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La situación en Montségur había empeorado y el senescal aseguraba que era cuestión de tiempo que el señor De Perelha aceptara la rendición.

Bajo la enérgica dirección del obispo de Albi, las máquinas de guerra no daban respiro a los defensores. Los cruzados estaban ya a pocos metros del castillo y las catapultas habían batido buena parte del muro oriental.

Julián escribía ensimismado la crónica ordenada por doña María. A través del cabrero, la dama le había mandado recado de que Teresa estaba a buen recaudo junto a su hermana en la corte del conde Raimundo. Sin embargo, de eso hacía ya tiempo; la Navidad había pasado, enero estaba llegando a su fin y seguía sin tener noticias de doña María.

De Fernando tampoco tenía nuevas. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. En ocasiones estuvo tentado de recabar noticias a la encomienda templaria situada a pocos días a caballo, pero no se había atrevido a hacerlo para no aumentar las dificultades de Fernando y, lo que era peor, alertar a los enemigos de ambos. De manera que se había dedicado noche y día a escribir aquella crónica sobre Montségur y los herejes, que algún día depositaría en manos de su hermanastra Marian.

Escondía con celo sus escritos para evitar la tentación de leerlos a los que visitaban su tienda. A veces creía sorprender a fray Ferrer observándole con desconfianza. Sentía la antipatía de su superior, se decía que era incapaz de mostrar buenos sentimientos hacia nadie. Hasta fray Pèire parecía asustado en su presencia.

Un soplo de aire se coló por la abertura de la puerta de la tienda, que dio paso a fray Pèire.

Julián, ¿cómo os encontráis hoy?

– Mejor, hermano, mejor.

– ¡Cuánto trabajáis!

– Quiero estar preparado para cuando comience el juicio de los herejes.

– Pero ¿qué escribís con tanto celo?

– Pongo en orden sentencias de otros juicios de herejes, y las disposiciones aprobadas en los concilios. Nada importante, pero me ayuda a pasar las horas en estos días de lluvia en que sólo un loco se aventuraría a salir.

– Tenéis razón. Os confieso que la humedad me está afectando a los huesos. Hay días en que los miembros me duelen de tal manera que pienso que no podré moverlos. El físico del senescal me ha sangrado, pero no me alivia el dolor.

– El físico del senescal no sabe nada.

– ¡Pero Julián!

– Es un carnicero cuya única ciencia consiste en sacar sangre de las venas, tanto da que se trate de un dolor de barriga que de un resfriado.

Fray Pèire no respondió; en su silencio había una aceptación implícita de las palabras de Julián. Durante un rato, conversaron de las noticias que corrían por el campamento, aunque no se hubiera producido ninguna novedad destacable.

Poco después de marcharse fray Pèire, un sirviente entró anunciándole que el cabrero solicitaba permiso para visitarle. De su hombro colgaba una ristra de quesos.

– He venido a traer algunos quesos al senescal -saludó. Julián sintió un ataque de vértigo, pues si bien ansiaba noticias de doña María, al tiempo las temía. Seguía sin saber qué le había podido ocurrir a la señora.

– Doña María quiere veros. Una noche de éstas os vendré a buscar, no sé cuándo. Ahora las cosas han cambiado, e ir y venir a Montségur es más difícil. Pero estad preparado.

A partir de ese momento Julián volvió a dormir inquieto, a pesar de que las hierbas que le había suministrado el físico templario conseguían inducirle al sueño. Sus noches se llenaron de pesadillas en las que doña María aparecía dándole las más diversas órdenes que ponían en grave riesgo su vida. Se despertaba sobresaltado en medio de sudores fríos que le recorrían la columna. De nuevo había perdido el apetito. Fray Pèire le creía un santo, convencido de que su delgadez se debía al afán de sacrificio y renuncia a todo lo material, incluida la buena mesa que todavía era posible encontrar en aquel campamento.

La noche en que apareció el cabrero, Julián acababa de beber la infusión que le permitiría instalarle en el sueño.

– Daos prisa, hoy la noche no está muy clara; debemos aprovecharla para llegar cuanto antes.

Julián le siguió temiendo dormirse por el camino, aunque en realidad lo que más temía era caer en manos de los cruzados, a los que no podría explicar qué hacía escalando riscos con el cabrero en dirección al castillo maldito.

Una vez más perdió la noción del tiempo; no supo cuánto había caminado, aunque le pareció que mucho más que en ocasiones anteriores. Le dolían los pies.

Cuando doña María apareció, de repente, como un fantasma, le costó reconocerla.

El rostro de la dama se había afilado aún más a causa de las privaciones y un cerco violeta enmarcaba su mirada, ahora apagada. Doña María había perdido, además de lozanía, la vivacidad de antaño. Se la notaba extenuada.

Le abrazó con afecto como hacía mucho tiempo que no lo hacía.

– Ven, siéntate, no tenemos mucho tiempo -le dijo, invitándole a compartir junto a ella un saliente de la roca.

– Mi señora, os noto cansada.

– Lo estoy, vuestras catapultas no nos dan tregua. Ese demonio de obispo con sus infernales máquinas… en fin, ya falta menos, pero no es de guerra de lo que quiero hablar, sino de mi hijo.

– ¿De Fernando? Señora, yo… perdonadme, pero no he tenido noticias suyas.

– Lo imaginaba. No te has atrevido a indagar.

– Señora, es difícil saber lo que sucede tras los muros de las encomiendas del Temple; los caballeros sólo responden ante el Papa.

– Pero podrías acercarte a visitar a Fernando.

– Vos sabéis que los caballeros templarios no reciben visitas. Les está prohibido, son monjes, señora.

– Bien, pues si no vas tú, iré yo.

– ¡Vos! Pero no podéis hacerlo.

– Claro que puedo. ¿Sabes? No sólo las máquinas del demonio de tu obispo me impiden dormir; la suerte que haya podido correr Fernando me atormenta, porque me siento responsable si ha sufrido algún mal. Una cosa es saber que puede morir en combate luchando contra los sarracenos y otra muy distinta que esté en una mazmorra pudriéndose. Eso no lo podría soportar.

– Había un caballero, Armand de la Tour, un físico, que parecía profesarle afecto…

– Entonces, Julián, intentad poneros en contacto con ese caballero. Que os dé noticias de Fernando.

– ¡Pero, señora, eso no es posible!

– Pues tendrá que serlo -sentenció doña María-. Dentro de dos semanas te mandaré a buscar. Creo que al menos otras dos semanas resistiremos -murmuró para sí.

– Señora, no sabéis lo que pedís.

– Sí, claro que lo sé. He de morir con la conciencia tranquila, y no falta mucho para que eso suceda. Tú mismo me juzgarás y enviarás a la hoguera.

Julián bajó la cabeza, abrumado por las palabras premonitorias de doña María. No pudo evitar las lágrimas.

– Vamos, hijo, no llores, las cosas son así, tú te has empeñado en servir a esa Iglesia que no es otra cosa que una Gran Ramera, haciendo caso omiso de mis recomendaciones.

– ¡Vos quisisteis que fuera dominico!

– Eso fue antes de encontrar a los Buenos Cristianos.

– Señora, vos pretendéis que los demás creamos en lo mismo que vos, y que dejemos de creer cuando vos dejáis de creer, y que veamos el día cuando es el crepúsculo, y la noche cuando amanece…

– ¡Basta, Julián! No te atormentes, no te voy a exigir que cambies de creencias, ya no tengo tiempo para ello; además, a tu manera, también tú eres un hereje.

– ¡Dios se apiade de mí!

– Eso no lo sé -bromeó doña María sin que Julián alcanzara a captar el matiz guasón de su voz.

El cabrero se acercó a ellos haciendo una señal a la dama. -Es verdad -dijo doña María-, se ha pasado el tiempo y debes irte. Te mandaré a buscar para que me des noticias de Fernando.

– ¿Habéis vuelto a saber de Teresa? -preguntó Julián con apremio en la voz.

– Ya te mandé decir que Teresa está bien. A finales de enero regresó Matèu, uno de los perfectos que la acompañaron a la corte de Raimundo. Pero no hemos vuelto a tener noticias.

– ¿Uno de esos hombres regresó?

– Claro, ya te lo he dicho. Creíamos que vendría con refuerzos, pero sólo trajo dos hombres de armas. Pèire Rotger de Mirapoix cree que se debe volver a intentar.

– ¿Volver a pedir ayuda al conde?

– Mirapoix ha convencido al señor del castillo, su parienteRaimon de Perelha, de que es necesario mantener la esperanza en los hombres; por eso ha vuelto a pedir a nuestro obispo, Bertran Martí, que envíe de nuevo a Matèu o a otro de los diáconos a hablar con Raimundo. Ya ves cuánto confío en ti, que te desvelo nuestros más íntimos secretos y la angustia de nuestra situación.

– No os deseo ningún mal.

– Tú eres bueno, Julián, sólo que ahora estás en el lugar equivocado. Te ha faltado perspicacia para darte cuenta del error. Crees que convertirte en un buen cristiano es un salto en el vacío, pero en realidad lo eres más de lo que siquiera puedas imaginar.

Julián se quejó a fray Pèire de que no le quedaba ni una brizna de las hierbas del físico templario, y que sin ellas le volvía a martirizar el dolor de vientre, amén de que no podría conciliar el sueño.

El bueno del fraile intentó convencerle a su vez de que no podía enviar a nadie a la encomienda, con la muy extraña petición de que les surtieran de hierbas para un dominico. Además, fray Ferrer no lo autorizaría.

Durante dos días Julián guardó cama quejándose de un dolor insoportable en el abdomen; incluso se dejó sangrar por el físico del senescal, consiguiendo aumentar la palidez de su ya blanco color de piel.

A regañadientes, fray Ferrer accedió a los ruegos de fray Pèire y consintió en enviar un paje al castillo del Temple situado en Agen, la encomienda templaria de Armand de la Tour y el hermano de Julián.

El paje fue recompensado con una bolsa de monedas, con la promesa de recibir otra más si aparte de traer las apreciadas hierbas conseguía noticias de Fernando.

– Es mi hermano -explicó Julián-, saludadle de mi parte si os es posible y si no lo fuera dadle esos saludos al caballero De la Tour para que se los transmita cuando tenga ocasión.

Hasta una semana después no regresó el paje y Julián no tuvo las ansiadas noticias.