– ¿Qué vamos a hacer, papá?
– No lo sé, hijo, no lo sé. Paul Castres, un compañero de la universidad, tiene un cuñado que trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Puede que a través de él consigamos saber algo.
Su amigo prometió llamarle en cuanto pudiera hablar con su cuñado, aunque le pidió paciencia: «Ya sabes, en este momento incluso a mí me será difícil comunicar con él».
Pasaron el resto del día hablando por teléfono y recibiendo llamadas a su vez de familiares y amigos, esperando siempre que cuando sonara el teléfono fuera Paul Castres.
– Ella prometió llamarnos -musitaba David-, lo prometió.
Ferdinand no tenía respuestas para su hijo. Desde que se fue Miriam no les había llamado, y el teléfono de sus tíos, Yitzhak y Sara, no respondía. En realidad llevaban días preocupados por la falta de noticias.
Padre e hijo se sentían desorientados, sin saber qué hacer o a quién recurrir que pudiera aconsejarles en medio de su desesperación.
– No quiero ir a casa de los abuelos hasta que no te llame tu amigo -pidió David a su padre.
Eran cerca de las seis cuando por fin telefoneó el profesor Paul Castres.
– No puedo decirte mucho, sólo que nuestra embajada en Berlín intentará hacer alguna gestión. Mi cuñado me pide la dirección de los tíos de tu mujer y su número de teléfono; alguien de la embajada intentará ponerse en contacto con ellos, pero entiende que es un momento de gran confusión y que la posición de Francia es muy comprometida… Mi cuñado dice que Hitler engañó bien engañado al presidente Daladier en la Conferencia de Munich.
A Ferdinand le importaban poco los engaños de Hitler al presidente de Francia. En ese momento su única preocupación era la suerte de Miriam.
Cuando llegaron a casa de sus padres, se encontró también con sus suegros. Intentó animarles, y también reconfortarse a sí mismo, comunicándoles que la embajada de Francia en Berlín iba a ocuparse directamente de localizar a Miriam.
Apenas probaron bocado pese a la insistencia de su madre, empeñada en que comieran «porque en los malos momentos es cuando se necesita tener fuerzas», como si el hecho de comer un filete pudiera insuflarles la energía que necesitaban para encontrar a Miriam.
Pero era David quien parecía estar noqueado. No había palabra que sirviera para disipar su angustia. Tanto sus abuelos paternos como los maternos hicieron lo imposible por sacarle de su mutismo, pero él se mantuvo callado. Sólo deseaba estar con su padre y compartir su desesperanza.
Al día siguiente David se negó a ir al liceo, y a duras penas soportó la presencia de alguna de sus dos abuelas, que habían acordado acudir indistintamente a su casa para ocuparse de ellos.
Hacían las labores de la casa, cocinaban y, sobre todo, procuraban que no se sintieran solos, aunque ambos hubiesen preferido estarlo.
Paul Castres animaba a su colega cuando le encontraba por los pasillos de la facultad; su cuñado le ayudaría, estaba seguro. Cuatro días después Paul se le acercó para decirle que su cuñado les recibiría en su despacho del Quai d'Orsay.
Ferdinand y David se presentaron a la hora prevista en la puerta del ministerio, donde les esperaba Castres para acompañarles hasta el despacho de su cuñado. Atravesaron pasillos donde funcionarios circunspectos parecían ir muy deprisa a alguna parte. Llegaron ante una puerta igual que el resto y Paul llamó con los nudillos; escucharon un «pasen» seco y cortante.
El cuñado de Paul era un hombre a punto de jubilarse, un funcionario que llevaba toda su vida en aquel edificio, que conocía mejor que su propia casa.
– Bien, señor Arnaud, la única noticia que puedo darle es que no hay noticias.
– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir? -preguntó preocupado Ferdinand.
– Le pedí a un amigo de la embajada que cuando tuviera un momento se acercara a casa de sus familiares. Hace tiempo que allí no vive nadie. La librería de la planta baja… Bueno, creo que ya no existe… En cuanto a la vivienda de la primera planta, lleva un tiempo desocupada, según le informaron unos vecinos. Sencillamente sus familiares se han ido, no han dejado ninguna dirección; en cuanto a su esposa… Bien, nadie la ha visto. La embajada ha realizado algunas indagaciones, discretas dada la situación, porque no estamos en armonía con las autoridades alemanas; pero siempre se tienen amigos, y el Ministerio del Interior alemán no tiene noticias de ningún accidente ni ningún suceso en el que esté implicada su esposa. Casi hubiera sido una buena noticia poder decirle que había sufrido un accidente de tráfico o que estaba hospitalizada y que por eso no tenían noticias de ella, pero desgraciadamente la realidad es que nadie ha visto a su esposa.
Ferdinand sintió como si le hubieran golpeado en la cabeza, mientras que David no fue capaz de contenerse y rompió a llorar.
Se sentían perdidos en una pesadilla en la que a Miriam se la tragaba la tierra sin que ellos pudieran hacer nada para rescatarla.
– ¿Qué se puede hacer? -preguntó Paul Castres por ellos, puesto que tanto Ferdinand como su hijo parecían incapaces de reaccionar.
– Nada, no se puede hacer nada más. He pedido a la embajada que de vez en cuando y en la medida de lo posible, se acerque a casa de sus familiares para ver si regresan y que, en fin, en los contactos con las autoridades insistan sobre cualquier noticia que puedan tener respecto a su esposa.
– Iré a Berlín -afirmó Ferdinand con seguridad.
– No creo que sirva de mucho, se lo desaconsejo. Bien… Me gustaría hablar con usted un momento a solas. Paul, ¿podrías salir con el joven? No tardaremos mucho.
Cuando se quedaron solos, el funcionario miró incómodo a Ferdinand, como si no encontrara palabras para expresarse.
– Bueno… yo… verá, señor Arnaud, me gustaría que no se sintiera ofendido pero… no sé… quizá su mujer…
– No sé qué quiere decirme…
– Perdone que le haga una pregunta personal, pero ¿se llevaban ustedes bien?
Ferdinand captó lo que el cuñado de su amigo no se atrevía a decir.
– ¿Me está preguntando si creo que mi mujer me ha abandonado?
– Bueno, esas cosas pasan. Si no estuviéramos en medio de una crisis bélica la situación sería menos dramática… quizá su esposa se haya… se haya ido con alguien…
– Yo mismo la acompañé al tren -respondió Ferdinand, nervioso.
– Sí, claro, usted la pudo acompañar al tren, pero eso no significa que no hubiese alguien en ese tren con el que ella hubiera decidido marcharse.
– No, señor, eso no ha sucedido. Somos una familia feliz, sin problemas, nos querernos, se lo aseguro -acertó a decir mientras, fruto de la humillación, sentía una oleada de calor.
– Bueno, era una posibilidad… no quería exponérsela delante de su hijo.
– Muy considerado por su parte -dijo Ferdinand reprimiendo la ira que le empezaba a invadir.
– No puedo decirle más. Si tuviéramos alguna noticia, no dude que nos pondríamos en comunicación con usted de inmediato. Pero le ruego que no haga tonterías. No intente ir a Berlín, no en estas circunstancias.
– ¿Cuándo entraremos en guerra?
– No puedo responderle a esa pregunta, pero soy pesimista, muy pesimista. Extraoficialmente le diré que creo que Hitler intentará invadir Francia. Esta opinión no es compartida por muchos de mis colegas, tampoco por nuestro Gobierno, pero mi olfato me dice que eso es lo que sucederá. Verá, he estado destinado en Berlín hasta hace un año y nada de lo que está sucediendo me sorprende, por más que nuestro Gobierno quiera hacernos creer que no se lo esperaban.
– Tenemos la línea Maginot.
– No tenemos nada, señor Arnaud, hay que ser muy ingenuos para creer que estamos protegidos por una línea imaginaria. -Entonces…
– En mi opinión, es cuestión de tiempo que Hitler decida invadir Francia, pero le insisto en que ésa es mi opinión, no la del Quai d'Orsay. No creo que tardemos mucho en entrar en guerra con Alemania.
Con expresión grave y gesto de preocupación, el profesor Arnaud se despidió del diplomático con un fuerte apretón de manos.
Tomaron la decisión entre los dos, sin discusiones. Estaban de acuerdo en que no podían cruzarse de brazos y aceptar sin más la desaparición de Miriam.
Se lo comunicaron al resto de la familia: Ferdinand iría a Berlín e intentaría localizar a su esposa y sus tíos, Yitzhak y Sara.
Los padres de Miriam lloraron agradecidos. No podían aceptar sin más la desaparición de su hija. David se quedaría con ellos hasta el regreso de su padre; el joven hubiese preferido esperar en su casa, pero Ferdinand le aseguró que sólo sabiéndole seguro se iría tranquilo.
Pidió al profesor Castres que hablara con su cuñado del Quai d'Orsay, para ser recibido en la embajada de Berlín.
Estaba en su despacho corrigiendo unos exámenes cuando recibió la inesperada visita del conde d'Amis.
– Mi querido profesor, perdone que me haya presentado de improviso. Estoy en París por negocios, y he pensado en hacer un alto y pasar a visitarle. ¿Le molesto?
No se atrevió a decirle que efectivamente le molestaba, que estaba trabajando contra reloj y le faltaba tiempo para dejar todo listo antes de viajar a Berlín, de manera que le invitó a sentarse, haciendo patente su falta de entusiasmo.
– En realidad -continuó diciendo el conde mientras tomaba asiento-, quería anunciarle que hemos recibido refuerzos. Un grupo de estudiantes alemanes, alumnos del profesor Marbung, se han unido a nosotros. Son muy eficientes y entusiastas, de manera que su presencia nos será de gran ayuda.
– Me alegro por usted -respondió Ferdinand con sequedad.
– Estamos estudiando las estelas discoidales…
– Son monumentos funerarios que nada tienen que ver con los cátaros. ¿Sabe, conde? Me sorprende que un hombre inteligente como usted persiga una fantasía. No hay ningún tesoro cátaro; aquel oro y plata, aquellas monedas que sacaron de Montségur sirvieron para ayudar a los Buenos Cristianos que vivían en la semiclandestinidad a causa de la Inquisición y para seguir haciendo sus obras de caridad.
– Es a mí a quien sorprende su empeño en lo contrario. Es usted el único experto en catarismo que niega que exista el tesoro, el único que rechaza la existencia del Grial, el único que asegura que esos extraños dibujos que hemos encontrado en las cuevas cercanas a Montségur son simples garabatos y no un código secreto dejado por los cátaros…