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– Dejadle marchar, es inocente -suplicó Julián-. Nadie creerá en la justicia de la Iglesia si no somos capaces de separar la cáscara del trigo.

Un grupo de soldados se había arremolinado junto a ellos. Contemplaban la escena con expectación, hartos muchos de ellos de ver morir a familiares y amigos por indicación de aquel fraile que no conocía la compasión.

Fray Ferrer se dio media vuelta sin decir palabra. Tenía la furia dibujada en el rostro y Julián se preguntó qué sería capaz de hacer.

– Marchaos -le ordenó al cabrero-. Ahora mismo, sin perder tiempo, no cojáis nada. ¡Fuera!

El hombre se levantó y con lágrimas en los ojos abandonó el campamento mirando hacia atrás, temeroso de que fray Ferrer mandara detenerle.

Julián se sentía exhausto, pero por primera vez en mucho tiempo, en paz consigo mismo. Pensó en Armand de la Tour, el físico templario cuya única receta para curar sus males había sido que siempre actuara de acuerdo con su conciencia.

– Algún día -musitó-, algún día, alguien vengará tanta sangre inocente.

SEGUNDA PARTE

1

5 de mayo de 1938

Carcasona, Francia

«Algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes…»

La última frase le conmovió profundamente. Le había impresionado el relato escrito en aquellos rollos de pergamino que habían sobrevivido escondidos durante más de siete siglos en un castillo perdido en el sur de Francia.

El propietario del castillo aguardaba, impaciente, su juicio experto. No le gustaba aquel hombre y mucho menos su abogado -que parecía tener gran ascendiente sobre el dueño de la casa-, pero se dijo que eso no tenía importancia. Él estaba allí como experto medievalista de la Universidad de París, no para hacer relaciones sociales.

Se frotó los ojos y miró el reloj. Había estado toda la tarde ensimismado en la lectura, y el crepúsculo empezaba a adivinarse entre los ventanales que daban al cuidado jardín.

El café se había quedado frío y apenas había mordisqueado los sándwiches primorosamente alineados en una bandeja de plata.

Aunque estaba seguro de que eran auténticos, había pensado pedirle al conde que le permitiera llevárselos a la universidad: quería consultar a un grupo de expertos en datación de manuscritos.

Salió de la sala en busca del conde, pero no había dado tres pasos cuando un criado se le acercó.

– ¿Desea algo, profesor?

– Sí. ¿Podría avisar al señor conde?

– Sí, señor; está aguardando en su despacho.

Etienne Marie de la Pallisière, vigésimo segundo conde d'Amis, no se hizo esperar. Acompañado de su abogado, el señor Saint-Martin, acudió raudo, deseoso de escuchar la opinión del experto.

– ¿Y bien, profesor? -preguntó el conde sin más preámbulos.

– Es un relato extraordinario, escrito por un hombre atormentado, dotado de una gran sensibilidad. En mi opinión es auténtico, pero me gustaría llevármelo a París y consultar con otros colegas…

– Nos dijeron que usted era el mejor -dijo el abogado, con gesto agrio.

– ¿El mejor…? Se lo agradezco, pero hay otros colegas con tanta o más solvencia académica que yo.

– No me gustan los hombres modestos -afirmó D'Amis.

– Le aseguro que no lo soy, pero tampoco soy presuntuoso. Me parece, señor, que en estos momentos en los que hay… yo diría que cierto sarampión, sobre la cuestión de los cátaros, no está de más ser escrupuloso. Desde que en el siglo XIX ese personaje llamado Peyrat, aprendiz de historiador, empezó a fabular sobre los cátaros, son muchos los documentos falsos, las interpretaciones erróneas y la seudoliteratura que se da por buena. Yo soy un historiador y, por tanto, no doy nada por cierto hasta que no lo compruebo científicamente.

– ¡Así que a usted Peyrat le parece un impostor! -exclamó enfadado el abogado del conde.

– Sí, señor Saint-Martin, ese pastor de la Iglesia Reformada me parece un sinvergüenza que ha hecho un daño importante a la historia, al menos a esta parte de la historia de Francia. Adjudicar a los cátaros elementos esotéricos es un desprecio a la historia. El tal Peyrat los quería ver como precursores de la Reforma.

– Y usted no está de acuerdo -murmuró el conde.

– Eso es una majadería -afirmó el profesor-, tanto como ese movimiento político que quiere impulsar una Francia con distintas identidades y lenguas. En mi opinión, eso sería dar un paso atrás en la historia. No me parece que haya que sacrificar el Estado moderno para regresar a la Edad Media. Digan lo que digan unos cuantos indocumentados que juegan a historiadores e incluso se inventan la historia que más les gusta, el siglo XIII no fue ninguna Arcadia.

El conde d'Amis miró con desprecio al profesor antes de afirmar con voz impostada:

– Nosotros pertenecemos a ese movimiento político que aspira a que el Languedoc recupere su historia, su lengua y su autonomía, arrebatadas por la fuerza de las armas.

Ferdinand Arnaud estuvo a punto de echarse a reír pero se contuvo; ya había pensado en la posibilidad de que aquellos hombres circunspectos pertenecieran al movimiento de iluminados que impulsaban aquel invento, el País Cátaro.

– Bien, no estamos aquí para discutir de política -afirmó el abogado-, sino para conocer su opinión como experto, y en vista de que usted no se considera el mejor…

D'Amis hizo un gesto indicando a Saint-Martin que no siguiera. Le irritaba el profesor pero se lo habían recomendado como la máxima autoridad en el medievo francés, como el hombre que más sabía de los cátaros o albigenses, y no quería perderle por más que todo indicara que las relaciones no iban a ser fáciles.

– ¿Qué propone, profesor?

– ¿Proponer? ¿A qué se refiere?

– Quiero autentificar estos pergaminos; ¿lo hará usted?

– Lo haré si me permite llevármelos a París o si usted mismo me los lleva allí. Ya le he dicho que creo que son auténticos, pero necesito examinarlos más a fondo. Lo que no entiendo es… en fin…, cómo es que no los ha autentificado hasta ahora.

– En el archivo familiar hay varios documentos y pergaminos, todos ellos clasificados, pero éste… bueno, la historia de esta crónica de fray Julián es un tanto especial.

A Ferdinand le brillaron los ojos con curiosidad, pero el conde no parecía dispuesto a decir ni una palabra más sobre el asunto.

– Bien, yo mismo se los llevaré. Dígame a qué hora puedo entregárselos… pongamos que el próximo lunes. Este fin de semana tenemos invitados en el castillo y no podré desplazarme.

– Estaré en mi despacho desde las ocho, tengo clase a las nueve, y termino a mediodía, de manera que si usted quiere podemos vernos a las doce, o si prefiere por la tarde, a partir de las tres.

– A las tres está bien.

– Pues estaré encantado de volver a verle.

Ferdinand Arnaud se levantó dispuesto a marcharse. Aún le daba tiempo de coger el último tren a París. Pareció que el conde le adivinaba el pensamiento.

– Mi chófer le acercará a la estación, pero aún podemos tomar una copa antes de que se marche.

No le dio opción a rechazarla. Como si hubiera estado al acecho entró el sirviente con una bandeja en la que había dispuestas dos fuentes con aperitivos y una botella de Chablis frío.

El conde le ofreció una copa que Ferdinand aceptó resignado, aunque de inmediato se alegró de haberlo hecho: aquel Chablis era excelente, sin duda el mejor que había probado en su vida.

– ¿Cree usted que hoy día hay cátaros? -preguntó, de repente, el abogado ante la mirada reprobatoria del conde.

– No. ¿Cómo podría haberlos? Lo que hay es mucho charlatán que se aprovecha de la ingenuidad de la gente. Me fastidia enormemente esa moda de la teosofía en los cenáculos de París e imagino que también de aquí. No hay nada esotérico en los cátaros, les imagino removiéndose en sus tumbas, indignados por la distorsión que están haciendo de ellos esos grupos de ocultistas y de esotéricos tan en boga.

El conde y su abogado intercambiaron una mirada de complicidad. Ferdinand Arnaud no tenía pelos en la lengua y parecía complacerse provocándoles, como si supiera que ellos pertenecían a esos grupos que tanto decía despreciar.

– ¿Qué opina usted de Déodat Roche? -insistió el abogado. El profesor soltó una carcajada que a los dos hombres les supo a ofensa.

– ¡Un mentecato! Y quienes le siguen lo son aún más.

– Supongo que opinará más o menos lo mismo del escritor Maurice Magret -afirmó el abogado.

– Hay que reconocerle algún talento como fabulador pero todas sus teorías son cuentos para niños. Les insisto, señores, en que no hubo nada esotérico en el movimiento de los cátaros o Buenos Cristianos, como se llamaban ellos a sí mismos. No pierdan el tiempo con supersticiones, no se dejen engañar.

– ¿Y por qué cree que nos dejamos engañar? -preguntó el conde d'Amis.

– Pues por su interés en los nombres por los que acaban de preguntarme. Déodat Roche es un notario que nada sabe sobre el medievo. Su obsesión es construir un «País Cátaro». No se puede tergiversar la historia, la historia fue lo que fue.

»En cuanto a Maurice Magret ya les he dicho que creo que tiene talento como escritor, pero fantasea sobre los cátaros, no es ningún especialista, deja correr la imaginación por más que sus escritos tengan éxito y un montón de seguidores.

»Vivimos un momento difícil, la crisis que asola a Europa hace que mucha gente crea que hubo un tiempo pasado en que las cosas fueron mejor. Es el momento en que astrólogos, espiritistas y embaucadores se aprovechan del miedo. Del miedo que recorre Europa ante la incertidumbre del futuro. Hay gentes dispuestas a creer lo increíble porque les resulta más consolador que afrontar la realidad.

– Así que usted cree que el contexto político europeo tiene que ver con el interés que mucha gente siente por los cátaros -insistió el abogado.

– Sí; en los momentos de incertidumbre suele cundir cierto oscurantismo.

– En mi caso, señor, debo decirle que el interés es familiar. Como habrá notado, mi apellido es D'Amis.

– No es complicado llegar a esa conclusión: de los pergaminos se desprende que éstos llegaron a la hija de doña María, Marian, casada con el caballero Bertran d'Amis, de los que usted debe de ser su ilustre descendiente.

– Lo soy -afirmó con orgullo el conde.