– Esperaremos su llamada -dijo el conde al tiempo que se levantaba.
Ferdinand acompañó al conde y su abogado a hacer los trámites para quedarse con la custodia temporal de los documentos. Luego se despidió de ellos en la puerta de la universidad.
Cuando se quedó solo, Ferdinand pensó que aquellos tipos eran muy extraños. Su pretensión de causar un conflicto a la Iglesia por esos pergaminos era de una ingenuidad rayana en la estupidez.
Fue a buscar a Martine, que se hallaba en la sala de profesores, y nada más entrar Ferdinand percibió la tensión. Martine discutía acaloradamente con otros dos profesores.
– ¿Ha estallado la guerra? -preguntó Ferdinand para intentar rebajar la tensión ambiental.
– No te hagas el gracioso, la situación no está para bromas -respondió el profesor Cernay, un cincuentón, como Ferdinand.
– Pero ¿qué os pasa?
– Me niego a creer que ese loco de Hitler vaya a contagiar a Francia con sus ideas xenófobas -respondió Martine.
– Y yo le digo que no sea ingenua -añadió el profesor Cernay.
– Martine se empeña en idealizar los valores republicanos. Le resulta imposible admitir que la nación que hizo la Revolución sea capaz de dejarse llevar por los más bajos instintos, como si la Revolución no hubiera dejado también sueltos esos bajos instintos -terció el profesor Jean Thierry.
– Es la distancia la que embellece las cosas y las despeja del horror del momento, de la miseria de la cotidianidad -insistió Cernay.
– Hoy he expulsado de clase a un alumno -explicó Martine-: estamos en una parte de la asignatura que suele gustar a los alumnos, ya sabes, el siglo xiii y la situación en el Languedoc, los herejes… En fin, después de la explicación he abierto un turno para que los alumnos plantearan dudas y preguntas, y un imbécil me ha salido con que estamos en el umbral de una época nueva donde Occitania volverá a recuperar la independencia perdida. Luego ha hecho un canto al «hombre nuevo» que aflorará en esa sociedad ideal, un «hombre puro», de «raza pura», y a partir de ahí se ha puesto a divagar sobre los males que aquejan a la Europa actual, señalando a los judíos como el cáncer que carcome a los países y que hay que erradicar.
– Has hecho bien expulsándole de clase -afirmó Ferdinand.
– Sí, y de lo que discutimos es que yo mantengo que ese chico es sólo un idiota solitario, alguien que lee seudoliteratura barata sobre los cátaros. Hace un año se publicó en Alemania La corte de Lucifer: un viaje a los buenos espíritus de Europa, que ha tenido cierto éxito en el continente. Es de ese tal Otto Rahn, autor de Cruzada contra el Griaclass="underline" la tragedia del catarismo, un libro execrable, donde se inventa una raza nueva. Los cátaros son seres superiores, paganos, un grupo de esotéricos que guardan el Grial.
– Conozco esos libros, y tienes razón, son seudoliteratura -aceptó Ferdinand.
– Nuestra colega no quiere reconocer que las ideas esotéricas son peligrosas -terció el profesor Cernay-. No sólo dan lugar a la seudoliteratura. Hay quienes juegan con ellas con tal habilidad que las convierten en banderín de enganche para ideas racistas, y ese estudiante del que nos ha hablado es un claro ejemplo, pero, desgraciadamente, no un ejemplo aislado.
– Yo tengo varios alumnos racistas -apuntó el profesor Thierry-. En mi clase ya ha habido varios choques dialécticos y alguna situación casi violenta. Entre mis alumnos hay judíos que no están dispuestos a ser tratados como una raza inferior y, obviamente, se defienden de los ataques, hasta ahora verbales, de algunos de sus compañeros.
– ¡Dios, cuánta falta de cerebro precisamente aquí, en la universidad! -se lamentó Cernay.
– Yo propongo una reunión del claustro para que tratemos de este tema -expuso Thierry-, pero Martine cree que estamos creando un problema por la actitud de sólo cuatro o cinco idiotas. Dice que si nos ponemos solemnes algunos alumnos seguirían a los idiotas por aquello de llevar la contraria a los mayores.
Ferdinand encendió un cigarrillo y se quedó pensativo. No tenía una respuesta al problema del que trataban sus colegas. Por una parte creía que era mejor atajar cuanto antes esas actitudes xenófobas que se empezaban a dar en la universidad, pero por otra… a lo mejor Martine tenía razón y lo único que lograban era que los chicos, por rebeldía, asumieran como moda lo que era una ideología harto peligrosa. Dudó unos segundos, aunque luego su mente lógica se impuso.
– Martine, creo que nuestros colegas tienen razón. Deberíamos hacer algo; esta universidad no puede quedarse paralizada ante el peligro de la xenofobia. Debemos hacer las cosas con inteligencia, esto es, cortando de raíz cualquier manifestación repugnante como tú has hecho hoy.
– Lo malo es que tenemos un par de colegas que ven con cierta simpatía algunas de esas ideas… -protestó Martine.
– Es que no son medievalistas -rió Ferdinand-, así que podemos convocar unas cuantas clases gratuitas para nuestros colegas explicándoles cómo se vivía en la Edad Media.
Pasaron un buen rato discutiendo. A ellos se unieron otros profesores que coincidieron en el diagnóstico: en la universidad comenzaban a manifestarse, abiertamente, algunos extremismos que hablaban de construir una gran Europa con una raza superior tal y como proponía Hitler en Alemania. Sin embargo llegaron a la conclusión de que en Francia, salvo entre algunos grupos minoritarios, estas ideas peligrosas no encontrarían eco.
El informe del grupo de expertos de la universidad fue concluyente. Los pergaminos eran auténticos, de mediados del siglo xiiI. Para Ferdinand Arnaud no fue ninguna sorpresa, pero incluso así se sintió satisfecho. La crónica de aquel fray Julián le había conmovido más de lo que le hubiera gustado admitir, y ansiaba poder escribir un ensayo académico, pero no las tenía todas consigo. El estrafalario conde y su extraño abogado parecían empeñados en dar a aquel documento otro valor distinto al histórico y académico.
El conde d'Amis le había pedido que viajara hasta el castillo para decidir el futuro de los pergaminos. Ferdinand tenía pocas esperanzas de convencerlo para que le permitiera trabajar con la crónica de fray Julián, pero pensó que aunque fuera en terreno enemigo merecía la pena intentarlo.
– ¿Puedo ir contigo? -le preguntó su hijo David, un joven de diecisiete años, buen estudiante y tan tranquilo como su madre.
– Me gustaría, pero no sé cómo nos recibiría el conde; es un tipo muy raro -se excusó Ferdinand.
– Ves poco a tu hijo -protestó Miriam, la mujer del medievalista-; yo ya me he acostumbrado a que vayas y vengas, pero David te echa en falta.
Ferdinand sabía que su esposa tenía razón, pero no quería hacer aún más difíciles las relaciones con el conde y no se atrevía a presentarse con David en el castillo. De repente, mirándola, sintió una punzada de inquietud al recordar la conversación mantenida dos días antes con sus colegas sobre la política antisemita del gobierno alemán, que parecía encontrar comprensión en algunos sectores de la sociedad francesa.
Miriam era judía. Lo mismo que él era un católico agnóstico, ella era una judía agnóstica. Ninguno de los dos era practicante, ni ella iba a la sinagoga ni él a la iglesia. No tenían una actitud beligerante contra la religión pero tampoco formaba parte de sus vidas, ni de la de su hijo. Cuando David nació, los padres de Miriam pidieron encarecidamente que le hicieran la circuncisión y así se instalara en el mundo como judío. Él aceptó; sus padres, agnósticos como él, dijeron que les daba lo mismo. «No se puede imponer una religión -había dicho su padre-. Cuando sea mayor, David decidirá en qué quiere creer, si quiere creer en algo.» Sus padres consideraban en su fuero íntimo que la religión, amén de dividir a los hombres, era una fuente de superstición. De manera que David formalmente era judío, aunque de todas formas ya lo era para la comunidad hebrea, puesto que de acuerdo con la tradición, la condición de judío la transmite la madre.
Los abuelos maternos se encargaron de que David cumpliera con algunos de los ritos religiosos, pero lo habían hecho con delicadeza, sin mostrarse exigentes. Así que a los trece años hizo el Bar Mitzvá, la comunión judía, su entrada en el mundo de los adultos.
David no parecía rechazar aquellas visitas periódicas a la sinagoga, porque le gustaba complacer a sus abuelos maternos y éstos se sentían especialmente satisfechos con ello. Miriam era su única hija y David su único nieto.
A Miriam le inquietaban distintos interrogantes: ser judío ¿podría llegar a ser un problema como ya lo era en Alemania? ¿Vería a su hijo discriminado por serlo? Y ella, ¿sufriría algún tipo de discriminación por pertenecer a un pueblo cuya religión le resultaba indiferente?
Ferdinand, ensimismado en sus pensamientos, no la estaba escuchando; de repente se sorprendió al oír sus últimas palabras.
– … y entonces David le dio un puñetazo, pero…
– ¿Cómo dices?
– Pero ¿no me has escuchado? Te estoy diciendo que a tu hijo le han insultado y le han llamado «judío de mierda», que aguantó un buen rato hasta que al final se volvió y le dio un puñetazo…
– Pero ¿a quién? -preguntó con el tono de voz alterado mientras buscaba la mirada de David, que en ese momento le observaba expectante.
– ¡Ferdinand, tu problema es que no me escuchas! ¡Por eso no te enteras de lo que te estoy contando!
Bajó la cabeza en señal de asentimiento. Era verdad, no le había prestado atención. Miriam estaba irritada y preocupada, más de lo que él había sido capaz de percibir.
– Empieza de nuevo, lo siento.
– No te habíamos dicho nada para no inquietarte, pero desde hace un tiempo el hijo del señor Dubois, el carnicero, se mete con David, le llama «perro judío» y se lamenta de que en Francia no haya un Hitler. Hasta ahora David ha evitado el enfrentamiento con él, pero ayer el chico le estaba esperando en la puerta del liceo con sus amigos. Empezaron a zarandearle, y lo peor es que nadie salió en su defensa; incluso sus amigos desaparecieron dejándole solo. Nuestro hijo no pudo soportar la humillación y le dio un puñetazo al sinvergüenza de Dubois, y su padre se presentó aquí, a primera hora, para hablar contigo…
Ferdinand miró horrorizado a Miriam y a David. ¿Cómo podía haber sucedido eso y él no se había enterado? ¿Qué estaba pasando? ¿Tendrían razón sus colegas, y él, al igual que Martine, se negaba a ver la gravedad de lo que estaba pasando?