– No sé si estoy traicionando a mi madre -respondió ella en voz baja.
– ¿Traicionándola? ¿Por qué?
– A ella no le gustaría verme contigo, eso lo sé.
– ¡Por favor, Catherine, júzgame después de conocerme! Pero hazlo tú, con tu propio criterio. Permíteme decepcionarte directamente.
– Sí, supongo que lo harás.
Unos golpes secos en la puerta interrumpieron la conversación. Raymond temió que fuese Ylena.
Fue a abrir la puerta y efectivamente se encontró con ella.
– Buenos días -dijo mientras entraba en la suite sin esperar a que la invitara a entrar, pero se paró en seco cuando vío a una mujer sentada en el sofá con una taza de café en la mano y mirándola con curiosidad. Se volvió hacia Raymond y le interrogó con los ojos sobre la presencia de aquella desconocida.
– Si no te importa nos podemos ver dentro de un rato; ahora tengo trabajo -le pidió Raymond a su hija.
– Bien, ya nos veremos -respondió Catherine malhumorada.
– ¿Te paso a recoger por el hotel dentro de una hora?
– No.
Raymond temió que Catherine se fuera para no volver, de manera que decidió correr un riesgo que sabía que el Facilitador no le perdonaría si llegara a conocerlo.
– ¿Por qué no me esperas aquí mientras yo hablo con esta señora en el despacho?
– Bueno -aceptó Catherine de mala gana.
Raymond indicó a Ylena que le acompañara al pequeño despacho situado junto a la sala, y se congratuló de que aquella suite del Crillón dispusiera de tanto espacio.
Cuando cerró la puerta y se sintió a salvo de la mirada inquisitiva de su hija tuvo que enfrentarse al ceño fruncido de Ylena.
– ¿Quién es? -preguntó la mujer.
– Es mi hija, no se preocupe.
– Nadie debe verme con usted.
– Yo no sabía cuándo vendría usted y ella se presentó de improviso. ¿No cree que es mejor actuar con naturalidad?
Ylena le miró preocupada. Aquel imprevisto la desazonaba. No le había gustado la hija de Raymond; se había sentido escudriñada de arriba abajo por ella.
Raymond le entregó una cartera con la documentación y el dinero, que ella comprobó con minuciosidad.
– Prometieron dinero para nuestras familias.
– Aquí tiene una parte; el resto lo recibirán en un par de días, ya está todo arreglado. Busque la silla, las armas y los explosivos en la dirección que viene en el sobre. Allí les darán todo el material preparado. ¿Sus acompañantes están dispuestos?
– Lo estamos.
– Bien, entonces no hay mucho más que hablar. Que tenga suerte.
– ¿Suerte? Sabe que voy a morir.
– Lo sé, pero morirá cumpliendo una venganza; será una muerte dulce.
Ylena no respondió. Un ligero ruido la alertó y miró hacia la puerta que separaba el despacho de la sala donde se había quedado Catherine. Raymond observó su gesto e intentó tranquilizarla.
– No se preocupe, nadie nos escucha.
– ¿Está seguro?
– Lo estoy.
Cuando regresaron al salón Catherine hablaba por su teléfono móvil; parecía enfrascada en una conversación con una amiga. Raymond sintió alivio de que así fuera, Ylena apenas la miró.
– ¿Quién era esa chica? -preguntó Catherine apenas hubo salido Ylena.
– No sabía que eras curiosa -respondió él esquivando la respuesta.
– Y no lo soy, sólo que… en fin, no sé mucho de ti y me ha sorprendido ver a una chica tan especial a estas horas de la mañana.
– ¿Especial? ¿Qué tiene de especial?
– Su aspecto; es muy guapa aunque no tenga mucho gusto vistiendo.
– Para satisfacer tu curiosidad te diré que trabaja en el bufete de mi abogado y que me ha traído unos documentos que tenía que firmar. ¿Contenta?
– Bueno, en realidad me da lo mismo. Siento haberte preguntado -se excusó ella.
– Voy a regresar al castillo, ¿quieres venir conmigo?
– ¿Al castillo? ¿Ahora?
– Sí, con la firma de esos papeles ya no me queda nada por hacer en París, de manera que vuelvo a casa. Tú querías conocer eI castillo, ¿no?
– Sí, pero… bueno… no sé si quiero ir ahora.
– Serás bienvenida cuando quieras.
– Entonces, ¿te vas?
– Sí, a no ser que quieras que me quede para estar contigo.
– No, no te necesito para nada.
– Entonces regreso al castillo, tengo obligaciones que atender.
Catherine se levantó y cogió su abrigo y Raymond la miró con pesadumbre y temor. Le costaba entenderla.
Desde que había salido del Crillon dos hombres del Yugoslavo seguían a Ylena sin que ésta se diera cuenta. Tenían órdenes de no perderla de vista y, sobre todo, de comprobar que nadie la siguiera. Uno de los hombres parecía incómodo, no dejaba de mirar de cuando en cuando hacia atrás.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó su colega.
– No sé, pero creo que nos siguen. Había una mujer muy extraña en el vestíbulo del hotel…
– ¡Qué tonterías dices! He estado atento a todos los que entraban y salían y no he visto a nadie sospechoso.
– Puede que tengas razón.
– Este trabajo nuestro termina volviéndonos paranoicos.
– Más vale que no nos equivoquemos o el jefe nos cortará a tiras.
Diez agentes del Centro Antiterrorista seguían los pasos de los dos hombres del Yugoslavo y de aquella mujer alta y delgada que cruzaba con paso rápido la place de la Concorde, buscando la otra orilla del río, donde está la Asamblea Nacional. Estaban en contacto permanente con Lorenzo Panetta, quien les había conminado a no perder de vista ni a la mujer ni a los dos matones. Otro equipo del centro se había puesto en marcha para reforzar a los agentes que ya estaban en la calle. Panetta y Matthew Lucas estaban dispuestos a averiguar qué ocultaba el conde d'Amis; además, cada vez estaban más convencidos de que el padre Aguirre tenía razón y que el conde -como decía aquel jesuita- iba a intentar perpetrar su venganza contra la Iglesia, aunque ambos temían que quizá por seguir a al conde podían estar perdiendo la pista del Círculo. Quizá Hans Wein tenía razón: los malos suelen coincidir en los mismos supermercados de armas, de manera que Karakoz bien podría estar sirviendo al Círculo y al conde indistintamente, pero Panetta había decidido dejarse guiar por su intuición y Matthew Lucas le secundaba. Esperaba no estar cometiendo el primer error de su carrera.
– ¿Sabemos algo de su fuente? -preguntó el sacerdote a Panetta.
– Nos cuenta cosas vagas, sin importancia, pero espero que en algún momento nos sea de utilidad -respondió Panetta.
– Esa persona corre un gran peligro; si el conde descubre que le están espiando puede hacer cualquier cosa -dijo el jesuita con preocupación.
– No se preocupe; cuando alguien se mete en esto, sabe a lo que se arriesga -intervino Matthew Lucas.
– Aun así me preocupa saber que hay alguien en la guarida del lobo -insistió el sacerdote.
– Es un riesgo que tengo que correr -afirmó Panetta-. Es de vital importancia saber qué pasos va dando el conde y eso sólo lo podemos saber si nos lo cuentan desde dentro.
– Si su jefe se entera, ¿qué hará? -quiso saber el sacerdote.
– Mi jefe lo sabe casi todo; sabe que estamos consiguiendo información del entorno del conde, aunque no le he precisado cómo ni quién. Cuando todo esto termine, yo mismo se lo diré, le explicaré todo cuanto he hecho, pero por ahora es mejor que nadie sepa más de lo que necesita saber. Usted es sacerdote y puede guardar el secreto, y Matthew… bueno, creo que a pesar de todo entiende por qué lo he hecho.
El padre Aguirre encendió un Gauloises, había vuelto a fumar. Se reprochaba a sí mismo su debilidad, y se consolaba diciéndose que cuando terminara la pesadilla que estaba viviendo y pudiera regresar a su retiro de Bilbao, nunca más volvería a encender un cigarro.
Lorenzo Panetta también fumaba, y ambos se sentían avergonzados ante las miradas de reprobación del joven Matthew Lucas. Aquella mañana ya se había fumado medio paquete de Gauloises y sentía la garganta seca y áspera.
Sentados ante un panel de monitores a través del cual seguían el recorrido de aquella extraña chica por las calles de París, el viejo sacerdote aprovechaba los momentos de silencio para rezar
– ¿Sabe, padre? Cuesta creer que en pleno siglo XXI un hombre sea capaz de querer atentar contra la Iglesia por algo que sucedió en el siglo XIII, por más que ese fray Julián dejara el encargo de que se vengara la sangre de los cátaros.
Ignacio Aguirre sopesó las palabras de Matthew Lucas antes de responderle. En realidad, llevaba años dando vueltas a esa misma reflexión y aún más desde que el obispo Pelizzoli le mandó llamar a Roma. Y cuanto más respondía a la pregunta, más se daba cuenta de las malas interpretaciones a que daba lugar la crónica de fray Julián.
– Fray Julián no quería que corriera más sangre, y de ningún modo pedía venganza por la cruzada contra los cátaros. Nada más lejos de su propio pensamiento.
– Padre, creo que ya me he leído al menos media docena de veces esa crónica y la frase final es meridianamente clara: «Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes».
– Es lo que fray Julián temía: que ante tanta sangre derramada alguien creyera que la única respuesta fuera la venganza. Fray Julián era un hombre con problemas de conciencia, un clérigo que no compartía lo que estaba haciendo la Iglesia, pero que se sentía incapaz de traicionarla.
– En realidad la traicionó -apuntó Matthew.
– No, no lo hizo. Intentó conciliar todas las lealtades, y creo yo que hasta lo consiguió. Él no se apartó de la Iglesia, no se hizo cátaro, por más que intentó ayudar a que no perecieran aquellas gentes que tenían una visión distinta del cristianismo. Fue leal a doña María, agradecido por cuanto hizo por él, y porque quiso estar a la altura de lo que creyó que era su obligación con la casa de Aínsa, por más que el ser bastardo le dolía en lo más profundo. Protegiendo a doña María cumplió un compromiso de lealtad con su padre, aunque nadie le hubiera pedido que lo hiciera.
»A fray Julián le enfermó la conciencia: vivir la contradicción de ser leal a tan distintas causas. Era un hombre de bien, un hombre que abominaba de la violencia, y también un hombre cuya razón chocó contra el fanatismo inmísericorde de fray Ferrer. No puede aislar la última frase del resto de su vida; además, a mi juicio, también es ésta la interpretación del profesor Arnaud, que en definitiva fue quien nos ha legado el estudio sobre fray Julián, lo que éste teme es que algún día alguien quiera vengar tantas muertes y por ello se derrame más sangre.