– ¿Acaso te ofende que me siente a comer en mi propia mesa?
– No, pero… bueno, veo que tu madre nos sirve como hacen las buenas musulmanas y que tu cuñada la ayuda, pero ninguna se ha sentado con nosotros.
Mohamed se revolvió incómodo en la silla mientras que su padre sintió la mirada de su esposa clavarse con rabia en su sobrino.
– Esto es España, Mustafa -respondió Laila-, y yo soy española. Hace años que tengo la nacionalidad. Aquí no hay diferencias entre mujeres y hombres, todos tenemos los mismos derechos y deberes. No me importa ayudar a servir la cena; lo hago encantada, pero no comparto que mi madre no pueda sentarse con nosotros y que tampoco lo haga Fátima. ¿Qué hay de malo en comer juntos? No creerás que a Alá le importa que lo hagamos.
– La tradición es ley y debemos respetar nuestras propias leyes. Por más que hayas cambiado de nacionalidad eres quien eres: Laila, la hija de tus padres, marroquí y musulmana, ¿o acaso has apostatado de nuestra fe?
– Soy creyente y cada día que pasa siento que Alá me da más fuerzas para vivir y hacer lo que hago.
– ¿Y romper con la tradición es lo que crees que debes hacer?
– Tenemos que entrar en el siglo XXI, Mustafa. El reloj no se para. Lo han hecho los cristianos, lo han hecho los judíos, y nosotros no podemos seguir retrasándolo. Dime, Mustafa, si tuvieras un cáncer, ¿irías a un hospital? ¿Permitirías que te operaran y te dieran un tratamiento del siglo en que vivimos o preferirías que te pusieran un emplaste y te dieran una cocción de hierbas para curarte?
– No sé qué pretendes decir -respondió Mustafa, malhumorado.
– Pues que si tuvieras una grave enfermedad te curarías con remedios de este siglo, no te empeñarías en morirte porque en el pasado se curaba con sangrías y emplastes. Tenemos que adaptar nuestras costumbres al mundo actual, y eso nada tiene que ver con la fe ni con la piedad. Yo soy creyente, Mustafa, pero si me pongo enferma voy al médico, si quiero ir de viaje lo hago en avión, en tren, en autocar, en barco, como tú lo has hecho; no me subo en un pollino para ir de un lugar a otro. Si me quiero informar de lo que sucede en Marruecos pongo la televisión, no espero a que un pariente nos escriba diciendo lo que allí sucede. Para saber de la familia utilizo el teléfono, lo mismo que tú. Y no confiamos los alimentos al fresco de la noche, sino que los guardamos en la nevera. El mundo ha cambiado, Mustafa, el reloj no se ha parado, y nosotros debemos adaptar nuestras costumbres, nuestras normas, al mundo en que vivimos; debemos leer los textos antiguos con otra mirada, sin perder lo esencial, y lo esencial es que Alá existe y que no debemos olvidar que es el Misericordioso.
La habían escuchado en silencio. Su madre, esbozando una sonrisa de orgullo; Fátima, con admiración; su padre, con cariño; Mohamed, con asombro; y hasta Mustafa, por lo mucho que tardó en reaccionar, parecía impresionado por Laila.
– Haces trampa con las palabras. ¿Quién eres tú para interpretar la Ley? ¿Acaso eres más sabia que nuestros imames y ulemas, que han dedicado toda su vida al estudio del Corán? Buscas excusas para justificar tu comportamiento, nada más.
– ¿Mi comportamiento? ¿Qué sabes tú de mi comportamiento? ¿A qué te refieres?
– Me ha extrañado verte sin el hiyab… y que estés sentada aquí con los hombres; en cuanto a las cosas que dices… procura que nadie te oiga, porque causarías escándalo en nuestra comunidad.
– Se escandalizan quienes quieren y es en ellos donde anida el mal, no en mis palabras. Yo sólo digo que no es incompatible la fe con la democracia y la libertad, y con el respeto a las creencias de los demás. Hay una frase de Martin Luther King que siempre me ha conmovido, dice así: «Hemos sido capaces de volar como los pájaros, de nadar como los peces, pero no somos capaces de vivir sencillamente como hermanos». Pues bien, yo creo que es posible hacerlo, depende de nosotros, de que no seamos tan soberbios de creer que a cada uno nos asiste toda la razón, de querer imponernos a los demás, de condenar y combatir a los que rezan, sienten o piensan de manera distinta. Dejemos que cada cual rece a su Dios, dotémonos de normas y de leyes que cumplamos todos y que hagan posible la convivencia pacífica y respetuosa, y reconozcan los derechos sagrados que tenemos como personas.
– ¡Basta! -gritó Mohamed, más conmovido de lo que quería permitirse. Las palabras de su hermana le llegaban a lo más profundo de su ser y sentía una rabia infinita hacia ella, por ser capaz de hacerle dudar.
Durante un segundo Mohamed se había dejado envolver por el razonamiento de Laila; se decía que de nada serviría que él se inmolara, que el mundo no sería mejor porque destruyeran los restos de aquella cruz en que había muerto el profeta Isa.
Laila había estremecido su conciencia, pero ya no podía volverse atrás.
– Cálmate, Mohamed -pidió su padre-, y tú, Laila, calla de una vez y no nos pongas en evidencia delante del hijo de mi hermano. Mustafa habla de acuerdo a la tradición que todos debemos respetar. Y ahora deberíamos retirarnos, Mustafa estará cansado del viaje y vuestra madre y Fátima deben poder sentarse a reposar y comer algún bocado.
Mustafa asintió y dio las gracias mientras Mohamed le conducía al pequeño cuarto donde hasta ese momento habían alojado a los hijos de Fátima. Mientras Mustafa estuviera con ellos, los niños compartirían la habitación con Fátima y con Mohamed, lo que suponía un alivio, porque de esa manera tendría otra excusa para no tocarla. No se había quedado embarazada pese a todos los intentos y él sentía cada día más repulsión del cuerpo blando de su mujer, de sus ojos indiferentes que le dejaban hacer sin emitir ningún sonido. Ella estaba tan lejos de allí como él mismo cuando la poseía.
– Mujer, cuando termines ven a acostarte, se te ve cansada.
La mujer asintió sin responder a la orden de su marido que salía de la sala en dirección del dormitorio. Cuando se quedaron solas, hizo una seña a Laila y a Fátima para que la siguieran a la cocina.
– Laila, debes tener cuidado. No me gusta lo que ha dicho tu primo Mustafa.
– Madre, no debes preocuparte, nada puede hacerme.
– Sí puede -murmuró Fátima.
Laila y su madre la miraron expectantes. Fátima se mordió el labio sin decidirse a hablar. Había llegado a apreciar a su suegra, que jamás le había levantado la mano y se mostraba amable y cariñosa con sus hijos. En cuanto a Laila… la admiraba, le hubiera gustado tener el valor de ser como ella. Hasta que la conoció pensaba que su obligación era subordinarse a los hombres, pero ahora… no, no se atrevería a rebelarse contra Mohamed, ni contra el venerable imam Asan al-Jari, del que tenía el honor de ser hija; pero el que no fuera capaz de hacerlo no significaba que no creyera que Laila tenía razón en cuanto decía.
– ¿Qué quieres decir, Fátima? -le preguntó Laila con más curiosidad que preocupación.
– Son nuestras costumbres… ya sabes… pueden lavar el honor de la familia… pueden matarnos si manchamos el honor de la familia… y tu primo… no sé… perdóname, pero no me gusta.
Laila soltó una carcajada y se acercó a Fátima para abrazarla. Sentía compasión por su cuñada, por aquella mujer poco agraciada, que se ocultaba bajo chilabas oscuras y con el hiyab cubriéndole siempre el pelo.
– Fátima, estamos en España, aquí no suceden estas cosas; nadie me va a matar, además yo no he manchado el honor de la familia.
Pero su madre había palidecido, sopesando las palabras de su nuera. A ella le había sorprendido el apremio del hermano de su marido para que recibiera a su hijo Mustafa, y la había inquietado ver cómo éste había buscado la confrontación con Laila.
– Pero el honor de la familia lo suelen resolver los familiares directos, el padre, el marido, el hermano… -dijo la mujer mirando a Fátima.
– Pero hay ocasiones en que si es necesario se busca a otro miembro de la familia. Puede haber padres que no se sientan capaces de matar a su propia hija, y… bueno, yo creo que pese a todo Mohamed quiere a Laila. A veces he temido que él… pero no… no creo que fuera capaz de matarla.
Su suegra emitió un sonido lastimero mientras que Laila la miró con asombro. Fátima estaba hablando de su vida como si no le perteneciera, como si vivir o morir dependiera de la voluntad de su familia.
– Fátima, llevo años luchando contra todo esto que dices. No podemos dar por bueno que a una adúltera se la lapide o que a un ladrón se le corte la mano o a que a una mujer se la asesine para lavar no sé qué extraño concepto del honor o que a una niña la casen con un desconocido.
– ¡Ten cuidado, Laila, no te confíes! -le pidió Fátima con voz de súplica-. Y cuídate de Mustafa, evítale. No te dejaremos sola, ni siquiera por la noche deberías estar sola. Atranca bien la puerta y no te fíes de tu primo.
Fátima se asustó cuando su suegra se acercó a ella y le cogió las manos apretándoselas con fuerza mientras la obligaba a mirarla de frente.
– ¿Qué sabes, Fátima? ¡Dínoslo! -le ordenó.
– ¡No sé nada, os lo aseguro! Si supiera algo no dudéis que lo diría, no quiero que… no quiero que le pase nada a Laila, pero tengo miedo.
Las tres mujeres se quedaron en silencio, sobrecogidas, y Laila por primera vez también sintió miedo.
Mohamed ayudaba a su primo a colocar la poca ropa que guardaba en la maleta.
– Tu madre no ha debido permitir que tu hermana se haya convertido en una cristiana -reprochó Mustafa a Mohamed.
– Laila es como es y no es culpa de mi madre. Esto es muy diferente de la aldea donde vives, aquí es obligatorio que las niñas vayan al colegio y, desgraciadamente, les meten ideas en la cabeza. Mis padres nos han educado como debían.
– Tú eres un buen musulmán; alguien de quien sentirnos orgullosos, pero tu hermana… está provocando el deshonor a nuestra familia.
– Mí hermana no ha hecho nada reprobable -la defendió Mohamed.
– ¡Vamos, tú sabes que sí! Lo que ha dicho esta noche es blasfemia. Supongo que le tienes afecto, pero no debería importarte lo que le pase; cuanto antes lo resolvamos, mejor. Tú deberías haberlo hecho pero ya me han dicho que… bueno, que eres un hombre importante, que no debes tener problemas con la ley. Para eso está la familia. Tu padre es débil, siempre lo ha sido, me lo ha explicado el mío. Es una pena, porque es el mayor, aunque de hecho es a mi padre a quien acude la familia para pedirle justicia.