Arnaud tranquilizaba su conciencia diciéndose que no había nada de malo en ayudar a un colega de la Universidad de Berlín por poco que éste le gustara; pero sentía una inquietud en el fondo de su alma que no le permitía sentirse bien consigo mismo. Le repugnaban aquellos amigos del conde, entusiastas de Otto Rahn y con ideas filonazis.
En compensación estaba ilusionado con la publicación de la crónica de fray Julián, que si bien no contenía revelaciones sustanciales sobre el sitio de Montségur, sí tenía el valor histórico del relato en primera persona de los acontecimientos, y sobre todo, por la descripción de los protagonistas de aquel drama.
– ¡Vaya, existes!
Ferdinand sonrió al ver a Martine irrumpir en su despacho. Llevaban unos días sin coincidir y le había llegado el rumor de que Martine había vuelto a enfrentarse a un alumno por sus comentarios racistas.
– Creo que te estás convirtiendo en la guardiana de las esencias de la República -le respondió a modo de saludo.
– Pero sin demasiado éxito. Esos fascistas crecen como hongos, o a lo mejor es que estaban agazapados y ahora se dejan ver… Pero aquí en la universidad… ¿Ya te han contado…?
– Sí, ya sé que echaste de clase a otro de tus alumnos por decir que los judíos son sólo mierda.
– El mocoso se me encaró y me amenazó diciéndome que tuviera cuidado, que quién sabe dónde estaría él y dónde estaría yo en el futuro.
– Y tú por lo pronto le mandaste fuera de clase y con el anuncio de que tenía tu asignatura suspendida.
– Sí, y menuda se ha organizado. Su padre ha venido a hablar con el rector y la discusión está en si pueden o no obligarme a retractarme. No lo voy a hacer. O el chico o yo, y si me tengo que ir me iré, pero no voy a ceder al pulso de ese mocoso. Si se quiebra nuestra autoridad y nos dejamos amedrentar, será mejor que cerremos la universidad.
– Por lo que sé, el claustro te apoya, incluso los que no te tienen simpatía -bromeó Ferdinand.
– Ganar este pulso no es en beneficio mío -se quejó Martine.
– Lo sé.
– Y a ti, ¿cómo te va?
– Bien, aunque…
– ¿Qué sucede?
– Me preocupan Miriam y David. Ya te conté el incidente que tuvo mi hijo y lo de la tía de mi mujer… Miriam insiste en ir a Berlín y yo… no me fío, podría ser peligroso.
– No creo que vaya a sucederle nada, Miriam es francesa.
– Y su tío Yitzhak es alemán y sin embargo le han destrozado la librería heredada de sus abuelos. Y tú has expulsado a dos alumnos de clase en menos de dos meses.
– Sí, tengo la sensación de que nuestro mundo se está derrumbando -admitió Martine.
– Pues no lo permitamos, profesora. Luchemos.
– ¿Somos lo suficientemente valientes para hacerlo? ¿No tememos implicarnos y perder nuestros privilegios?
– Sin duda somos humanos y no tenemos por qué tener madera de héroes, pero eso no significa que nos quedemos de brazos cruzados. Tú no lo haces, Martine.
– No me lo puedo permitir.
5
París, 20 de abril de 1939
– Miriam, te ruego que recapacites -suplicaba Ferdinand.
– No, está decidido, voy a por ellos, quiero saber qué les ha pasado, dónde están. No creerás que voy a permitir que sea mi padre quien lo haga. Y en la embajada dicen que si no sabemos nada de ellos es porque se habrán ido de vacaciones. ¡Cínicos! Es lo que son, unos cínicos.
David contemplaba en silencio la última pelea de sus padres, que se habían vuelto cada vez más frecuentes en los últimos tiempos. Ambos tenían los nervios a flor de piel. Su padre constataba que la universidad había dejado de ser el lugar donde tanto disfrutaba con su trabajo. Desde que regresaron del castillo d'Amis le había visto angustiado y, cuando recibía la llamada del conde o del profesor Marbung pidiéndole que hiciera alguna gestión, se irritaba con facilidad. En un par de ocasiones había regresado al castillo, sin proponerle que le acompañara. Él tampoco habría querido volver, aquella gente le parecía siniestra.
Ferdinand parecía resignarse a tratar con el conde d'Amis con tal de poder trabajar con la crónica de fray Julián. Aún no había terminado el ensayo que iba a publicar con el aval de la universidad, y desde que se había incorporado a las clases tras las vacaciones de verano, parecía desganado, no había vuelto a escribir.
Y ahora se estaba peleando con su madre, insistiéndole que no se marchara a Berlín en busca de sus tíos.
– Miriam, temo lo que pueda estar sucediendo allí -insistía-. Siempre he creído que el Pacto de Munich ha sido tiempo ganado por Hitler, por más que nuestro presidente crea a pies juntillas a ese indeseable.
– ¡Voy a ir, Ferdinand! -dijo Miriam mientras cerraba de un golpe la maleta-. Escúchame bien, todos tenemos prioridades en la vida. Nos has dicho que hay algo que te repugna en el conde d'Amis, y después de lo sucedido no me extraña. Sin embargo, sigues en tratos con él. Te he suplicado que le devolvieras el maldito manuscrito y no regresaras jamás a donde a nuestro hijo le insultaron llamándole judío. Bien, yo tengo mi prioridad, y no es otra que ir a ver qué les ha sucedido a mis tíos. Nadie va a impedírmelo, Ferdinand, ni siquiera tú.
– ¡Vaya, me reprochas mi trabajo! ¡No sabía que te molestaba tanto!
– ¿Tu trabajo? No, Ferdinand, no te reprocho tu trabajo, te reprocho tu ceguera, que te dejes utilizar, manipular. Todo lo que me has ido contando de ese conde y sus amigos me inquieta. ¿Qué tienes que ver con un grupo de gente que busca el Grial? ¿Por qué les ayudas?
– ¡Yo no les ayudo! No tengo nada que ver con esa investigación.
– ¡Eso es de lo que intentas convencerte! ¡Ni tú mismo te puedes engañar tanto! ¿Sabes por qué estás irritado, por qué casi no hablas, por qué esquivas la conversación sobre la crónica de fray Julián? Yo te lo diré: porque no estás satisfecho, porque sabes que estás colaborando con algo que no te gusta, con gente oscura.
– ¡Te expliqué cómo el conde azotó a su hijo por insultar al nuestro! ¿Te parece poca prueba de su actitud y convicciones? -Me parece muy inteligente ese conde.
– ¡Por favor, no discutáis más! -casi suplicó David-. Mamá se va… Vamos a estar muy preocupados, y no me gustaría que se fuera triste.
Miriam abrazó a su hijo, conmovida. Le quería más que a su vida. No sólo porque era su hijo; también por su sensibilidad, por su capacidad para ponerse en la piel de los demás y sentir compasión por quienes sufren.
Desde que regresó de aquel viaje al castillo d'Amis, David les había pedido a sus abuelos que le explicaran qué tenía que hacer para ser un buen judío. Ahora iba a la sinagoga con frecuencia y acompañaba a sus abuelos a todas las celebraciones religiosas; incluso se había colgado una diminuta estrella de David en el cuello. Le habían escupido la palabra «judío» y necesitaba saber qué se escondía detrás de ese término para despertar tanto odio. Aunque se decía a sí mismo que ser judío no le hacía sentirse diferente al resto de sus amigos, le obsesionaba encontrar la diferencia.
Ferdinand se había rendido a la súplica de David y se acercó a la madre y al hijo para abrazarles a la vez.
– Lo siento, siento no ser capaz de explicar mejor mi preocupación, ¡os quiero tanto!
– Y nosotros a ti, papá. Yo tampoco quiero que mamá se vaya, pero sé que tiene que hacerlo, y prefiero que nos vea contentos.
Salieron del apartamento cogidos de la mano y hablando de naderías.
Durante el trayecto a la Gare de Lyon, Ferdinand disimulaba su angustia concentrándose en la conducción, mientras David no cesaba de parlotear con su madre.
El pitido del tren anunciando su salida les quebró el ánimo a los tres. David no pudo evitar que se le escapara una lágrima ahora que la veía partir y Ferdinand se reprochaba haber discutido con Miriam.
– ¡Cuídate! ¡Por favor, cuídate! -dijo Ferdinand.
– Mamá, vuelve pronto -suplicó, a su vez, David.
Ella, con ternura, les dijo adiós enviándoles un beso a través de la distancia que iba estableciendo el tren.
Ferdinand estaba ensimismado leyendo unos papeles cuando Martine entró como una exhalación en su despacho.
– ¡No lo soporto más!
Se la quedó mirando inmóvil, incapaz de decir nada. Martine se dio cuenta de la sorpresa que se reflejaba en el rostro de su amigo.
– Perdona, pero no aguanto más a tanto fascista. Cuando he llegado a clase me he encontrado sentado a mi mesa a un chico haciendo una exaltación de las esencias de Francia y las malas influencias extranjeras. El idiota me ha dicho que era miembro de las Juventudes Patrióticas. He instado al rector a que le abriera un expediente y le expulsara de la universidad. Habrá una reunión informal del claustro, por eso he venido a buscarte. Sabía que estarías aquí encerrado, trabajando sin enterarte de nada.
Ferdinand se levantó como un autómata. Cada día se sucedían incidentes de este tipo y Martine parecía haberse convertido en la Juana de Arco contra el fascismo. La profesora estaba especialmente empeñada en no tolerar ninguna manifestación contraria a lo que ella creía que encarnaba la República.
– Siento no poder ir a esa reunión -se excusó él-. Le prometí a David que iría a buscarle al liceo.
Cuando llegó, su hijo ya se había marchado, lo que le provocó un sentimiento de angustia. Se dirigió a su casa rezando para encontrarle allí.
David escuchaba la radio en el salón sin poder disimular su sufrimiento.
– Mamá… -musitó-, no sabemos nada de mamá, y está allí… Tienes que llamar a la embajada…
Se sentó junto a su hijo y escuchó las noticias que con voz grave iba relatando el locutor.
El teléfono les sobresaltó. David acudió raudo a responder.
– Es el abuelo Jean -dijo, mientras le daba el teléfono a su padre.
– Papá… sí… lo sé, nosotros estamos bien. No, no sabemos nada de Miriam.
Ferdinand a duras penas lograba responder a su padre, preocupado por la suerte de Miriam.
– No, dile a mamá que esté tranquila, no necesitamos nada, ya os llamaré. De acuerdo, de acuerdo, iremos a cenar esta noche a vuestra casa. Sí, a las siete, no te preocupes.
Cuando colgó el teléfono se sintió inundado por un sudor frío que le corría desde la nuca por la espalda. David continuaba sentado junto a la radio como si aguardara que de un momento a otro el locutor fuera a darle noticias de su madre.