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– Siento haber fracasado en el encargo, no pude ver a ese físico -dijo.

Julián palideció temiéndose lo peor.

– Pero no os preocupéis, los caballeros me dieron un zurrón lleno de esas hierbas que tanto os alivian.

– ¿Y mi hermano? ¿Qué sabéis de él?

– Poco. Un servidor de los caballeros me contó que unos cuantos de ellos habían estado en prisión después de regresar de un viaje. Al parecer habían cometido un acto de desobediencia. Creo que vuestro hermano está entre ellos. El sirviente me contó que las mazmorras del castillo no son dignas ni de las alimañas, y que los hombres enloquecen en esos agujeros adonde no llega ni una brizna de luz, y que por todo alimento reciben medio vaso de agua al día y media hogaza de pan.

– ¿Cómo sabéis que mi hermano estaba entre ellos?

– Estuvo aquí con otros cuatro caballeros no ha demasiado tiempo. Los caballeros castigados formaban parte de ese grupo, de manera que no hay que pensar mucho para saber dónde está. Me prometisteis una recompensa si os daba noticias ciertas y éstas lo son -le recordó con codicia el paje.

Julián le entregó la bolsa. No sabía si podía creer en sus palabras, pero no tenía otra opción que darlas por buenas. Temblaba al pensar en el momento de transmitirle las novedades a doña María pero, sobre todo, temía su reacción.

11

Corba de Lantar ayudaba a vestirse a doña María. La esposa del señor de Montségur, Raimon de Perelha, no había dudado ante el requerimiento de su amiga: doña María necesitaba ropa de dama, de la que carecía puesto que era una perfecta y su traje habitual era una saya pardusca y un manto negro. Pero de esa guisa no podía presentarse en el castillo de Agen y enfrentarse al maestre de la encomienda donde estaba preso Fernando.

Raimon de Perelha había intentado hacer desistir a doña María de su aventura, pero todos sus argumentos habían chocado contra la tozudez de la dama. Tampoco Pèire Rotger de Mirapoix había tenido más suerte en el intento.

– A lo mejor no os volvemos a ver -comentó Corba mientras ayudaba a colocarse la toca a su amiga.

– Volveré, correré la misma suerte que cuantos estáis aquí, pero he de intentar salvar a mi hijo.

– Lo sé y os comprendo, pero no deberíais sentiros culpable por la suerte de Fernando.

– ¿Sabéis, Corba? Con este hijo nunca he hecho las cosas como debiera. Siempre he sabido que si ingresó en el Temple fue más por rebeldía que por vocación. Creo que lo hizo para castigarme. No puedo dejarle abandonado a la suerte de esos monjes soldados que tan extraños me resultan.

– Puede que el maestre no os reciba.

– Me recibirá, no tendrá más remedio que hacerlo.

Doña María había rechazado prendas costosas, y se envolvía en un vestido de color azul oscuro acompañado de un manto del mismo color ribeteado con una piel de conejo. Se había recogido el cabello e intentado dar color a sus mejillas.

No le fue fácil dejar el castillo sin que los cruzados la vieran. Ese mes de febrero, los hombres del senescal podían observar desde sus puestos los demacrados rostros de los defensores.

De nuevo Pèire Rotger de Mirapoix tuvo que buscar la complicidad de los soldados cruzados de su región, a los que regaló dos bolsas de monedas para que tuvieran a sus compañeros ocupados mientras doña María se deslizaba entre las sombras de la noche.

La dama cabalgó escoltada por un paje hasta el castillo de Agen. No aceptó ningún descanso. Quería salvar a su hijo, pero también regresar cuanto antes a Montségur para correr la misma suerte de sus hermanos. El obispo Bertran Martí la había bendecido encomendándola a Dios.

Dibujándose en la línea del horizonte, el castillo de Agen resultaba imponente. Doña María indicó al paje que se detuviera para refrescarse y peinarse, además de poder acomodar sus vestimentas y presentarse como la dama que era al maestre templario.

Su llegada al castillo provocó estupor. Se anunció con altivez: «Soy doña María, señora De Aínsa».

Un sirviente le pidió que aguardara en una estancia donde tan sólo había un banco de piedra donde sentarse. Pero estaba demasiado tensa para descansar, de manera que cruzó la estancia varias veces a la espera de que apareciera el maestre.

Cuando el sirviente entró leyó en su rostro que le traía malas noticias.

– No os puede recibir; lo siento, señora.

– ¿No me quiere recibir el señor Yves de Avenaret?

– No puede hacerlo, señora.

– Bien, pues decidle que aquí me quedaré hasta que pueda. Traedme agua y algo de comer. No tengo prisa.

El sirviente miró asustado a la dama. Se sentía indefenso ante la actitud enérgica de doña María.

– ¡Pero aquí no podéis quedaros! Éste es un castillo del Temple, no está permitida la presencia de damas.

– Lo sé, y es mi deseo irme cuanto antes, pero no lo haré hasta que el señor De Avenaret me reciba.

– ¡Señora, no insistáis! -suplicó el sirviente.

– No lo hago. Simplemente quiero que comuniquéis al maestre que le esperaré aquí, que no me iré hasta hablar con él de algo que concierne al Temple, al rey Luis y al Papa, además de a los dos.

El sirviente salió despavorido ante la mención de la gente de relieve que había nombrado la dama.

Tardó en regresar largo rato y encontró a doña María igual que la había dejado, cruzando a zancadas la estancia.

– El maestre os recibirá.

Doña María no respondió y le siguió con paso presto a través de las heladas estancias del castillo, donde se cruzó con algún caballero que la observaba de reojo con curiosidad.

Yves de Avenaret era un hombre entrado en la ancianidad. Extremadamente delgado, sus ojos hundidos reflejaban un espíritu ascético.

Permanecía de pie, rígido, junto a una butaca de respaldo alto. La estancia estaba desnuda salvo por la butaca, una mesa con varios rollos de pergamino y recado de escribir. Una chimenea de piedra empotrada en la pared caldeaba la estancia.

El templario le clavó su mirada gris sin que doña María bajara los ojos. Si aquel hombre creía poder intimidarla se había equivocado de adversario.

– Decid lo que tengáis que decir, señora -le pidió con voz autoritaria el maestre sin invitarla a sentarse.

– Seré breve; soy tan celosa de mi tiempo como vos del vuestro. Habéis encarcelado a mi hijo Fernando de Aínsa. Vos sabéis que no ha cometido ningún delito, salvo el de cumplir con la última voluntad de su madre, que pronto será enviada a la hoguera.

El maestre no pudo evitar asombrarse al escuchar a doña María hablar con tamaña crudeza sobre su propio destino.

– Mal nacido sería Fernando si negara un favor a su madre en vísperas de su muerte. Mi hijo quería salvar la vida de la más pequeña de sus hermanas y accedí, aunque le obligué a escoltarla junto a dos perfectos, dos diáconos de nuestra Iglesia, hasta un lugar seguro. Sí, le presioné: la vida de su hermana a cambio de garantizar la fuga de dos hombres buenos con nuestros bienes más preciados, que permitirán seguir difundiendo la Palabra de Dios. Ése es su pecado. Vos le habéis castigado con extrema dureza, habéis sido inmisericorde con un joven que no podía desobedecer a su madre. Sé que le tenéis en las mazmorras de este castillo junto a otros cuatro templarios que se vieron envueltos sin pretenderlo en estos hechos. Sé que se opusieron con vehemencia, pero que optaron por no dejar solo a Fernando, temerosos de que le detuvieran los cruzados, lo que podría haber provocado un gran escándalo. No hace falta tener mucha imaginación para saber que si hubieran encontrado a Fernando, el Temple se habría visto comprometido en la fuga de dos hombres importantes de la Iglesia de los Buenos Cristianos. Nadie habría creído que un templario actuaba sin el consentimiento de su maestre. Sus compañeros obraron con prudencia intentando que a la situación creada no se añadieran más dificultades, por lo que siguieron a cierta distancia a Fernando sin intervenir en lo que éste hacía, que no era otra cosa que poner a su hermana y a los diáconos en lugar seguro. Ahora quiero de vos que hagáis justicia.

Yves de Avenaret miraba iracundo a aquella mujer intrépida que le hablaba con tanta serenidad y altanería como si fuera un jefe en la batalla que no admite réplica.

Se sentía irritado consigo mismo por haberla recibido, pero al mismo tiempo viéndola comprendía que doña María era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera, y temía lo que podía llegar a hacer si no le satisfacían sus demandas.

– ¿Justicia pedís, señora? ¿Qué sabéis vos de justicia? ¿Cómo os atrevéis a presentaron aquí amenazando…?

– ¿Amenazando? ¿Os he amenazado? Decidme en cuál de mis palabras habéis encontrado un atisbo de amenaza. No, señor De Avenaret, aún no os he amenazado.

El templario se removió nervioso deseando acabar cuanto antes la conversación con aquella mujer, de la que intuía que podía ser una fuente de problemas.

– Vuestro hijo ha violado sus juramentos. Cuando se entra en el Temple uno se despide de su familia para siempre. Ha desobedecido y nos ha puesto en peligro; ha de pagar por ello.

– Extrañas normas las de unos monjes que dicen servir a Dios y piden a los hombres que olviden a quienes quieren, a la madre que les trajo al mundo, a los hermanos… ¿cómo serán capaces de hacer algo por los demás si dan la espalda a los suyos? No se puede borrar la mente de los hombres, eliminarles el pasado, por más que hayan asumido un compromiso nuevo. Mi hijo tuvo que obedecerme, no tenía otra alternativa, reaccionó como un hermano, no como un monje.

– Es extraño escucharos hablar así a vos, que sois una hereje y dejasteis a vuestro esposo e hijos.

Doña María sintió la estocada en el corazón, pero no se arredró y decidió seguir luchando.

– No sois mi juez; vuestro Dios tampoco lo será, de manera que no perdamos el tiempo hablando sobre mí. Vengo a deciros que si no liberáis a mi hijo y a sus compañeros, el rey Luis y el Papa sabrán que unos caballeros templarios de esta encomienda ayudaron a escapar a dos diáconos de Montségur que llevaban consigo un importante y enorme tesoro. Sabrán también que después de hacerlo, habéis hecho desaparecer a dichos caballeros para que nadie supiera de su hazaña, ¿acaso porque el Temple se ha convertido en guardián del tesoro de los Buenos Cristianos?