No podía apartar los ojos de la señora De Aínsa, toda dignidad atada a aquel madero, valiente hasta el final. Sus labios murmuraban rezos pero no clemencia, mientras Julián sentía sus ojos clavarse en él dándole la última orden: «Escribe la crónica, que la posteridad sepa por qué morimos en Montségur».
El fuego era tan vivo que fray Ferrer y los otros dominicos tuvieron que alejarse para, desde la distancia, seguir contemplando el macabro espectáculo. El olor a carne quemada inundaba la montaña y el calor que expandía la hoguera abrasaba el aire y las piedras. Nubes negras cubrían el cielo que pocos minutos antes lucía de un azul intenso.
Los ojos de fray Ferrer brillaban de entusiasmo. Era el momento cumbre de su carrera: se regocijaba viendo arder frente a él a los últimos resistentes del país. Sabía que aún había perfectos tanto en los pueblos como escondidos en los bosques, pero él los buscaría hasta convertirles en humo, como a los habitantes de Montségur.
– ¡Julián! ¡Julián! ¿Os encontráis bien?
La voz de fray Pèire le devolvió a la realidad. Julián, tendido en el suelo, no sabía en qué momento se desmayó. Frente a él, fray Ferrer le observaba con desprecio.
– ¿Tan frágil es vuestra fe que perdéis el sentido al ver arder a esos herejes? -clamó el inquisidor.
– Han sido el calor y el fuerte olor -le disculpó fray Pèire-, yo mismo me he sentido mareado.
– Pues recobraos, porque debemos comenzar cuanto antes a escuchar las confesiones de esa gente.
– ¿Hoy mismo? -preguntó con angustia Julián.
– Sí -respondió sin vacilar el inquisidor-. Y sabed que no consentiré flaqueza alguna en un notario de la Inquisición.
13
La noche era fresca, pero el aire que corría no era capaz de borrar el olor a carne quemada.
Los cruzados parecían haber caído en un mutismo extraño. No tenían ganas de hablar los unos con los otros, como si el fin del asedio y la rendición de Montségur no fueran un sonoro triunfo sino más bien un velado fracaso.
Algunos hombres no habían podido ocultar las lágrimas. Los detenidos, que aguardaban ser interrogados por fray Ferrer, tenían a familiares o amigos angustiados por su suerte. Algunos se habían acercado a fray Pèire y fray Julián para preguntarles qué sería de aquellos que no eran perfectos y que estaban detenidos. Los dos frailes aseguraron que la Iglesia cumpliría con su parte: interrogaría a cuantos habían vivido dentro de Montségur, pero no les quemarían salvo que fray Ferrer viera en ellos la menor sombra de herejía.
Los interrogatorios duraron varios días y fueron exhaustivos. Pèire y Julián escribían a gran velocidad las preguntas de su superior y las respuestas titubeantes de los acusados. En ocasiones, fray Ferrer sometía a sus prisioneros a la prueba de fuego: les colocaba delante de un crucifijo instándoles a besarlo y a rezar el Padre Nuestro.
Fray Ferrer sabía que ninguno de los bons homes o bonas donas serían capaces de adorar la cruz, de manera que en cuanto veía una actitud de duda, se ensañaba hasta lograr una confesión de herejía.
Todas las declaraciones de los defensores de Montségur eran transcritas con minuciosidad por los escribanos de la Inquisición y enviadas a un lugar seguro.
Cuando, caída la noche, Julián llegaba a su tienda continuaba escribiendo febrilmente narrando el horror de lo vivido cada día, la falta de misericordia de fray Ferrer. Julián veía en su superior una mente enferma y retorcida, un fanático que disfrutaba del dolor ajeno en el nombre de Dios.
Una noche el cabrero entró de improviso en su tienda cuando se disponía a apagar la vela para conciliar el sueño.
– Pero ¿qué hacéis aquí? -exclamó asustado.
– Vengo a recordaros la promesa que hicisteis a doña María, ¿tenéis lista la crónica?
– Aún no, aún me queda mucho por contar.
– Quizá queráis añadir que dos perfectos han podido salvarse, que el señor De Mirapoix los ayudó, y que él mismo ha salvado la vida.
– Fray Ferrer le ha mandado buscar por todos los rincones…
– Pero no le encontrará. El señor De Perelha dispuso que Pèire Rotger de Mirapoix viviera. Quién sabe si será capaz de organizar alguna resistencia contra los invasores.
Julián guardó silencio. Lo que el cabrero decía era sólo un sueño, un sueño imposible: la Iglesia y el rey de Francia habían ganado la partida. Quienes no lo aceptaran sólo tenían futuro como proscritos.
– ¿Qué tenían de especial esos perfectos para que se decidiera su huida?
– En Montségur se guardaba oro, plata y piedras preciosas donadas por los caballeros y damas credentes o que habían decidido abandonarlo todo para hacerse perfectos. Con ese tesoro manteníamos la Gleisa de Dio, las casas donde las perfectas acogían a las viudas y a los huérfanos, la ayuda para nuestros hermanos menesterosos, también para comprar víveres, e incluso armas para nuestros defensores… Nuestro obispo no quería que el tesoro cayera en manos de nuestros verdugos. Confiaba en que otros perfectos pudieran continuar llevando la palabra de Dios, y para ello era necesario tener una bolsa bien llena. Nuestros hermanos han escondido ese oro en lugar seguro. Cuando llegue el momento lo utilizarán como deben. Os cuento todo esto porque así me lo indicó la señora.
– ¿Le teníais afecto?
El cabrero bajó los ojos y con la punta del zapato raspó el suelo mientras buscaba las palabras que hicieran justicia a su devoción por doña María.
– Cuidó de mi esposa durante su larga enfermedad. El físico dijo que las pústulas que tenía eran contagiosas, pero doña María no se asustó: la lavaba y limpiaba, luego extendía sobre las heridas una mezcla de barro y hierbas. Ni siquiera yo me atrevía a acercarme a ella, que Dios perdone mi cobardía. También fue generosa con mi hija y le dio una dote que la ha permitido hacer una buena boda con un palafrenero del conde de Tolosa. Y a mi hijo le envió a casa de su hija Marian, donde sirve a su esposo.
– Siempre fue generosa.
– Hasta el último momento. Repartió cuanto tenía entre los más pobres de nosotros. A vos… a vos os quería, siempre hablaba de vos como su «buen Julián». Me encomendó que viniera a veros y os dijera todo esto. También me pidió que os rogara que fuerais cuidadoso e hicierais llegar cuanto antes la crónica a doña Marian.
– No sabré cómo hacerlo… -se lamentó Julián.
– Yo mismo la llevaré.
– ¿Vos?
– No me quedaré aquí mucho tiempo, sólo lo que tardéis en terminar vuestra crónica. Ya os he dicho que mis hijos están bajo la protección de doña Marian en la corte del conde Raimundo; espero poder ganarme la vida cerca de ellos. Aquí… no me desprendo del olor a carne quemada, la carne de los Buenos Cristianos.
Acordaron volver a verse tres días después, aunque Julián no le aseguró que pudiera concluir el escrito.
No se lo dijo, pero temía más que nunca a fray Ferrer y aunque tenía bien escondida la crónica, temía que la descubriera su superior, que había tomado la costumbre de presentarse de improviso en su tienda.
Julián sentía la desconfianza de fray Ferrer y éste sentía el miedo de Julián.
14
– ¡Fray Julián, fray Julián! -gritó fray Pèire entrando como una exhalación en la tienda.
¿Qué sucede, hermano? -preguntó Julián que en ese momento se preparaba para acudir al lugar de los interrogatorios.
– ¡Fray Ferrer ha ordenado detener a vuestro amigo el cabrero!
Julián volvió a sentir las náuseas que le acechaban siempre que tenía miedo, pero se sobrepuso y, sin saber de dónde, sacó valor y se acercó con paso raudo hasta donde fray Ferrer estaba.
El cabrero tenía las manos atadas a la espalda y había sido azotado convenientemente.
– ¿Qué sucede? ¿Qué mal ha hecho este hombre?
Fray Ferrer le miró incrédulo. Tenía a Julián por un cobarde incapaz de interesarse por nadie que no fuera él mismo.
– ¿Conocéis a este hombre? -le preguntó con desconfianza fray Ferrer.
– Sí, le conozco y el senescal también. En realidad le conocemos todos en este campamento, ya que durante nueve meses nos ha surtido de leche y buen queso.
– Entonces ha engañado a todos -aseveró fray Ferrer.
– ¿Engañado? ¿En qué?
– Es un credente, un hereje.
– ¡Imposible! -afirmó Julián mirando angustiado al cabrero.
– Una de las campesinas le ha señalado. Asegura que entraba y salía de Montségur llevando mensajes y que espiaba este campamento.
– ¿Y vos la habéis creído?
– ¿Qué más pruebas necesitáis para condenarle por traición?
– ¿Pruebas? Precisamente eso es lo que no tenemos. Una mujer le acusa y, ¿qué ha presentado ella, además de su testimonio?
– Con eso es suficiente -insistió fray Ferrer.
– Es una prueba endeble. Todo el mundo puede decir cualquier cosa de uno por despecho, por contentaros a vos o por salvar su pellejo.
– ¿Defendéis a este hombre? ¿Por qué?
El acerado tono de voz de fray Ferrer hizo temblar a Julián. Podía ver en sus ojos al sádico que llevaba dentro.
– Es muy fácil saber si este hombre es un hereje -dijo Julián al tiempo que se desprendía del cuello la cruz que llevaba colgando.
Miró a los ojos al cabrero suplicándole con la mirada que hiciera lo que le iba a pedir. Se acercó con paso decidido y le tendió la cruz.
– Besadla, buen hombre, despejad las dudas de mi hermano.
El cabrero apenas titubeó. Agarró con fuerza la cruz y, mirando primero a Julián y después a fray Ferrer, la besó repetidas veces, después se santiguó y cayó de rodillas con ella entre las manos, llorando y musitando una oración.
– Ya habéis visto. ¿Qué otra prueba necesitáis? Este hombre es un buen cristiano -dijo recalcando las últimas palabras.
Fray Ferrer estaba rojo de ira. Deseaba con todas sus fuerzas golpear al entrometido fraile que hasta ese momento le había parecido un infeliz. ¿De dónde había sacado las agallas para defender al cabrero?