Ferdinand se incorporó preocupado. Se daba cuenta de que su hijo no estaba bien.
– Pero ¿qué estás diciendo?
– Fue Raymond… ese niño dice en voz alta lo que su padre y los otros no se atreven a decir -aseguró David-. Demócrata y judío es lo peor que se puede ser para ellos. Luego les escuché hablar. El profesor Marbung dijo que si eras judío no podría trabajar contigo, que no quieres que busquen el Grial.
– ¡Pero qué locura es ésta! Bajaré ahora mismo a hablar con el conde d'Amis. Podemos adelantar nuestra salida, cambiaremos el billete en la estación.
David pareció calmarse pero Ferdinand se daba cuenta de que su hijo sufría. De repente se sentía diferente, y por consiguiente rechazado.
– ¿Qué tiene de malo ser judío? ¿Por qué hay gente que nos odia?
– Los ignorantes odian lo que desconocen, pero además en la historia de Europa hay momentos execrables: la Inquisición, los pogromos… El judío es el extranjero o el diferente, alguien a quien culpar de todos los males de la sociedad. Ésa es la excusa que utilizan los poderosos para desviar la atención de sus responsabilidades hacia la propia sociedad. Además, es un buen negocio quedarse con los bienes de la comunidad judía, y sobre todo no pagarles las deudas contraídas.
– Los abuelos no son ricos, la tía Sara tampoco… -balbuceó David.
– No, no lo son; tampoco lo eran la mayoría de los judíos quemados en las hogueras. Lo más perverso de los verdugos es inocular a sus víctimas la idea de que son culpables de algo, por lo que tienen que pagar; éstas terminan aceptándolo tácitamente y se preguntan qué han hecho mal. No, no te preguntes por qué a la tía Sara la persiguen los nazis alemanes, qué han hecho tus abuelos o qué has hecho tú para que te odien. Sólo preguntártelo es una monstruosidad.
– Pero continúo sin entender el hecho de tanto odio. No sabes con qué desprecio Raymond ha dicho que los judíos son un cáncer, y el profesor Marbung… Bueno, el profesor me parece el peor de todos.
Unos ligeros golpes en la puerta interrumpieron la charla entre padre e hijo. El mayordomo les transmitió el ruego del conde de que se reunieran en el salón en cuanto estuvieran listos.
Ferdinand suspiró. Se sentía atrapado entre su deseo de poder disponer de la crónica de fray Julián y la necesidad de marcharse. Se ahogaba en aquel castillo.
Cuando entraron en el salón, el conde les esperaba junto a Raymond y Saint-Martin.
A pesar de la seguridad que manifestaba, Ferdinand pudo apreciar un tic nervioso en su forma de cerrar y abrir el puño de la mano derecha.
El rostro de Raymond reflejaba dolor y miedo, pero al mismo tiempo, por su manera de mirar a David, se intuía que le reprochaba algo.
– Profesor, antes hablé y me disculpé con su hijo; ahora lo hago con usted. Desgraciadamente Raymond se ha comportado de manera abominable con sus comentarios del todo improcedentes. Le ruego que le disculpe a él, y también a mí, por haberles ofendido. Nada más lejos de mi intención y, si me permite ser sincero, de mis intereses.
– Deberían preocuparle los comentarios de su hijo -respondió Ferdinand con frialdad.
– Ha sido castigado por ellos. Le aseguro que le costará olvidar el error cometido.
– No se trata de cometer un error por decir algo, se trata de lo que significa pensar ese algo -respondió Ferdinand.
– Usted sabe que los niños escuchan cosas que no entienden y se confunden a la hora de…
– ¿De afirmar que ser judío y demócrata es el peor de los cánceres? -El tono de voz de David reflejaba su dolor y su ira.
El conde miró a David y luego, con un gesto, indicó a su hijo que se quitara la chaqueta y se subiera la camisa. Raymond palideció, pero se ruborizó, muy avergonzado.
Cuando Raymond dejó su espalda al descubierto, Ferdinand y David emitieron una exclamación de horror. En la espalda del niño se apreciaban las marcas que había dejado la correa de su progenitor. La piel descarnada y sangrante no dejaba lugar a dudas: Raymond había sido azotado con saña.
– ¡Por Dios! Yo… -acertó a decir Ferdinand.
– Espero que sea suficiente para darle satisfacción por la ofensa de mi hijo -dijo con sequedad el conde.
– ¡Esto no era necesario! Aborrezco el castigo físico… Pero ¿cómo le ha podido hacer esto al niño, a su propio hijo? -Ferdinand no encontraba palabras para expresar el horror que le producía ver las marcas del maltrato.
David sentía náuseas porque se creía culpable de aquella tortura. Tal vez, se dijo, él había exagerado la frase de Raymond, y en realidad no tenía tanta importancia lo que dijera un niño de diez años. No sabía qué hacer, pero sentía un deseo imperioso de pedir perdón al niño.
– Lo siento -balbuceó dando un paso hacia el niño-; yo… yo… lo siento.
– Lo que ha pasado, pasado está. Raymond aprenderá del error cometido. Ahora, profesor, quiero desagraviarle, y no se me ocurre otra manera que anunciándole que puede disponer del manuscrito de fray Julián. Acepto la oferta de su universidad. Haga un estudio más exhaustivo, dé a conocer su ensayo. Los archivos familiares estarán abiertos para usted, pero tendrá que venir aquí a consultarlos; no quiero que nuestros documentos anden por ahí desperdigados.
Ferdinand se quedó perplejo. No se esperaba que el conde aceptara desprenderse de la crónica de su antepasado, y mucho menos sin condiciones. También él tuvo un sentimiento de enojo y de vergüenza consigo mismo. ¿No habrían sacado las cosas de quicio entre David y él? ¿No estarían demasiado sensibles por lo que le había sucedido a David con el bocazas de Dubois, añadiendo a ese episodio la desgracia de la tía Sara?
Raymond continuaba con la espalda al descubierto, exponiendo su humillación y dolor, sin atreverse a cubrirse antes de que su padre le diera el consentimiento. Por fin el conde hizo un gesto autorizándole a acomodarse la camisa.
– No sé qué decir… todo esto es… lo siento… siento lo sucedido… -balbuceó Ferdinand-, creo que no deberíamos de mezclar una cosa con otra.
– Acepte, por favor, mis disculpas y mi ofrecimiento. Mi abogado y amigo el señor Saint-Martin redactará un documento de préstamo de la crónica de fray Julián para su estudio y custodia por la Universidad de París. La próxima semana estará listo y yo mismo se lo entregaré en París. Tengo que visitar la capital por negocios a finales de la próxima semana; ya le telefonearé para reunirme con usted y el rector de la universidad.
Ferdinand se sentía desconcertado ala vez que abrumado por todos aquellos acontecimientos. Sentía además vergüenza por todo cuanto estaba sucediendo, y también por sí mismo, por su ansia de tener la crónica de fray Julián, que parecía quitar importancia a lo que le había sucedido a Raymond.
Aceptó la oferta del conde y le dio las gracias por ello, evitando la mirada de David; ya hablaría con él más tarde, en el tren, de todo lo que había pasado.
El almuerzo transcurrió de manera más apacible que la cena de la noche anterior. Los invitados del conde parecían deseosos de agradarle; sólo el profesor Marbung mantenía cierta distancia, lo mismo que el abogado Saint-Martin. Hablaron de todo y de nada, de música, literatura y gastronomía. El barón Von Steiner demostró ser un experto conocedor de los vinos franceses y les dio una conferencia al respecto.
Cuando el conde les despidió en la puerta del castillo, el ánimo de Ferdinand estaba sumido en la confusión pero dispuesto a dejarse llevar por aquella promesa de que en una semana dispondría para su estudio de la ansiada crónica de fray Julián.
No bien se hubieron marchado Ferdinand y David, el conde y sus invitados se reunieron en su despacho, con gran sigilo y gestos de preocupación.
– No entiendo su actitud, conde -se atrevió a reprocharle el profesor Marbung-, ni tampoco su empeño en contar con el profesor Arnaud. No le necesitamos.
– Se equivoca, profesor. El nombre del profesor Arnaud nos abrirá archivos y puertas que de otra manera nos estarían vedados. Necesitamos su prestigio para buscar lo que queremos -explicó el conde-, la cuestión es no alertarle sobre nuestras intenciones, es decir, evitar los errores que todos cometimos durante la cena de ayer.
– La máxima autoridad mundial sobre catarismo es Otto Rahn -afirmó el profesor Marbung-. Siguiendo sus pasos encontraremos el Grial.
– Siguiendo sólo sus pasos no, profesor. Esto es Francia, y los franceses son chovinistas. Rahn no impresionará a algunos archiveros a cargo de documentos preciosos, pero el profesor Arnaud sí. Él será nuestra llave, nuestro guía ciego, irá por delante sin saber adónde queremos llegar, pero desbrozando el camino.
– Reconozco que su jugada ha sido genial -dijo el conde Von Trotta-; al final se ha ido insultado, pero agradecido.
– Sí, y sintiéndose en deuda conmigo, con mi magnanimidad. No colaboraría con nosotros por dinero, y si supiera nuestras intenciones haría lo imposible por detenernos.
– Es un ignorante -murmuró el profesor Marbung-, si fuera capaz de comprender la profundidad de La corte de Lucifer sabría que los cátaros no son más que los fieles seguidores de una doctrina que se pierde en la noche de los tiempos. Los cátaros nada tienen que ver con la Iglesia, ni con la tradición judeocristiana. Sólo Rahn ha sido capaz de verlo… El Dios de Roma, ¡puaf!, escupo sobre Él.
– ¿Quién cree en el Dios de los papas? Pura superchería para pobres -añadió el barón Von Steiner.
– Los católicos sueñan con sufrir su propia cruz para emular a su Cristo; pues bien, la tendrán -sentenció el abogado Saint-Martin-. Que mueran con ella.
– Señores, es evidente que nosotros no participamos de las tonterías de la religión, somos hombres ilustrados. Pero no debemos exponerlo ante cualquiera; esto no es Alemania y nuestra actitud puede resultar sospechosa. De manera que procuremos disimular nuestras ideas delante de extraños. Necesitamos al profesor Arnaud por ahora, y lo importante es que haya mordido el anzuelo. Usted, profesor Marbung, siguiendo las indicaciones de Berlín, continuará trabajando como hasta hoy. Sueño con el día en que la diosa Razón vengue la sangre vertida en el Languedoc.
Ferdinand Arnaud aceptó a regañadientes colaborar en la investigación del conde. No le pidió que se desplazara a Toulouse o Carcasona, ní que trepara por los riscos de Montségur; sólo le indicó que le abriera puertas y moviera los hilos necesarios para tener acceso a determinados archivos, y que las autoridades locales no pusieran inconvenientes a las excavaciones.