileo a Santo Toribio. Naturalmente, los autocares eran de la compañía de Omar, y el chófer de uno de los vehículos, un hermano del Círculo. Los cinturones con el explosivo irían en unas bolsas preparadas. Saldrían el jueves de buena mañana y dormirían en un hotel de Potes junto al resto de los peregrinos. La mañana del Viernes Santo subirían a las doce, hora prevista para los oficios; Mohamed y Ali pasarían inadvertidos entre el grupo de jóvenes. Sería entonces cuando harían estallar el monasterio con cuantas personas hubiera dentro, y lo más importante, no quedaría ni un resto del camarín donde en una carcasa de plata sobredorada los monjes guardan celosamente el pedazo de Lignum Crucis más grande de cuantos conservaba la cristiandad.

Ornar sonreía satisfecho. En su mirada no había ni una sombra de duda de que el atentado se llevaría a buen término.

– Ya sabéis que a Salim al-Bashir le preocupa especialmente vuestro cometido. Yo confío en vosotros, vuestro éxito será total.

– ¿Y Hakim? -preguntó Mohamed.

– Continúa en Jerusalén -afirmó Omar-. Él también ha recibido sus instrucciones. Su hermano le sustituirá como responsable de Caños Blancos. Se siente honrado de ocupar el lugar de un héroe como Hakim. Si hoy estoy aquí es porque he venido a entregarle la misma ayuda que a vosotros.

El hermano de Hakim entró en la pequeña sala seguido de un joven al que habían visto en otras ocasiones en la casa. El joven depositó una bandeja con humeantes vasos de aromático té y dulces hechos con miel y almendras.

Omar dio buena cuenta de ellos, mientras Mohamed y Ali a duras penas disimulaban su nerviosismo.

Mohamed quería buscar la ocasión de quedarse a solas con Omar para preguntarle por Laila, pero como parecía que la casualidad no iba a hacerle ese favor, optó por pedir a Omar que le concediera unos minutos a solas.

El hermano de Hakim invitó a Ali a dar un paseo para permitir que Omar y Mohamed hablaran.

– ¿Qué quieres? -preguntó Omar, malhumorado.

– Antes has dicho que mis padres perderán a sus dos hijos…

– Así es.

– Laila…

– Laila debe morir; tu padre debería de haber resuelto el problema, pero no lo ha hecho. No podemos permitir que tu hermana continúe con sus actividades. Su ejemplo está haciendo daño a nuestras mujeres, sobre todo a las más jóvenes. Te pedí que solucionaras el problema.

– Sí, pero luego me dijiste que no hiciera nada.

– Es verdad, tú no debes de ponerte en peligro. Estás destinado a una misión que dará mayor gloria al islam -sonrió complaciente Omar.

– ¿Quién… quién lo hará? -se atrevió a preguntar Mohamed.

– El honor de las familias se debe lavar en la propia familia. Lo hará uno de tus primos; llegará en un par de días de Marruecos.

A Mohamed le estremeció la noticia. Su padre le había anunciado que su hermano mayor le enviaba a uno de sus hijos para que le ayudara a encontrar trabajo en Granada. Naturalmente se alojaría con ellos. Lo que su padre no sabía es que aquel joven venía a matar a su hija.

Mohamed se sentía impotente a la vez que la rabia le dominaba. Rabia contra Laila a la que quería, pero que por su tozudez estaba condenada a morir.

– Es mejor así -continuó diciendo Omar- y no te preocupes, nos ocuparemos de tu primo. Sabemos ser generosos, aunque éste no es un caso que debiéramos resolver nosotros. Ahora no pienses más en ello. Eres un buen creyente, pronto estarás en el Paraíso junto a Alá. ¿No lamentarás lo de tu hermana?

Le hubiera gustado tener valor para decirle que sí, que lamentaba que Laila tuviera que morir, que la quería, que era su hermana, pero Mohamed bajó la mirada al suelo y no respondió a la pregunta.

– ¿Cuándo será? -quiso saber sin que a Omar le pasara inadvertido el tono tenso de su voz.

– Eso lo decidirá tu primo. Él deberá escoger el mejor momento.

– No quiero que sufra -pidió Mohamed.

– Supongo que tu primo sabrá cómo hacerlo sin causar más sufrimiento del necesario -respondió Omar con indiferencia.

Ni Mohamed ni Ali hablaron mucho en el trayecto de regreso a Granada. Ali pensaba en qué hacer los últimos días de su vida, y Mohamed no podía quitarse de la cabeza la sentencia de muerte contra Laila.

34

Raymond se despertó temprano. En realidad, apenas había logrado dormir pensando en Catherine. Temía que una vez saciada su curiosidad ella no quisiera volver a verle y ahora que la había conocido él se sentía incapaz de renunciar a tenerla cerca.

Consciente de que era un viejo y que la soledad le había acompañado desde la infancia, ansiaba compartir los últimos años de su vida con alguien que llenara sus días de alegría. No sabía si Catherine sería capaz de darle felicidad, pero al menos era su hija y el solo hecho de tenerla en el castillo sería una bendición.

Pensó llamarla al Maurice e invitarla a almorzar, pero no se atrevió temiendo la reacción de Catherine. Además debía esperar la visita de Ylena, que podía llegar en cualquier momento.

Telefoneó a su fiel mayordomo, quien le informó de los asuntos cotidianos del castillo, y le pidió que prepara la suite principal, y dispusiera flores por todo el castillo. Si Catherine iba a d'Amis quería que lo sintiera como su hogar, que se enamorara del lugar en el que generaciones de D'Amis habían vivido.

No había terminado la conversación con el mayordomo cuando escuchó el timbre.

Abrió pensando que podía ser Ylena, y se quedó sin saber qué hacer cuando se encontró con Catherine.

– ¿Has desayunado? -preguntó ella a modo de saludo.

– Sí, desayuné muy pronto -respondió Raymond sin saber qué actitud adoptar ante aquella hija decidida a sorprenderle.

– Bueno, pero podemos tomar otro café, ¿te parece bien? ¿Me invitas a pasar o te molesto? -preguntó ella aún en el umbral de la puerta.

– Pasa, la verdad es que no te esperaba -confesó Raymond.

– Yo tampoco esperaba verte hoy, y puede que ni el resto de mi vida, pero aquí estoy.

La invitó a sentarse mientras pedía café al servicio de habitaciones.

– ¿Qué tienes que hacer hoy? -preguntó Catherine.

– ¿Hoy? Bien… bueno… tengo que ver a una persona. En cuanto la vea puede que regrese al castillo. Estoy un poco cansado; ya soy mayor y aún no me he repuesto del viaje a Estados Unidos.

– Debías de habértelo ahorrado. Le dije ami abogado que le dijera al tuyo que no se te ocurriera ir.

– Lo sé, pero creí que era mi deber estar contigo en un momento así.

– ¿Cómo puedes haber creído que yo iba a querer estar contigo mientras enterraba a mi madre? ¡Debes estar loco para haber pensado algo así! Tú eres la última persona que mi madre hubiese querido que asistiera a su entierro.

– Bien, yo hice lo que creí correcto. Tampoco era fácil para mí ir e intentar verte. Fueron unos días agotadores y de mucho sufrimiento -le confesó él.

– ¿Sufrimiento? ¡Es increíble qué hables de sufrimiento! Yo era quien estaba sufriendo, quien sufre por la pérdida de su madre, pero tú… Si la hubieses querido habría renunciado a tus locuras, habrías roto con el loco de tu padre, habrías intentado tener una vida propia junto a ella, pero la sacrificaste, como me sacrificaste a mí.

El tono frío e hiriente de Catherine enmudeció a Raymond.

Temía decir algo más que la contrariara y se levantara dejándole solo.

– Quizá no ha sido una buena idea venir -dijo ella levantándose y dirigiéndose a la puerta cumpliendo así los temores de su padre.

– ¡No, por favor, no te vayas!

Raymond se había levantado colocándose ante ella con la voz y el gesto suplicante.

– En realidad estoy confundida -admitió ella-. No sé si estoy haciendo bien, quizá ha sido una mala idea conocerte.

– Catherine, yo… en fin, creo que deberíamos darnos una oportunidad, que tú deberías darme una oportunidad. No sé… hablemos, conozcámonos, y si luego sigues pensando que soy un monstruo… en fin… no tienes nada que perder.