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Los combates de las últimas semanas habían sido intensos, y tanto el señor del castillo, Raimon de Perelha, como su comandante, Pèire Rotger de Mirapoix, habían llegado a la conclusión de que era inútil resistir por más tiempo. Esta vez el conde Raimundo mantendría su compromiso de vasallaje con el rey Luis; además, la nobleza del país no se sentía capaz de acudir a socorrer a quienes luchaban en Montségur: carecían de un jefe y el condado estaba exhausto.

El primer día de marzo, Pèire Rotger de Mirapoix había salido a negociar con los cruzados. Tanta era la alegría del senescal Hugues des Arcis, que ya fuera por bondad natural o por el deseo de acabar cuanto antes con el asedio que duraba ya nueve meses largos, lo cierto es que el caballero se mostró magnánimo.

Al igual que los otros frailes dominicos, Julián fue testigo de las capitulaciones.

Hugues des Arcis concedió un plazo de quince días para que los sitiados abandonaran el castillo, exigiendo rehenes, entre ellos a Jordan, hijo del propio señor de Montségur, y a Arnaut de Mirapoix, pariente del comandante de la guarnición, además de Raimon Martí, hermano del obispo de los Buenos Cristianos.

También se acordó establecer dos categorías, la de los perfectos y la de todos aquellos que, aun habiéndoles ayudado, no habían profesado la fe de los Buenos Cristianos, de la Gleisa de Dio. Para los Buenos Cristianos la condena era irrevocable: morirían en la hoguera, pero los que abjuraran de su fe podrían salvar la vida. Los dominicos estaban impacientes por comenzar los exhaustivos interrogatorios de los que Julián sería notario. Fray Ferrer, el implacable inquisidor, estaba ansioso por mandar a la hoguera a aquellos desgraciados. Él mismo se encargaría de recopilar las actas de cuanto había sucedido en Montségur.

Doña María, al igual que el resto de los perfectos, consolaba a las buenas gentes que les habían ayudado y compartido con ellos los sufrimientos del asedio. Muchos de los que habían defendido Montségur sin ser Buenos Cristianos decidieron pedir al obispo Bertran Martí el consolament para así correr la misma suerte que los perfectos. Corba, la esposa de Raimon de Perelha, se unió a los perfectos, al igual que su hija Esclarmonde.

De nada sirvieron los ruegos de su esposo, el señor de Montségur. La dama sintió que haría ese sacrificio como último testimonio del sufrimiento vivido, como un gesto para las generaciones venideras.

Otros cuatro caballeros se unieron a ella, además de un mercader, un escudero, un ballestero, seis soldados…

Bertran Martí preguntó uno por uno a los perfectos si deseaban retractarse, para así librarse de la hoguera. El anciano obispo les aseguraba su comprensión, pero ni uno solo quiso abjurar de su fe.

Los perfectos distribuyeron sus exiguas pertenencias entre sus vecinos y amigos, y aprovecharon para escribir cartas a sus parientes más próximos.

Dos destinatarios tuvieron las misivas de doña María. Una iba dirigida a su esposo, don Juan de Aínsa; otra, a su hija Marian, dama en la corte de Raimundo VII. Por un momento pensó escribir a Julián, pero descartó la tentación temiendo comprometerle. Sabía que el hijo de su esposo cumpliría su palabra y escribiría la crónica de la caída de Montségur.

Cuánto fanatismo, se lamentó la dama. Los Buenos Cristianos no habían hecho ningún mal, salvo vivir en la pobreza y ayudar a sus semejantes. Pagaban con la hoguera no mantenerse dentro de la estricta ortodoxia de la Iglesia, de la que no era tanto lo que les separaba.

A lo lejos veía alzarse los estandartes y las cruces de los hombres del senescal. Doña María no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la visión de aquellos maderos en forma de cruz que los seguidores de Roma adoraban.

Rezaba a Jesús, que predicó el mensaje de Dios en la tierra. Sin embargo, no creía que muriera en la cruz para salvar a los hombres. Jesús no es de carne, no puede sufrir ningún mal porque es Hijo de Dios. También percibía como una aberración la liturgia en la que los sacerdotes engañaban al pueblo haciéndoles creer que convertían el vino en sangre de Jesús y el pan en su carne. ¡Qué horror, devorar a Jesús! ¿Se daban cuenta de lo que eso suponía?

San Juan lo dejaba claro en su Evangelio: «Mi reino no es de este mundo» o «no son del mundo como yo tampoco lo soy».

El único sacramento que permitía salvar el alma era el consolament, el bautismo espiritual. Sí, Juan Bautista bautizaba con agua, pero Jesús imponía las manos para así recibir al Espíritu Santo rezando la única oración del agrado de Dios, el Padre Nuestro.

En esos días doña María se congratulaba al ver cuántos de sus vecinos habían decidido recibir el consolament. Qué absurdo, decía, echar agua a un niño y decir que está bautizado. El bautismo, bien lo enseña el obispo Bertran Martí, sólo es posible en la edad adulta: recibir o no al Espíritu Santo es una decisión individual.

La dama terminó de escribir, intentando ordenar sus pensamientos que había dejado vagar mientras alcanzaba a ver la enorme pira de leños amontonados por los cruzados. No faltaba mucho para que ella misma fuera quemada en esa hoguera desprendiéndose de la cáscara, su cuerpo, y liberándose para encontrarse con Dios.

El cabrero le informó que fray Ferrer aguardaba con ansia que llegara el día señalado para verles arder en el fuego, pero antes él mismo les interrogaría. Doña María sentía una punzada de inquietud. El dominico catalán era un demonio, un hombre cruel incapaz de sentir compasión. Había encendido hogueras por todo el país, refinando las artes del interrogatorio, revisando viejos archivos para encontrar algún fallo que pudiera servirle para mandar al fuego a cualquiera que se hubiese librado por falta aparente de pruebas. Julián le temía, cada vez que hablaban de él se le dilataban las pupilas y un sudor frío le comenzaba a correr desde la nuca. ¿De qué sería capaz ese hombre cuando bajasen de Montségur?

Confesó su angustia a Bertran Martí en esos postreros momentos. Acaso fue demasiado egoísta al pensar sólo en vivir su fe, dejando a su esposo e hijos librados a su suerte.

El obispo la consoló, pero no logró borrar esa pena de su alma. Fernando la había perdonado, pero ¿y Juan, su esposo? ¿Y su hija Marta? ¿Y sus nietos? ¿Entenderían que hubiera decidido consumirse en la hoguera?

Una mujer perfecta se le acercó para avisarle que la hora de dejar el castillo había llegado. Doña María buscó al sargento, que le prometió hacer llegar sus cartas. Se las entregó como si de un tesoro se tratase y él, conmovido, besó la mano de esa dama que tanto valor les había insuflado en los momentos más amargos del asedio.

Raimon de Perelha dio la orden para iniciar el descenso; mientras, doña María buscó con la mirada a Pèire Rotger de Mirapoix, quien daba órdenes a los soldados, organizando la rendición. Sabía que el señor De Perelha había exigido a su comandante que salvara la vida, que huyera; para ello le había encargado una misión. También sabía que dos días antes, el obispo Bertran Martí había decidido que dos perfectos intentarían sacar el resto del oro y de la plata que aún guardaban en Montségur. Los perfectos Amelh Aicart y Huc Petavi, guiados por un montañés, iban a descolgarse por las paredes de la montaña, pero antes aguardarían a que la comitiva llegara a su destino y cayeran las sombras de la noche. Su misión consistiría en ir al mismo bosque donde los perfectos que acompañaron a Teresa no tanto tiempo atrás habían escondido el grueso del tesoro.

En aquel tibio amanecer de la primavera todo invitaba a vivir, pero buena parte de los que integraban el cortejo que salía de Montségur sabían que estaban saboreando las últimas horas de su vida.

La tregua había expirado. A los pies del castillo, se hallaba el senescal Hugues des Arcis, acompañado por el obispo de Albi y los dominicos Ferrer y Durand, además de Julián y Pèire. Hacía horas que se había levantado una empalizada capaz de albergar a doscientas personas. Los haces de leña, resina y paja aguardaban prestos a arder.

Los perfectos, descalzos, vestidos con hábitos de tela gruesa, caminaban con la cabeza alta. Les precedían las buenas gentes con las que habían compartido tantos meses de sufrimiento en Montségur.

Los inquisidores intentaban que los herejes abjuraran de su fe, pero éstos parecían no escucharles.

Fray Ferrer instaba a que se arrepintieran y besaran la cruz. Los perfectos volvían la cabeza, incluso alguno escupió sobre el preciado símbolo del cristianismo católico.

Los ojos del inquisidor brillaban de alegría con cada gesto de rechazo a la cruz. «Es la mejor prueba de la maldad de los herejes -bramaba-. ¡Merecen la hoguera!»

Doña María buscaba la mirada de Julián y, sonriéndole, intentó insuflarle la fuerza de la que el fraile carecía. Fray Ferrer se acercó con paso presuroso a la dama invitándole a besar la cruz. Doña María rechazó el madero volviendo el rostro, pero el inquisidor se regocijó colocando la cruz a pocos centímetros de su boca. La señora De Aínsa no quería escupir; aun sabiendo que la cruz era sólo un trozo de madera, que en ningún caso Jesús estaba en ella, algo en su interior le impedía escupir sobre ella como hacían algunos de sus amigos.

Julián seguía angustiado la escena. Sentía unas ganas terribles de empujar a fray Ferrer, de arrebatarle la cruz y arrojarla al suelo para que no continuara martirizando con ella a su señora. Pero sólo ese pensamiento le espantaba.

Estaba a punto de gritar, pero los ojos de doña María le llamaron a la calma.

La dama, junto al resto de los perfectos, entró en la empalizada. Los herejes comenzaron a rezar guiados por el anciano obispo Bertran Martí, mientras los soldados les ataban a los postes, que habían rodeado con resina y paja. Cuando el inquisidor Ferrer emitió una señal, prendieron la hoguera.

Las llamas se deslizaban entre los pies de los condenados, que continuaban rezando sin pedir clemencia.

Julián miraba los pies de doña María y el borde de su túnica, que comenzaba a arder. No pudo evitar un grito seco y angustiado que, para su suerte, nadie pareció escuchar.