– Hace una interpretación muy benévola e interesada de la crónica de ese fraile.
– No, Matthew, no es así. Si ha leído además de la crónica, todas las anotaciones del profesor Arnaud que la acompañan, verá que rengo razón. Y le aseguro quc Ferdinand Arnaud no era un hombre religioso, ni siquiera creyente.
Le llegó a conocer muy bien -aseguró Lorenzo Panetta interviniendo en la conversación.
– Nos vimos dos veces, pero fueron dos ocasiones muy especiales y, por difícil que parezca, a veces se conoce más a un hombre al que has tratado una hora que a alguien a quien ves todos los días.
Después de deambular Ylena se metió en el metro y tomó una línea que paraba cerca de la Gare de Lyon. Los agentes que la seguían la vieron acercarse a la taquilla, comprar un billete y pagar en efectivo. Uno de ellos, tras mostrar una placa de policía al empleado de los ferrocarriles, consiguió averiguar que la mujer había comprado un billete para el Orient Express.
– Va a Estambul -le dijo un cajero que luego estuvo todo el día pensando si había hecho bien en revelar el destino de aquella mujer de mirada perdida al tipo que le había enseñado una placa de policía.
Los agentes informaron nerviosos a Panetta y éste dio la orden de que al menos dos de ellos subieran al tren y no la perdieran de vista. Ya comprarían el billete al revisor; que inventaran lo que les diera la gana para justificar su presencia en el tren, pero se aseguró de que entendieran que no admitiría excusas si se les escapaba aquella misteriosa joven.
– Se va a Estambul -explicó a Matthew y al padre Aguirre, que escuchaban en silencio las órdenes de Panetta.
– Llamaré ahora mismo a mi agencia; tenemos gente allí -aseguró Matthew.
– Hágalo, yo voy a llamar a Hans Wein. Creo que debemos desplazar allí un equipo, aunque también tenemos gente, pero todos los ojos serán pocos.
Estaba hablando con Hans Wein para comunicarle las últimas novedades, cuando un agente destacado en el Crillon le llamó para anunciarle que el conde dejaba el hotel. Panetta no dudó ni un segundo en ordenarle que le siguieran.
– Supongo que no se va a encontrar con la chica, pero hay que seguirle dondequiera que vaya.
El padre Aguirre encendió un cigarro y aspiró el humo asesino que le quemaba la garganta. Lorenzo Panetta le imitó. Matthew Lucas salió de la sala protestando en voz baja.
La mujer se sobresaltó cuando escuchó la voz de su amante, aunque por aquel número de móvil sólo podía llamarla él. Pero Salim nunca la había localizado en horas de trabajo y eso la alarmó.
– ¿Estás ocupada?
– Sí -murmuró ella sonrojándose.
– Tenemos que vernos.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– ¿Ahora? ¿Dónde estás? No sé si podré…
– ¿Cuánto falta para que salgas a almorzar?
– Quince minutos, pero suelo hacerlo en la cafetería del Centro; no disponemos de mucho tiempo, apenas media hora, ¿no podemos vernos más tarde en mi casa?
– En tú casa no, estará vigilada.
– Entonces…
– ¿Qué ibas a hacer esta tarde?
– Irme a casa.
– Hazlo que has hecho en otras ocasiones: prepárate para salir a correr, sigues haciendo footíng, ¿no?
– Sí.
– Sal a correr; aunque son pequeños, puedes ir a los jardines de la place du Petit Sablon, al lado de tu casa. Nos veremos allí.
Sintió alivio cuando escuchó el clic que indicaba que él había cortado la comunicación. Miró a su alrededor para observar si alguien la miraba, pero nadie parecía hacerlo. Los empleados del Centro aparentaban no preocuparse por las vidas ajenas y no meterse en los asuntos de los demás, pero ella sabía por experiencia propia que todos se sabían al dedillo la vida de los demás. Y ella era una persona especialmente significada, y ahora más que nunca necesitaba volverse invisible.
Apenas almorzó, pero nadie comentó su falta de apetito. Procuró no parecer ansiosa por marcharse, pero en cuanto fue la hora cogió el bolso y dejó la oficina.
Se impuso conducir despacio para llegar a su casa. Una vez allí, se cambió con parsimonia buscando el chándal más favorecedor. No es que tuviera muchas esperanzas de conmoverle, pero al menos lo intentaría. De manera que se retocó el maquillaje, se puso un chándal que creía le sentaba bien y salió como tantas otras tardes a correr por los alrededores de su casa situada en aquel barrio elegante y discreto de Sablon, muy cerca de la place Royale y del Museo de Arte Antiguo. En aquel edificio vivían dos altos funcionarios de la OTAN y, como bien sabía, estaba vigilado. En realidad Bruselas era una ciudad vigilada noche y día donde los servicios de espionaje propios y ajenos no se perdían de vista.
Pasó por delante de las estatuas de los condes de Egmont y de Horn, víctimas siglos atrás de la Corona española, y corrió alrededor de la verja del parque, una verja de hierro forjado decorada con columnas de estilo gótico.
Aquel parque era pequeño pero muy verde, y a aquellas horas había poca gente.
Dejó vagar la mirada buscándole y no tardó en verle caminando distraídamente como quien no tiene prisa y se entretiene paseando. Intentó comportarse con naturalidad mientras se dirigía hacia él.
– Estás corriendo un riesgo muy grande viniendo aquí-le dijo ella.
– Sí, supongo que sí, pero necesitaba verte.
– ¿Sucede algo? -preguntó alarmada.
– Quiero que nos casemos.
Ella sintió que la sangre le subía a la cabeza. La petición de matrimonio de Salim la desconcertaba. ¿Cómo podía querer casarse con ella después de lo sucedido en Roma? Allí la había despreciado hasta hacerla sentir menos que nada, y ahora de repente le pedía que se casara con él.
– Pero ¿por qué? -se atrevió a preguntarle.
– ¿No sabes por qué? Porque te quiero. Siento lo que pasó. Quiero que cambies, que seas como yo, pero deseo que lo hagas porque me quieres tanto como yo te quiero.
En el tono helado de Salim no había ni una pizca de romanticismo, pero ella creyó que él estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse arrepentido.
– Yo te quiero, Salim, y claro que deseo casarme contigo.
– Entonces lo haremos cuanto antes.
– ¡Estás loco, sabes que no podemos! Tendrías a todo el Centro investigándote, y yo ya no te sería de ninguna ayuda.
– Por ahora sigo siendo un ciudadano fuera de toda sospecha. Quiero que nos casemos, lo tengo todo preparado. Lo haremos en Roma dentro de una semana.
– ¿En Roma…?
– El tono de ella denotaba dolor. En Roma había vivido el peor día de su vida, había creído que le perdía, se había sentido humillada, despreciada.
– Sí, en Roma, quiero compensarte por lo que pasó. No te abrazo porque no sé si alguien puede vernos, pero debes estar segura de mi amor.
Suspiró aliviada. No había logrado conciliar el sueño desde que regresó de Roma aquel fin de semana fatídico, y ahora él le pedía que se convirtiera en su esposa, algo con lo que ni siquiera se había atrevido a soñar.
– Te quiero, Salim, te quiero más que a mi propia vida y nunca creí que podría convertirme en tu esposa. Dejaré de ser como soy, me convertiré en una buena musulmana, te seguiré donde quiera que vayas. No soporto estar sin ti.
– Entonces me has perdonado -le dijo él mirándola con intensidad.
– Puedes hacer de mí lo que quieras, Salim.
– Bien, organízalo todo para estar dentro de una semana en Roma. Pide unos días de vacaciones para nuestra luna de miel.
– ¿Debo anunciar que me caso?
– No, ya lo harás a tu regreso. Decidiremos juntos qué hacer después. Ahora sólo debemos pensar en la boda.
– Salim, no quiero ir al mismo hotel -suplicó ella.
– No lo haremos. ¿Te parece bien el Excelsior?
– Cualquiera menos…
– Calla, no lo recuerdes. Te compensaré, te prometo que te compensaré. Y ahora vete, corre, piensa en nosotros. Siento no poder abrazarte.
Corrió sin rumbo, después de cruzar la rue de la Régence hacia la place du Gran Sablon donde en aquel momento se estaba iluminando la fachada de Nótre Dame du Sablon, una iglesia gótico-flamenca que era uno de los orgullos de la ciudad.
Cuando regresó a su apartamento estaba extenuada; se preguntaba por qué no se sentía feliz: quería casarse con Salim, sabía que su destino estaba unido al de aquel hombre, pero la petición de matrimonio la había apesadumbrado, sin que ello supusiera ni por un momento que cuestionara la idea de casarse con él. Lo haría, en realidad ya no se pertenecía a ella misma, lo había descubierto aquella noche en Roma cuando él la hizo sentirse poco menos que un guiñapo; desde entonces no había conseguido recuperar su autoestima; por eso no lograba sentirse feliz ni aun sabiendo que él la quería.
35
Su madre había cocinado un cuscús de cordero ayudada por la silenciosa Fátima.
Su padre había pedido a Laila que aquel sábado no saliera de casa y diera la bienvenida, junto al resto de la familia, a su primo. Mohamed había temido que su hermana se negara, pero parecía haber aceptado de buen grado participar en aquella cena familiar.
Mustafa llegó a media tarde con una maleta pequeña como todo equipaje, a pesar de que aseguraba que quería probar suerte en España.
– Aquí las cosas no son fáciles -le aseguró Mohamed-, cada día están más duros con los papeles; además son unos racistas, prefieren a los suramericanos porque son cristianos como ellos.
El padre de Mohamed aseguró a Mustafa que harían lo imposible por ayudarle y que podía quedarse a vivir con ellos el tiempo que fuera necesario.
– Eres hijo de mi hermano, sangre de mi propia sangre, y ésta es tu casa. No tenemos lujos, pero sí algunas comodidades.
Mustafa les entretuvo contándoles las últimas novedades que se habían producido en la familia: bodas, defunciones, bautizos, trabajos… lo mezclaba todo mientras daba buena cuenta del cuscús servido por la esposa de su tío.
– Y tú, Laila, ¿siempre comes con los hombres? -preguntó de improviso a su prima.