– ¡Ah, la religión! Ni a mí ni a mis representados nos importan las religiones; se trata de negocios, nada más. Si la gente es tan estúpida de matarse en nombre de Alá o de Dios tanto nos da, para nosotros es la excusa que necesitamos para que los gobiernos vayan en la dirección que nos conviene. Nada más.
– Entonces, ¿no le volveré a ver?
– No. Si estoy aquí es porque quería asegurarme de que todo continuaba adelante, que no hay imprevistos de última hora.
– No los hay, esté tranquilo.
– Bien, entonces me marcho.
– ¿Quiere quedarse a almorzar?
– No sería prudente, su hija podría sospechar.
– ¿Sospechar? ¿Qué habría de sospechar?
– Creo que es más perspicaz de lo que usted supone.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabe?
– Por el brillo de sus ojos.
Raymond de la Pallisière no respondió. Mientras se levantaba para despedir al Facilitador pensó que sería un alivio no volver a tener que tratar con él. Había en aquel hombre una nota de vulgaridad que siempre le había repelido.
Salieron de la biblioteca y se dirigieron hacia el patio del castillo. Un golpe seco les alertó. La puerta de la biblioteca se había cerrado de golpe como si alguien hubiera salido de allí con prisa. El Facilitador miró a Raymond y éste le sostuvo la mirada.
– Supongo que el viento habrá cerrado la puerta.
– ¿El viento? Por lo que he visto todas las ventanas estaban cerradas.
– No sea paranoico, no había nadie; la biblioteca sólo tiene una puerta.
– Usted conoce su casa. Espero… espero que todo salga bien, de lo contrario no será a mí a quien vuelva a ver, pero le aseguro que mis representados tienen contacto con gente que usted preferiría no conocer.
– ¡No me amenace! Está usted en mi casa, ¿cómo se atreve?
– No es una amenaza, conde, es una advertencia.
Raymond estuvo distraído durante el almuerzo, y Catherine tampoco parecía con demasiadas ganas de hablar. Hasta el final ella no le anunció que se marchaba.
– ¿Cuándo lo has decidido? -quiso saber él.
– Ya te dije que no iba a quedarme mucho tiempo.
– ¿Dónde irás?
– Bueno, quiero conocer la Costa Azul y luego quizá vaya a Italia.
– No te marches, por favor, quédate un poco más -le suplicó el conde.
Catherine parecía conmovida por la angustia que mostraba su padre ante el temor de perderla.
– Sabes que mí intención nunca ha sido la de quedarme. Tengo mi vida en Nueva York, y no puedo abandonar la galería; mi madre trabajó duro para que su negocio fuera importante.
– ¿Me permites acompañarte?
– ¿Acompañarme? ¿A Nueva York?
– A donde vayas. Soy viejo, no tengo a nadie excepto a ti, y dentro de unos días… digamos que lo que ha dado sentido a mi vida dejará de dármelo.
– ¿Y qué es lo que ha dado sentido a tu vida?
– Vengar la sangre de los inocentes.
Catherine se estremeció, recordaba aquellas palabras de la Crónica de fray Julián. Miró a Raymond sintiendo pena por él. Le habían educado en aquella obsesión, haciéndole guardián de aquellas palabras para perpetrar una venganza. Y, sin embargo, ella no creía que fray Julián pidiera venganza; al contrario, temía que alguien pudiera querer vengar la sangre derramada derramando, a su vez, mucha más.
– Estás loco.
– No, no lo estoy, tú sabes que no lo estoy.
– No puedo quedarme.
– Al menos quédate unos días más, dos, tres, espera a que termine la Semana Santa.
– ¿Por qué?
– Es lo único que te pido.
– De acuerdo -consintió ella al tiempo que sentía una punzada de inquietud.
Edward escuchaba la conversación entre padre e hija mientras mandaba retirar las bandejas de la mesa. El mayordomo parecía apesadumbrado, tanto como lo estaba el conde. Catherine cruzó su mirada con él y en los ojos de ambos hubo un destello de desafío.
39
El rostro de Panetta reflejaba una enorme tensión, la misma que se dibujaba en el padre Aguirre y el comisario Moretti. Dos días atrás, el miércoles por la noche, la fuente de Panetta en el castillo d'Amis le había telefoneado anunciándole que el Viernes Santo se cometerían tres atentados: uno en el norte de España, en Cantabria, en el monasterio de Santo Toribio; otro en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, y el tercero en Roma. Su fuente le confesó que le había sido imposible averiguar el lugar exacto en que los terroristas iban a atacar en la capital italiana. Había corrido un gran riesgo espiando la conversación del conde con un misterioso visitante que parecía tener un gran ascendiente sobre él. Por su acento parecía inglés, respondía al nombre de señor Brown y hablaba de sus «representados» como personas que sacarían un importante rédito del enfrentamiento entre los islamistas radicales y Occidente.
Panetta pidió a su interlocutor que buscara cualquier excusa y abandonara el castillo, pero le respondió que no podía, que si se marchaba el conde sospecharía. Luego colgó el teléfono sin que Panetta supiera por qué, sumiéndole en un estado de ansiedad que le costaba dominar.
Desde aquel miércoles por la noche Hans Wein, director del Centro de Coordinación Antiterrorista europeo, había desplegado todos los medios a su alcance para, junto a las policías española, italiana e israelí, buscar por todos los rincones a los comandos del Círculo. Tenían apenas dos días para intentar detenerles.
También esa noche Panetta decidió desplazarse a Roma, el lugar más vulnerable de la operación ya que desconocían dónde se proponían golpear los terroristas. El padre Aguirre viajó con él.
Antes de ir al aeropuerto Panetta había hablado personalmente con Arturo García, el delegado del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea en Madrid, un español curtido en la lucha contra ETA. Panetta le habló de Salim al-Bashir y el español le aseguró que buscaría alguna pista del personaje. Aún no había salido hacia el aeropuerto cuando recibió la llamada del policía español.
– Su profesor estuvo hace poco en España, en Granada, en una conferencia sobre la alianza de las civilizaciones. Al parecer Bashir vino invitado por un empresario granadino de origen marroquí, un tal Omar. Tiene varias agencias de viajes y una flota de autocares. Pasa por ser un moderado y es un hombre bien considerado por las autoridades de mi país.
– ¡Es del Círculo! ¡Estoy seguro! -respondió Panetta.
– Puede que tenga razón o quizá no; en todo caso hemos pedido autorización judicial para pincharle los teléfonos y seguir todos sus pasos. No hay mucho tiempo pero espero que seguirle nos dé algún resultado. Las fuerzas de seguridad ya están en situación de alerta estudiando un plan de protección de Santo Toribio. Da la casualidad que éste es Año Santo, y hay peregrinos que acuden a diario al monasterio desde todos los puntos de España y de Europa.
– ¿No ha dicho que Omar tiene agencias de viajes?
– Sí, las tiene, y estoy a la espera de que me digan si ha enviado alguna excursión a Santo Toribio. En cuanto sepa algo le volveré a llamar.
– Salgo para Roma, llámeme a la delegación del Centro de Coordinación Antiterrorista.
– ¿A estas horas?
– Nuestros colegas franceses han puesto un avión a disposición del Centro.
– A eso se le llama cooperación. Bien, le mantendré informado.
Hans Wein se había encargado de hablar con los israelíes, y Matthew Lucas había viajado en un avión privado hasta Jerusalén para explicarles todos los detalles de la investigación.
Pero aquella angustiosa noche del miércoles, Hans Wein le había vuelto a repetir a Panetta que los británicos seguían negándose a que se vigilara a Salim al-Bashir donde quisiera que estuviera.
– Me han insistido que Bashir es un hombre intocable y que si le molestamos y trasciende a la prensa se organizará un buen escándalo -explicó Wein.
– ¡Pero no te das cuenta de que es el cerebro de toda esta operación! Salim al-Bashir está en Roma, es él quien ha organizado todos los atentados, por más que los vaya a financiar el conde d'Amis, y sabemos que también habrá un atentado en Roma, ¡por favor, actúa!
Pero Wein se había mostrado inflexible: sin permiso de los británicos no lo haría.
– Los israelíes ya se han puesto a trabajar, pero están a ciegas.
– No sabemos más de lo que te he dicho: el atentado será en el Santo Sepulcro.
– Sí, eso les he dicho. Matthew Lucas les dará toda la información de que disponemos en cuanto llegue a Jerusalén, aunque ya les he enviado un memorando. No salen de su asombro con la historia del conde y los cátaros…
– Al menos saben cuál es el lugar elegido. Espero que puedan evitar que los salvajes del Círculo organicen una carnicería.
– Van a rodear la iglesia del Santo Sepulcro, aunque me han dicho que no la van a cerrar, quieren coger a los terroristas. Tienen tan poca información como nosotros sobre el Círculo. Los comandos son como fantasmas… en fin… espero que sean capaces de evitar una catástrofe. También he hablado con el ministro del Interior español.
– Yo acabo de hacerlo con nuestro delegado.
– El ministro está sorprendido de que el Círculo haya decidido atacar España, no lo entiende puesto que su Gobierno es el gran promotor de la alianza de civilizaciones.
– Supongo que con alianza o sin ella se lo tomarán en serio -replicó Panetta-, aunque ya te he dicho que acabo de hablar con nuestro hombre en Madrid, y me ha confirmado que las fuerzas de seguridad están en situación de alerta máxima y que se van a desplegar por toda la zona donde está el monasterio de Santo Toribio.
– Por lo que sé, allí se conserva el trozo más grande de la Vera Cruz -respondió Hans Wein.
– Sí, pero es un lugar recóndito.
– Supongo que pensarán que así les resultará más fácil.
– El problema es que el viernes habrá miles de peregrinos, tanto en Jerusalén como en Santo Toribio… Espero que se pueda parar a esos locos.
– ¿Sabes, Lorenzo? Sigo dándole vueltas a quién puede ser ese misterioso señor Brown del que te habló tu fuente -manifestó Hans Wein con preocupación.
– Yo tampoco dejo de pensar en ello. ¿Quiénes serán sus representados? ¿Por qué buscan un choque frontal entre el islam y Occidente? -respondió Panetta.
– ¿Negocios?