– Hay veces que uno no puede decir no. Ya te he explicado que me llamó un profesor de Toulouse que había sido tutor mío, para pedirme el favor de que echara un vistazo a unos pergaminos que constituían un documento único. La verdad es que me alegro de haber tenido la oportunidad de leer la crónica de fray Julián; es un relato conmovedor.
Un sirviente les acompañó a una sala que precedía al comedor. El conde y sus invitados, incluso el pequeño Raymond, vestían esmoquin.
– Nosotros somos nosotros -susurró Ferdinand a su hijo-, nuestro mundo es el de la inteligencia.
– No te preocupes. Me sentiría ridículo en uno de esos chismes, mira al niño…
El conde le presentó a sus invitados, tres hombres y dos mujeres, además del abogado. Ferdinand se dijo que aquel castillo no tenía dama, puesto que ninguna de las mujeres le fue presentada como la señora de la casa.
– El barón Von Steiner, su esposa, la baronesa Von Steiner, el conde y la condesa Von Trotta, y un colega suyo de la Universidad de Berlín, Henrich Marbung. Al caballero Saint-Martin ya le conoce, lo mismo que a mi hijo Raymond…
Mientras tomaban una copa de champán la conversación fue intrascendente. Hasta el primer plato Ferdinand no se dio cuenta de que estaba compartiendo cena con un grupo de fascistas refinados.
– Alemania entera está entusiasmada con Rahn -afirmó el profesor de la Universidad de Berlín- y no es para menos. Rahn ha sido capaz de ver donde otros no ven nada, sólo piedras o palabras.
– ¿Se refiere a Otto Rahn, el autor de Cruzada contra el Grial? -preguntó Ferdinand.
– Al mismo. Un hombre ilustre al que tengo el honor de conocer. Estoy aquí con el encargo de encontrar…
– ¿El Grial? -preguntó Ferdinand divertido.
– ¿Le sorprende, profesor?
– Me sorprende que un profesor de la Universidad de Berlín venga a buscar algo que no existe. El Grial es un mito, un invento muy oportuno como recurso literario.
– ¿Niega usted su existencia? -quiso saber el conde Von Trotta.
– Naturalmente. No niego que el libro de Rahn tenga imaginación, ya que ha sido capaz de elaborar unas teorías sugestivas, pero carece de valor histórico, lo que no es de extrañar habida cuenta que ese señor no es historiador, sino escritor, de manera que ha dejado suelta su imaginación de manera brillante.
– Pero ¡cómo se atreve…! -exclamó sin ocultar su ira el profesor Marbung-. Debe usted saber que Rahn ha bebido de las mejores fuentes, conoce esta tierra mejor que usted y todas sus teorías están fundadas en hechos; ninguna de sus afirmaciones es gratuita.
– Siento contradecirle, pero no es así. Sé que sus libros se han convertido en grandes éxitos y que mucha gente cree a pies juntillas sus especulaciones, pero el Languedoc que describe no es real y sus imaginativas hipótesis no están asentadas científicamente en nada que las sostenga -insistió Ferdinand.
– Es usted muy contundente en sus juicios -afirmó el barón Von Steiner.
– Soy contundente a la hora de hablar de lo que sé y me niego a que se reescriba la historia por mucho que ésta pueda salir embellecida del intento. En cuanto al propósito de Otto Rahn, tal y como él confiesa, de encontrar un hilo conductor entre Montségur y el Montsalvat, el castillo de su Wolfram von Eschenbach, el autor de Parsifal, es un ejercicio tan bello como inútil. Siento no poder complacerles con otra opinión.
– Si he acudido al profesor Arnaud para que certificara la autenticidad de la crónica de fray Julián, es precisamente porque cuenta con el respeto de la sociedad académica -afirmó el conde d'Amis-. El profesor jamás daría su nihil obstat a nada de lo que no estuviera realmente seguro. De manera que para mí tiene un valor incalculable su reconocimiento de los pergaminos familiares.
– Quizá fuera posible intentar convencer al profesor de que colabore con nosotros -sugirió la baronesa Von Steiner.
– ¿Colaborar? No creo que el profesor sea uno de los nuestros -dijo el abogado Saint-Martin-, yo creo que más bien sería un obstáculo…
– No les entiendo, caballeros… -dijo Ferdinand.
– Señor, formamos parte de una… de una sociedad cultural; queremos buscar la verdad sobre el misterio cátaro y a ser posible encontrar el Grial, por más que usted no crea en su existencia. Pero si la suya es una opinión docta, otros académicos mantienen tesis contrarias y…
– Ningún académico serio cree en el Grial -cortó Ferdinand interrumpiendo el parlamento del conde Von Steiner.
– Usted sólo cree lo que ve -sentenció el conde.
– Yo soy un profesor, mis armas son la ciencia y la razón.
– ¿Cree usted en Dios, profesor? -le preguntó la condesa Von Trotta.
– Es una pregunta que me hicieron hace unos días y que considero del todo impertinente. Lo que yo crea o deje de creer pertenece a mi ámbito privado y nada tiene que ver con mi actividad científica.
– No abrumemos al profesor -terció el conde-, bonita manera de convencerle para nuestra causa… Brindemos por que éste sea el comienzo de una fructífera amistad y colaboración. A todos nos interesa la verdad, sólo buscamos la verdad. Profesor Arnaud, ¿se uniría usted al equipo que estoy formando para buscar las verdades del catarismo?
– Perdóneme, conde, pero no hay ninguna verdad que buscar sobre los cátaros porque ya tenemos certezas. Ya le dije que me repelían esas interpretaciones irreales sobre los cátaros. Son un ejercicio absurdo del que yo no participaré jamás.
– Le estoy pidiendo que dirija nuestro equipo… Buscaremos donde usted nos diga que debemos buscar -insistió el conde.
– El caso es que no hay nada que buscar. Podemos encontrar algún acta perdida de la Inquisición o un documento precioso como el que su familia ha conservado, pero nada más. El Grial no existe.
– ¿Usted afirma que no existe el cáliz sagrado? -preguntó el abogado Saint-Martin.
– Sinceramente, sí. ¿De verdad usted piensa que aquella copa que Jesús llenó de vino para compartir con sus discípulos se conserva dos mil años después? ¿Cree que alguno de sus discípulos la escondió entre los pliegues del manto pensando en la posteridad?
– ¡Usted no cree en nada! -exclamó la baronesa Von Stener-. Es evidente que el Grial no es una copa, es… algo más, algo que puede curar, que dará un poder sin limites al que lo posea.
– Señora, yo no confundo fe con superstición.
– Y el tesoro de los cátaros, ¿qué cree que era? -preguntó el abogado Saint-Martin.
– Oro, plata, monedas, algunos objetos de valor… Donaciones de damas y caballeros a la Iglesia de los Buenos Cristianos, pero nada más. No busquen ningún talismán, no existe.
– Aun así, nos gustaría contar con usted -insistió el conde.
– Lo siento, pero no estoy disponible.
Se hizo un incómodo silencio. David miró a su padre con admiración. Nunca le había visto desplegar su autoridad académica con tanta firmeza. Estaba conmovido por su valentía al no dejarse amilanar en aquella tensa situación y con aquella extraña gente.
– ¿Qué piensa de la situación en Alemania? -preguntó la baronesa Von Steiner para cambiar el sesgo de la conversación.
– Me preocupa y mucho. Creo que Adolf Hitler terminará siendo una pesadilla, no sólo para Alemania, sino también para el resto de Europa.
– ¿No comparte el ideario de nuestra revolución? -quiso saber la baronesa.
– ¿Su revolución? Me cuesta verla a usted como una revolucionaria, señora.
– ¡Por favor, no sea simple! -protestó airada-. Hitler está cambiando Alemania y cambiará el mundo. Francia tendrá que aceptar la supremacía de sus ideas.
– Le aseguro, baronesa, que somos muchos los que haremos lo imposible para que las ideas de su líder no traspasen la frontera.
¡Vamos, vamos! No hablemos de política -intervino el conde d'Amis intentando apaciguar la conversación-, aquí estamos hablando de historia, y para eso es para lo que quiero contar con el profesor. Verá, señor Arnaud, el profesor Marbung, gran amigo mío, expuso a las autoridades académicas de su universidad mi propuesta de poner en marcha un grupo de trabajo que desentrañe toda la verdad sobre el país cátaro, y al parecer la idea les ha entusiasmado. Yo también soy un rendido admirador de Otto Rahn, quien naturalmente me gustaría que tuviera una participación en el proyecto…
El pequeño Raymond había permanecido en silencio, observando con fascinación a unos y a otros, cuando de repente irrumpió en la conversación con una pregunta al profesor Arnaud:
– ¿Le gustan los nazis?
El conde clavó los ojos, en los que se podía leer una fría cólera, en su hijo. David creyó ver, además de inquietud, miedo en los ojos verdes que Raymond bajó avergonzado.
– No, hijo, no me gustan los nazis -respondió Ferdinand mirando al conde en vez de al niño.
– ¡Qué ocurrencias tienes, Raymond! -terció el abogado.
El mayordomo entró en el comedor anunciando que el café estaba servido en el salón, lo que supuso un alivio para todos los comensales, que se habían quedado mudos.
De camino al salón Ferdinand se acercó al conde.
– Señor, creo que es mejor que mi hijo y yo nos marchemos. No quiero incomodarle más con mi presencia, ni a usted ni a sus invitados. Si su chófer nos puede acercar a Carcasona estoy seguro que encontraremos un hotel donde pasar la noche…
– ¡Por favor, profesor! ¿Por quién me toma? Usted es mi invitado y tiene todo el derecho a manifestar sus opiniones. Me ofendería que se fuera. Mañana mi chófer le llevará a la estación, como tenía previsto. En cuanto al comentario de mi hijo… Espero que no se lo tome en serio, es un niño, escucha conversaciones y no entiende bien su significado. No me gustaría que se hiciera una idea equivocada de nosotros…
Ferdinand no se atrevió a decirle que se sentía incómodo, pero temió ser grosero si insistía en marcharse. Quizá había sido la declaración de la baronesa Von Steiner decantándose por Hitler.
La conversación se relajó mientras tomaban café y coñac, aunque Ferdinand no podía evitar seguir tenso.
El conde pidió a Ferdinand que explicara el alcance de los pergaminos a sus invitados.
Arnaud hizo una descripción apasionada de la Crónica de fray Julián, y habló de éste como si fuera un amigo.
– ¿Y cómo conservó su familia esos pergaminos? -quiso saber la baronesa Von Steiner.