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– No lo sé; imagino que fueron pasando de padres a hijos, con el encargo de mantenerlos en secreto hasta que llegara el momento -explicó el conde.

– El momento de vengar la sangre de los inocentes.

Las palabras del abogado Saint-Martin provocaron un momentáneo silencio.

David, que hasta ese momento se había mantenido callado, miró a su padre y antes de que a éste le diera tiempo de hacer un gesto indicándole que siguiera en silencio, el joven preguntó:

– ¿Y cómo y quiénes van a vengar la sangre de los inocentes?

– La mejor venganza es devolverles la voz -afirmó el abogado-, revindicarles, defender el Languedoc de la ocupación francesa.

– ¡Pero ustedes son franceses! -dijo David.

– Somos occitanos, franceses a la fuerza.

– Esto no era la Arcadia… -apuntó Ferdinand.

– Usted conoce la historia -le desafió Saint-Martin.

Y como la conozco, sé que la vida en la Edad Media no era envidiable, ni siquiera aquí. El país cátaro no existe. Es el resultado de la imaginación de algunos escritores y aficionados del siglo xix que han sublimado la cultura de los trovadores, dando de ese período de la historia una visión empalagosamente romántica. Es curioso. Los pobres cátaros sirven para todo: para los anticlericales, para los esotéricos, para los nacionalistas, para los liberales… Todos les reinterpretan y creen ver en ellos las señas de identidad de sus propias convicciones. No he visto un período de la historia más tergiversado y malinterpretado que éste.

– Usted no es occitano -recalcó el abogado.

– Bueno, a lo mejor un poquito sí lo soy. Mi padre es de Perpiñán y mi madre de Toulouse, de manera que algo tengo que ver con esta tierra, aunque, si quieren que les diga la verdad, me da lo mismo de dónde soy o de dónde son los otros. Me importa dónde estoy bien y con quién estoy, me importa la dignidad humana, la justicia y la paz. De dónde es uno es algo que no se elige.

– ¿Niega usted las raíces? -preguntó el conde Von Trotta.

– No tengo necesidad de reafirmarme en ellas. Lo que importa es lo que somos capaces de llegar a ser como personas, no dónde hemos nacido. Nacer en un lugar puede determinar el mundo de las emociones íntimas, los sabores, olores, la música, el paisaje… pero ni quiero ni permito que nada de esto me determine como persona.

– ¿Es usted comunista? -le preguntó el profesor Marbung.

Ferdinand dudó en responder a esa pregunta formulada con tono impertinente, pero pensó que si no lo hacía se sentiría un cobarde que ocultaba sus ideas.

– Soy un demócrata. No milito en ningún partido.

– ¡Ah! -exclamó el profesor Marbung-. Realmente, conde d'Amis, sería difícil que el profesor Arnaud y yo pudiéramos colaborar.

El conde clavó su mirada verde y fría en el profesor antes de responderle.

– Señores, yo busco su competencia profesional.

El abogado Saint-Martin iba a intervenir pero pareció arrepentirse. No comprendía al conde ni su empeño por contar con Arnaud.

– Conde… -quiso protestar el profesor Marbung.

– No discutamos, caballeros. Quiero contar con ambos para este proyecto. Piensen ustedes lo que quieran, pero pongan su talento y su saber al servicio de la historia.

– Creo, señor, que no me ha entendido -dijo Ferdinand en tono cortante-; no tengo la más mínima intención de trabajar en ningún proyecto que tenga que ver con… con fantasías. Además, no estoy disponible. Mi trabajo en la Universidad de París me ocupa todo el tiempo. Si usted me lo permite, me gustaría trabajar en la Crónica de fray Julián, darla a conocer, escribir sobre ella, publicarla… pero no quiero tener nada que ver con ningún otro proyecto.

– Hablaremos, profesor Arnaud… hablaremos… -asintió el conde.

4

El tren con destino a París tenía su hora de salida a las cinco de la tarde. A Ferdinand se le antojaba insoportable permanecer más tiempo en el castillo, pero el conde no parecía dispuesto a permitirle marchar ni un minuto antes.

Por la mañana intentó engatusarle con una oferta que a punto estuvo de hacer dudar a Arnaud.

– Quiero que escriba una historia sobre los cátaros. Una nueva historia, que investigue, busque, cuente con la Crónica de fray Julián, y si usted cree que todo son fantasías, que ayude a despejar las dudas sobre el Grial; pero, en todo caso, que intente como historiador ver qué puede haber de verdad. Hablaré con su universidad para que le libere una temporada. Naturalmente correré con todos los gastos.

Ferdinand, sobre todo para no seguir sufriendo su presión, le había prometido pensarlo. Luego buscó refugio en su habitación. A excepción de al abogado Saint-Martin y el profesor Marbung, no había visto al resto de los invitados.

El pequeño Raymond propuso a David volver visitar los establos.

– Ayer preguntaste por los nazis. ¿Por qué?

– No puedo hablar de eso -respondió Raymond.

– ¿Por qué?

– ¿A ti te pega tu padre?

– ¡No! ¡Nunca! Me castiga, pero pegarme… nunca me ha pegado, ¿a ti sí?

Raymond guardó silencio mientras extendía su mano hacia el lomo de una yegua de color castaño.

– Tengo que aprender. Tengo que aprender a asumir mis responsabilidades. Y me merezco que me castiguen cuando no lo hago bien.

– Depende de cómo te castiguen -afirmó David.

– Hay personas que somos… somos distintas; pertenecemos a una raza especial, y… bueno… yo… yo soy de esas personas, como mi padre, como Saint-Martin o los amigos de mi padre… Tú no lo sé… no me lo pareces y tu padre…

– Yo estoy muy orgulloso de mí padre, entre otras cosas porque es un demócrata -aseveró David con tono de enfado, olvidándose de que estaba hablando con un niño de diez años.

– Los demócratas, los socialistas y los comunistas son un cáncer, como los judíos -aseguró Raymond.

Si le hubiesen golpeado, David no se habría sentido más herido. Su padre le había encarecido la noche anterior que evitara cualquier discusión con aquella gente, pero él sentía la necesidad de saber, de preguntar. Raymond era el único dispuesto a prestarle atención y acababa de pronunciar la palabra maldita: judío.

– Yo soy judío -respondió David desafiante- y no soy ningún cáncer.

Raymond se quedó perplejo, y mordiéndose el labio echó a correr. Temía la reacción de su padre por haber vuelto a hablar demasiado, y aún le dolían las nalgas por los azotes recibidos. El cinturón de su progenitor le había levantado la piel y, con el contacto del pantalón, sentía un escozor continuo. Estaba a punto de entrar en el castillo cuando se dio de bruces con el profesor Marbung.

– ¡Son judíos! -gritó el niño.

– ¿Judíos? ¿Quiénes? -preguntó alterado el profesor.

– David y su padre. Me lo ha dicho él -dijo señalando hacia las cuadras donde se veía recortada la figura de David.

El profesor Marbung y el niño entraron en el castillo en busca del conde d'Amis, al que encontraron en su despacho departiendo con el abogado Saint-Martin.

– ¡Conde! ¡Su hijo acaba de darme una terrible noticia!

El tono del profesor Marbung preocupó a los dos hombres, que se levantaron de inmediato temiendo una desgracia.

– ¿Qué sucede? Raymond, ¿qué te pasa?

– Son judíos -afirmó el niño-, me lo ha confesado David. El conde d'Amis apretó los puños, intentando controlar su contrariedad.

– Esto cambia las cosas -musitó el abogado.

– ¡Nunca trabajaré con un judío! No toleraré que un asqueroso judío conozca nuestros planes… ¡Ya sospechaba yo de su interés en hacernos desistir de buscar el Grial! -afirmó con furia el profesor Marbung.

– Y sin embargo… sería un error no poder contar con el profesor Arnaud. Su antiguo profesor de la Universidad de Toulouse no me dijo que fuera judío… -explicó el conde.

– Su hijo se lo ha dicho a Raymond… -insistió el abogado-, de manera que no caben dudas.

Ninguno vio a David en la puerta observando con los ojos llenos de rabia y desprecio.

– Yo soy judío, él no.

Le miraron sobresaltados, preocupados por la presencia inesperada de aquel adolescente, ¿cuánto tiempo llevaría allí, escuchándoles?

Joven, no sea maleducado, no se escucha detrás de las puertas -acertó a decir el conde.

– La puerta está abierta y para ir a mi habitación debo pasar por delante de ella.

– En cualquier caso, un caballero no escucha una conversación que no le concierne. Pero ya que lo ha hecho, acompáñenos, por favor -ordenó el conde.

David entró con paso vacilante. Le hubiera gustado salir corriendo en busca de su padre, pero no se había atrevido a contradecir al conde d'Amis.

– Siéntese, joven.

Tanto Raymond como el abogado Saint-Martin y el profesor Marbung aguardaban expectantes la siguiente reacción de D'Amis.

– Bien, usted sabe que hay gente que tiene prejuicios, que no le gustan los judíos, piensan que son culpables de algunas de las cosas que pasan. A mí poco me importa lo que piensen los demás; lo que me importa es la historia, y quiero que su padre trabaje en mi proyecto, tanto me da si es judío o no.

David estaba a punto de protestar y llamarle mentiroso, pero realmente no tenía de qué acusarle: había sido el profesor Marbung quien había manifestado su menosprecio por los judíos, no él.

– Su hijo piensa que los judíos somos un cáncer.

– Mi hijo tiene diez años y escucha conversaciones que no entiende, lo que le lleva a… digamos, que a ser imprudente. Le pido disculpas en su nombre.

El joven no supo qué decir. Clavó sus ojos en el profesor Marbung, ansioso de que le diera una excusa para levantarse y mostrar su ira.

Pero el profesor parecía no estar interesado en el combate y tenía la mirada perdida en las volutas de su cigarro.

– Voy a buscar a mi padre -fue todo lo que se le ocurrió. -Vaya, vaya, pero le ruego que no le abrume con malentendidos.

David se dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras, deseoso de encontrar a su padre en el dormitorio. Le pediría que se fueran de inmediato aunque fuera andando.

– ¡Ah, ya has vuelto! -Ferdinand estaba leyendo tumbado en la cama. Su rostro reflejaba hastío-. Siento que no podamos marcharnos antes. Me temo que aún deberemos compartir el almuerzo con esa gente.

– Han dicho que los judíos son un cáncer -replicó David muy alterado.