– ¿Qué quieres decir?
– Que nadie ha vuelto de la muerte para decirnos lo que hay después.
– ¡Blasfemo! ¡Calla, no quiero escucharte! Vete y déjame tranquilo, necesito descansar.
Mohamed se metió en la ducha. Cuando salió del cuarto de baño le irritó ver que Ali roncaba. Se puso unos vaqueros y un jersey de lana y salió de la habitación. Iría a pasear por Potes.
Aquel pueblo rodeado de montañas le parecía un lugar lleno de encanto. La noche anterior había comprado una botella de aguardiente para bebérselo con Ali en la habitación, pero éste se había negado a probar el alcohol. Ali se había vuelto cumplidor estricto del islam; en él no quedaban rastros del delincuente que había sido.
En la calle no había nadie, aunque le llegó el olor a pan recién hecho que salía de una tahona que aún no había abierto. Pensó en Laila. Su hermana estaría durmiendo. Sabía que esa misma mañana Mustafa la asesinaría. Estuvo tentado de llamar a su casa y decirle a su padre lo que se proponía hacer su primo, y luego escaparse él mismo, pero ¿adónde iría? Ali tenía razón: el Círculo le encontraría y lo malo no sería que le dieran muerte; lo peor sería que le torturarían hasta que exhalara el último aliento. Sabía que no tenía vuelta atrás.
Cuando regresó al hotel le sorprendió ver a una pareja de la Guardia Civil hablando con el encargado de recepción. Procuró no mirarles y subió la escalera hacia el primer piso, donde estaba su habitación.
– Ali, despierta, la Guardia Civil está abajo.
Su amigo se incorporó de un salto, esta vez definitivamente despierto.
– ¿Te han preguntando algo? ¿Qué hacían?
– No lo sé, hablaban con el de recepción.
Ali miró por la ventana pero no vio nada sospechoso.
– Ya sabes que en todos los pueblos hay Guardia Civil; no tiene por qué ser nada. De todas maneras me visto por si acaso.
¿Quién más había en el vestíbulo del hotel?
– Nadie, aún es muy pronto.
– Vamos a tranquilizarnos. Nadie sabe por qué estamos aquí y además nosotros no tenemos los cinturones con los explosivos, están en el autocar, el chófer tiene el encargo de custodiarlos hasta que se los pidamos. Y en el Círculo no hay traidores, de manera que nadie nos ha delatado. Así que no pasa nada, tranquilicémonos.
– Sí tú lo dices…
– Sí, lo digo. Esperaremos.
Granada
– Laila, ¿me puedes ayudar?
Laila se sobresaltó. No había escuchado a Mustafa entrar en la cocina. Su primo le sonreía con falsa amabilidad.
– ¿Qué quieres?
– ¿Podrías ayudarme a doblar las camisas?
– ¿Tu madre no te ha enseñado a hacerlo? Pues debería.
A Mustafa se le heló la sonrisa y apretó los puños, pero no se movió. Laila notó que estaba haciendo un esfuerzo para evitar una pelea y le sorprendió.
– Sólo te he pedido que me ayudes, no creo que eso te ofenda -respondió él.
Decidió ayudarle. Cuanto antes tuviera hecha la maleta, antes se iría y dejaría de agobiarla su presencia.
– Es muy pronto, ¿a qué hora sale tu autocar para Algeciras?
– A las nueve, pero a mí me gusta ir con tiempo a los sitios.
Salieron de la cocina en dirección al pequeño cuarto que ocupaba Mustafa, situado junto a donde Fátima dormía con sus hijos.
La ropa de Mustafa estaba encima de la cama y la maleta abierta. Laila se acercó a la cama y cogió una de las camisas, que comenzó a doblar. Se volvió cuando escuchó la puerta de la habitación cerrarse e iba a gritar pero no le dio tiempo a hacerlo. Mustafa tapó su boca con una mano mientras con la otra clavaba un inmenso cuchillo en su garganta. Sintió un dolor agudo, un dolor insoportable, por el que se le escapaba la vida, luego la negrura de la muerte se adueñó de ella.
Fátima se despertó al escuchar un ruido en la habitación de al lado. Se quedó en silencio intentando escuchar algún otro sonido, pero no oyó nada salvo los pasos de Mustafa. ¿Qué estaría haciendo el joven a aquella hora tan temprana? Miró a sus hijos y se tranquilizó al verles dormir plácidamente. Luego se levantó y se puso una bata y con cuidado, intentando no hacer ruido, salió al pasillo. La puerta de la habitación de Mustafa estaba cerrada, no así la de Laila. Se dirigió a la habitación de su cuñada con aprensión. No había nadie. Luego fue a la cocina, donde encontró café recién hecho y una taza medio vacía.
Buscó a Laila por toda la casa procurando no hacer ruido y despertar a sus suegros, pero fue Mustafa el que le salió al paso.
– ¿Qué haces? -le preguntó en voz baja pero con un tono airado.
– Busco a Laila.
– Ha salido, creo que iba a correr.
Fátima se tranquilizó. Era normal que Laila madrugara y se fuera a hacer footing, aunque quizá era demasiado pronto.
– Bien, ¿necesitas algo? -preguntó a Mustafa.
– No, no necesito nada, pero me duele la cabeza, creo que me voy a volver a la cama.
– ¿A qué hora sale tu autocar?
– A las nueve, pero creo que voy a coger otro que salga más tarde. Además, hay varios ferrys y si no embarco en uno embarcaré en otro. Ahora me voy a dormir, no me encuentro bien.
– Puedo darte una aspirina o prepararte un té -le ofreció Fátima.
– No, no quiero nada, y si no te importa procura que nadie me moleste hasta que me despierte.
– De acuerdo.
Regresó a su cuarto inquieta. Había algo en la actitud de Mustafa que la llevaba a desconfiar, y recordó la recomendación de Mohamed para que cuidara de su hermana.
Se sentó en el borde de la cama sin saber qué hacer, luego se vistió con rapidez y se fue a la cocina a esperar a Laila. No estaría tranquila hasta que la viera regresar.
Madrid, madrugada del Viernes Santo
Arturo García, jefe de la delegación del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea en Madrid, telefoneó a Lorenzo Panetta.
– Puede que hayamos encontrado algo. Ya he hablado con los israelíes, y con los norteamericanos. Verá, hace unos días salió de Granada un grupo de peregrinos con destino a Jordania y Tierra Santa. La excursión la encargó una parroquia granadina a la agencia de Omar, el hombre que organizó la conferencia de Salim al-Bashir en Granada. Aún no nos hemos hecho con la lista completa de los peregrinos, pero espero tenerla esta misma mañana. En cualquier caso los israelíes ya tienen los datos y supongo que encontrarán a ese grupo de inmediato. Omar también ha mandado un par de autocares con peregrinos a Santo Toribio. Por lo que sabemos, los peregrinos están alojados en Potes, un pueblo a dos kilómetros de Santo Toribio, y tienen previsto subir al monasterio para los oficios. Tenemos hombres por todas partes, vigilando. Hemos hablado con los monjes y han puesto a buen recaudo el Lignum Crucis. En realidad, dos de los monjes escoltados por la Guardia Civil acaban de salir del monasterio con las reliquias más importantes. La duda que tenemos es si cortar el acceso a Santo Toribio y así evitar la llegada de los terroristas o permitir que continúen llegando peregrinos a ganar el jubileo, y rezar para ser capaces de encontrar a esos desalmados.
– ¿Y qué van a hacer? -preguntó Panetta.
– Ésa es una decisión política; es difícil asumir que esa gente pueda salirse con la suya y provocar una matanza. Si no somos capaces de detenerles antes, ¿imagina lo que sucedería si la opinión pública se enterase de que hemos permitido que los peregrinos sirvieran de conejillos de Indias?
– Pero eso significa que los terroristas pueden escaparse.
– Sí, es una decisión difícil de tomar. Le llamaré desde allí.
– ¿Se va usted a Santo Toribio?
– En realidad ya estoy de camino: un helicóptero de la Guardia Civil está a punto de despegar. En una hora estaré sobre el terreno.
Cuando terminó de hablar con el policía español, Panetta telefoneó a Matthew Lucas.
– Lo sé, Lorenzo, tenemos toda la información, ese tal Omar da cobertura a los terroristas del Círculo a través de su agencia de viajes. Los españoles han hecho un buen trabajo, lástima que un poco tarde.
– ¡Vamos, Matthew, no sea injusto! Esa gente es difícil de encontrar, lo sabe bien. ¿Cuánto tiempo llevamos nosotros intentándolo?
– Tiene razón. Supongo que me desespera saber que vamos contrarreloj. Los israelíes han decidido que van a permitir que los peregrinos lleguen hasta el Santo Sepulcro. Se puede imaginar cómo está Jerusalén en Semana Santa, con gente de todo el mundo que viene rezar. Por lo que sé ya han hablado con las autoridades eclesiásticas que se encargan del Santo Sepulcro, y ha habido un pequeño lío, porque aquí son igualmente responsables los ortodoxos que los católicos. Resulta imposible sacar las reliquias, el lugar en sí es una reliquia. La idea es impedir que entren los peregrinos informándoles de que la iglesia está llena. A ellos no les extrañará, pues suelen hacer colas de hasta seis horas para entrar, de manera que se han colocado controles y vallas con la excusa de ordenar la entrada, supongo que la fila llegará a ser inmensa. Mientras, los soldados y los servicios de inteligencia buscarán entre los peregrinos. ¡Ojalá los terroristas estén en el grupo de la excursión de Ornar!
– ¿Se sabe ya en qué hotel están?
– La policía está en ello, no creo que tarden mucho en saberlo.
– Que tengan suerte.
– ¿Y ustedes?
– Nada, no sabemos por dónde empezar. Puede ser en la basílica de San Pedro, o en cualquier iglesia de Roma. Estamos a ciegas.
– ¿No le han vuelto a llamar del castillo? ¿No sabe nada?
– No, no me han vuelto a llamar y temo lo que le pueda pasar a nuestra fuente si el conde descubre que le estaba espiando.
– Lo siento, de verdad.
– Le creo, Matthew, le creo. Llámeme si hay alguna novedad.
– Lo haré. También he hablado con Hans Wein; está de los nervios.
– Todos lo estamos.
– No entiendo por qué todo el mundo se ha empecinado en no hacer nada respecto a Salim al-Bashir.
– Yo tampoco, aunque gracias a los españoles hemos logrado una pista importante, ese amigo de Bashir, el tal Omar, puede ser uno de los jefes del Círculo.
– Le llamaré, dele recuerdos al padre Aguirre, supongo que estará desesperado.
– Como todos nosotros. Los únicos que están de suerte son los turcos. Tienen controlado al comando, saben dónde, cómo y cuándo piensan actuar. Sólo tienen que detenerles.