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Rodeados de policías y guardias civiles salieron del hotel. Un hombre ya entrado en años, vestido de paisano, les miró con curiosidad antes de preguntar a uno de los guardias si habían registrado la habitación y encontrado los explosivos.

– Sí, estos angelitos tenían dos cinturones preparados para hacerlos explotar. Los guardaban en una bolsa en el armario; sólo les faltaba activarlos.

– Buen trabajo.

– Y que lo diga, comisario. Estos desgraciados podían haber matado a muchos inocentes.

– Llévenles al cuartel. Allí les interrogaremos antes de trasladarles a Madrid.

– A sus órdenes, comisario.

Arturo García suspiró aliviado al tiempo que telefoneaba al ministro del Interior para explicarle el resultado de la operación, luego telefoneó a Hans Wein a Bruselas y, por último, a Lorenzo Panetta.

– De buena nos hemos librado gracias a su informador. Felicítele de mi parte, sin su información habría sido imposible detener a estos dos desgraciados y encontrar el rastro del tal Omar.

¿Qué harán con Omar? -quiso saber Panetta.

– Nada.

¿Nada?

– Usted sabe cómo es este negocio, ahora sabemos que el tal Omar pertenece al Círculo, de manera que lo mejor es darle cuerda, ya veremos qué hace -sentenció Arturo García.

– Le pediría que interrogara cuanto antes a los detenidos; puede que sepan algo sobre el atentado de Roma.

– No se preocupe, es lo que voy a hacer. Espero que nos digan algo de interés, pero sobre todo que a través de ellos podamos tirar del hilo del Círculo. Procuraré llamarle cuanto antes.

45

El padre Aguirre parecía ensimismado y llevaba un buen rato sin decir palabra. Lorenzo le observó preocupado; el rostro del viejo sacerdote parecía del color de la cera, y no era difícil leer en sus ojos el inmenso sufrimiento que le embargaba.

– Sólo queda Roma. Afortunadamente se ha podido abortar el atentado de Santo Toribio, me lo acaba de decir nuestro delegado en España -informó Panetta.

El comisario Moretti le pasó el teléfono para que hablara con Hans Wein.

– Hans, lo sé, acabo de hablar con García; al menos los españoles se han librado del atentado y han salvado su Vera Cruz. Bueno, en realidad, hasta ahora ninguna reliquia ha sufrido daño, ni el trozo del Lignum Crucis de Jerusalén ní el de España, ni tampoco las reliquias de Mahoma.

Panetta escuchó las indicaciones que le daba Hans Wein. Su jefe estaba tan angustiado como él temiendo que en cualquier momento el Círculo realizara el atentado de Roma.

– ¡Dios mío, cómo no me he dado cuenta antes! ¡Soy un estúpido! -exclamó de repente el padre Aguirre.

– Tranquilícese, padre… -dijo el comisario Moretti intentando calmar al sacerdote, que se había puesto en pie con los ojos desorbitados.

– ¡Sé dónde van a cometer el atentado! -aseguró el sacerdote.

Panetta y Moretti, junto al resto de los policías, se quedaron expectantes mirando al padre Aguirre que parecía haber enloquecido.

– ¡Lo sé! ¡Claro que lo sé! ¡Dios mío, cómo no me he dado cuenta antes!

Lorenzo Panetta y el comisario Moretti lograron convencerle para que se sentara.

– Raymond de la Pallisière odia la Cruz, el símbolo aborrecido por los cátaros, su obsesión es destruir la Cruz. Lo han querido hacer con el trozo del Lignum Crucis que se conserva en Jerusalén, con el de Santo Toribio, el más grande de cuantos se conservan y, por pura lógica, también intentarán destruir los tres trozos de la Vera Cruz que se conservan en Roma. El atentado será en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. En esa basílica hay una capilla, la capilla de las reliquias, allí se encuentran guardados tres trozos de la Cruz de Cristo, además de dos espinas de la corona, un trozo de esponja… sí, será allí, estoy seguro.

– ¡Tiene lógica! -exclamó Panetta.

– ¡No hay tiempo que perder! -dijo Moretti.

Salim al-Bashir estrujó el papel que tenía entre las manos. La rabia le había transfigurado el rostro. ¡Aquella estúpida pagaría caro lo que acababa de hacer!

¿Cómo había podido confiar en que le obedecería? Dio un puñetazo en la pared y sintió un dolor agudo en los nudillos desollados.

Hasta hacía una hora se había sentido el hombre más feliz del mundo, pero ahora…

Revisó la habitación borrando cualquier huella de la presencia de la mujer. Siempre se había mostrado cuidadoso cuando se encontraban en los hoteles: reservaban habitaciones separadas y procuraban que nadie les viera ir de una habitación a otra. Nunca salían ni entraban en el hotel al mismo tiempo. Él había impuesto aquellas drásticas medidas de seguridad para evitar que les vieran juntos.

La noche anterior la había invitado a dormir con él en su habitación, y ella había acudido con una pequeña bolsa de mano con el camisón y el neceser. Esa mañana, cuando él se había ido para reunirse con el jefe del Círculo en Roma, se había quedado arreglándose.

Al regresar, no le sorprendió a Salim no encontrarla en el cuarto. Pensó que ella se habría ido al suyo para cambiarse de ropa, y que de un momento a otro regresaría. La llamó por el móvil pero ella no respondía, y él pensó que se encontraría en el baño, o habría decidido bajar a la cafetería a tomar un café. Pero habían pasado casi dos horas y no había rastro de ella. Salim supo entonces que la mujer había huido. Buscó por su cuarto algún indicio de la fuga, y encontró en el bolsillo de su chaqueta colgada en el armario aquella carta que ahora estrujaba.

Querido Salim, he tomado la decisión más difícil de mi vida: separarme de ti para siempre. Tú tenías razón, no soy la mujer que necesitas, no estoy a la altura ni de ti ni de tu causa. Durante estos años he hecho cuanto me has pedido y te confieso que lo he hecho sin remordimientos. Si me hubieses pedido la vida te la habría dado gustosa, pero no puedo hacer lo que quieres que haga; no soy capaz de destruir los trozos de la Vera Cruz, ni las reliquias que se conservan en la Santa Cruz, por más que me digas que son falsas. Nunca he sido una buena cristiana: hace años que perdí la fe y no voy a la iglesia, pero no puedo destruir todo aquello en lo que me educaron. No, no soy capaz de destruir esos tres pedazos de la Vera Cruz; sería tanto como destruir mi esencia como persona, mi alma. Imagino que te reirás si te hablo del alma, pues ni yo misma me acordaba de que la tenía. Pero tanto da. Tampoco quiero arriesgarme a que haya muertos o heridos y dudo mucho de que yo saliera ilesa. Conozco el daño que puede hacer una bomba. Seamos sinceros, Salim, no me parece que tu plan fuera tan inofensivo como lo planteaste y, peor aún, he descubierto que no puedo fiarme de ti como hice en el pasado. Si siguiera tus deseos no podría soportar vivir el resto de mi vida con esa carga.

Ya ves, yo que he hecho de todo, que he traicionado a mis amigos y a mí misma, no soy capaz de cometer esta última felonía, la más fácil según tú.

Me voy, Salim, y creo que es mejor para los dos esta separación. Nunca te perjudicaré, te juro que intentaré olvidarte para poder olvidar yo todo lo que he hecho.

No sé si podrás perdonarme, pero me queda la esperanza de que lo hagas. Al fin y al cabo, tú eres un hombre de fe.

Te quiero.

Se preguntó dónde estaría. Lo más seguro es que hubiera abandonado el hotel y regresado a Bruselas. A lo mejor la encontraba en el aeropuerto.

Telefoneó al jefe del Círculo en Roma.

– Amigo mío, la perra ha huido. La operación queda cancelada.

– Salim, algo está saliendo mal, ¿has visto la televisión?

– No, ¿qué sucede?

– Un hombre se ha suicidado en Jerusalén en la Puerta de Damasco. Ha habido varios muertos.

– ¿En la Puerta de Damasco?

– Sí.

– Pero…

– Lo sé, algo ha pasado. También ha habido una extraña explosión en Estambul. Al parecer hay muertos y varios heridos.

– ¿Y en España?

– Aún no sé nada.

– Te llamaré en cuanto llegue a Londres. Intenta averiguar qué ha pasado. Puede que nos hayan traicionado.

– Cuídate, amigo mío.

Terminó de cerrar la maleta y dejó la habitación, no sin antes echar un último vistazo por si algo le había pasado inadvertido.

Pagó la cuenta en recepción y pidió que le trajeran el coche que había dejado en el garaje. En el aeropuerto miró el listado de vuelos a Bruselas; el siguiente salía tres horas más tarde y el anterior había salido apenas diez minutos antes de su llegada.

Buscó un teléfono público e hizo una llamada. Dio la dirección de la mujer en Bruselas y una orden: eliminarla.

Se había convertido en un peligro para él. Hoy decía quererle, pero ¿y mañana?

Estaba dispuesto a morir antes que dejarse coger vivo, porque con él podía caer toda la red del Círculo en Europa. Maldijo a la mujer por haberle puesto en peligro.

Ovidio Sagardía tenía la mirada clavada en la cruz que colgaba del pecho del Papa. En ese momento la vibración del móvil le advirtió de la llamada. Era el padre Aguirre.

Se apartó detrás de una columna para responder, pero sin perder de vista la figura del Papa, que en el centro de la basílica de San Pedro continuaba con los oficios litúrgicos de Viernes Santo.

– Atentarán contra la cruz y la cruz en Roma está en…

Ovidio terminó la frase:

– En la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. ¡Dios mío, si era evidente!

– Sí, hijo, sí, lo era, pero la ofuscación y el miedo no nos dejaban ver lo que teníamos delante. Raymond d'Amis quiere destruir la cruz, de manera que su lógica sólo puede llevarle a destruir los restos de la cruz.

– Y ahora, ¿qué pasará? -preguntó Ovidio en un susurro.

– El señor Panetta y el comisario Moretti ya han adoptado medidas para proteger la basílica de la Santa Cruz; ellos mismos han salido para allá.

– Sé lo de Estambul y lo de Jerusalén -dijo Ovidio.

– Ha habido muchos muertos, mucha sangre derramada. Me siento culpable por no haber sido capaz de evitarlo.

– ¡Pero, padre, gracias a usted el Centro Antiterrorista ha tomado en serio la pista del conde d'Amis!

– Me he hecho demasiado viejo y ya no pienso tan rápidamente como antes.

– En cuanto termine el oficio me acercaré a verle.

– No, no te muevas de ahí. Salgo ahora para el Vaticano.