– Le aseguro que no soy el único. Puedo presentarle al menos a una docena de profesores que le dirán lo mismo que yo, pero será inútil; usted no quiere escuchar. En cualquier caso, quiero recordarle lo que le he dicho en otras ocasiones: no comparto las teorías ni de usted ni de sus amigos respecto al catarismo. Gustosamente puedo pedir que les permitan indagar en archivos históricos, pero no quiero colaborar en nada más.
– Hemos encontrado otros dibujos grabados en una cueva desconocida hasta el momento. Ha sido una casualidad, y me gustaría que fuera a Montségur a echar un vistazo. Podría venir conmigo, regreso mañana…
– Lo siento, no puedo; me marcho a Berlín -respondió Ferdinand hastiado de la insistencia del aristócrata.
– ¿A Berlín? -preguntó asombrado el conde d'Amis.
– Sí, a Berlín.
– ¿Asuntos académicos? -insistió el conde.
– Asuntos personales… -Ferdinand se quedó unos segundos dudando, luego pensó que aquel conde con amigos influyentes alemanes quizá podría ayudarle-. Voy a buscar a mi mujer. Ha desaparecido.
– ¿Su esposa ha desaparecido? ¿Dónde? ¿En Berlín…? -El tono de voz del conde reflejaba el asombro por la confesión de Ferdinand.
– Mi esposa es judía. Fue a localizar a sus tíos, que también son judíos, de los que no teníamos noticias desde hacía tiempo. Supimos que un grupo de salvajes habían destrozado su librería, una de las más antiguas y prestigiosas de Berlín, y que ellos habían recibido una paliza brutal. Luego no supimos más. Les llamábamos pero su teléfono no respondía. Mis suegros se pusieron en contacto con amigos alemanes y nadie supo darnos razón de ellos. Habían desaparecido, de manera que Miriam tomó la decisión de ir a Berlín. No quería quedarse sin hacer nada, sufría por la suerte que pudieran haber corrido sus tíos. Se marchó el 20 de abril y desde entonces no hemos sabido nada de ella.
El conde le escuchaba en silencio mirándole fijamente, como si intentara captar un sentido oculto en sus palabras. Ferdinand esperaba que D'Amis se ofreciera a ayudarle, pero el silencio instalado entre los dos se alargaba demasiado.
– Me voy a Berlín, de manera que no puedo ocuparme de sus dibujos, y malditas las ganas que tendría de hacerlo -dijo Ferdinand sin ocultar su enojo y decepción.
– ¿Qué quiere? -preguntó el conde d'Amis, con voz queda.
– Usted conoce gente importante en Alemania. Podría ayudarme.
El conde volvió a quedarse en silencio meditando la petición de Ferdinand. Luego se levantó y le tendió la mano para despedirse.
– Veré lo que puedo hacer. ¿En qué hotel de Berlín estará?
– En realidad no lo sé, iré a casa de los tíos de Miriam, y luego… no lo sé, supongo que encontraré un hotel.
– Bien, apúnteme los nombres de esas personas desaparecidas y cuando llegue a Berlín llámeme. Le diré con quién puede ponerse en contacto y si es posible hacer algo. No va usted en el mejor momento, no creo que un francés sea bien recibido.
Ferdinand escribió deprisa el nombre de Sara y Yitzhak, así como su dirección, además del nombre de Miriam. Cuando le entregó al conde la nota pudo leer en sus ojos un aire de desprecio. No se dieron la mano ni se dijeron nada más. Ferdinand se quedó en pie, mirando al aristócrata mientras salía de su despacho, sin saber si aquel hombre por el que sentía una oculta aversión era su única y última esperanza.
6
En Berlín no hacía frío, pero llovía y la humedad se metía entre la ropa hasta llegar a los huesos. El taxista que le conducía a casa de los tíos de Miriam era un entusiasta de Hitler, al que ponderaba como un hombre providencial para Alemania. Ferdinand callaba, no quería discutir con aquel hombre; en realidad no quería discutir con nadie sobre nada. Sólo quería encontrar a Miriam.
Cuando el coche se detuvo delante de la tienda el taxista le miró con suspicacia.
– Aquí debían de vivir judíos… -dijo mirando la casa con ojo experto.
– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Ferdinand con irritación.
– Mire cómo está esa tienda… Seguro que ha recibido la visita de nuestros valerosos jóvenes. Nuestros hijos son lo mejor de Alemania, valientes, decididos. Ellos son la avanzadilla de nuestra revolución. Seguro que han dado una buena lección a los judíos que tenían esta tienda.
Ferdinand le pagó dominando el deseo de darle un puñetazo. Nunca había pegado a nadie; ni siquiera cuando era niño le gustaban las peleas, pero aquel hombre era capaz de sacar lo peor de él. Se quedó quieto aguardando a que el taxi se perdiera entre el tráfico berlinés antes de dirigirse a la puerta.
La librería estaba arrasada. No había nada dentro, parecía un esqueleto descarnado. No quedaba ni un solo libro y los estantes donde antes estuvieron aparecían destrozados en el suelo junto a multitud de pequeños cristales y restos de hojas rotas y pisoteadas.
Se dirigió al final de la estancia, a la puerta que daba paso a una pequeña sala de donde partían unas escaleras que comunicaba la librería con el primer piso, donde tía Sara y su esposo tenían la vivienda: un apartamento pequeño y coqueto compuesto por dos habitaciones, una sala, el despacho de tío Yitzhak, una cocina y el baño. La puerta estaba destrozada, los goznes arrancados y tanto la mesa redonda como las cuatro sillas que antaño tenía alrededor estaban partidas. Subió las escaleras sintiéndose desolado.
La vivienda estaba en el mismo estado que la librería: la cama volteada, el sofá acuchillado, platos y tazas rotos y desparramados por la cocina… Pensó que sólo unos bárbaros serían capaces de un destrozo tan gratuito.
Luego vio la foto, con el marco roto, pisoteado, junto a otros marcos y otras fotografías. Se agachó a recogerla. Allí estaba él junto a Miriam y David y sus tíos cuando cinco años atrás visitaron Berlín. Posó la mirada más tiempo en su hijo. David tenía entonces doce años y para él había sido un acontecimiento el viaje a Berlín.
– Lo han destrozado todo.
Se volvió sobresaltado y se encontró con una mujer joven, de no más de veinticinco años, de mediana estatura, cabello castaño y ojos azules. Ni guapa ni fea, era una chica de rostro anónimo, fácil de olvidar, que llevaba un niño de apenas un año entre los brazos.
– ¿Quién es usted? -preguntó Ferdinand en alemán. Afortunadamente, no había perdido soltura con ese idioma.
– ¿Y usted?
– Soy… soy sobrino de… bueno en realidad mi mujer es sobrina de Sara, la esposa de Yitzhak Levi.
– Me llamo Inge Schmmid, ayudaba a sus tíos.
– No lo sabía… ¿Qué hace aquí?
– Quería limpiar un poco todo esto. He venido varias veces antes, pero nunca me había decidido a hacerlo. Quizá esperaba que aparecieran en algún momento…
– ¿En qué ayudaba a mis tíos?
– Llevaba apenas un año con ellos. Hacía un poco de todo: vender en la tienda, encargarme del correo, colocar y limpiar estantes… Supongo que sabrá que Sara tenía vértigo, y Yitzhak lumbago, de manera que buscaron a alguien para echarles una mano.
La miró sorprendido, ¿cómo aquella joven se había atrevido a trabajar para un matrimonio judío? Sabía que Sara y Yitzhak, como tantos otros, llevaban cosida la estrella de David en sus abrigos, que estaban señalados por ser judíos, y significarse teniendo tratos con judíos no era fácil.
– Necesitaba un trabajo donde pudiera estar con mi hijo -explicó Inge-. Soy madre soltera, mi familia no quiere saber nada de mí, el padre de mi hijo desapareció antes de que el niño naciera. Una dienta de la tienda de sus tíos que es vecina mía nos puso en contacto y ellos aceptaron que viniera con Günter. Sus tíos eran muy buenos.
– ¿Eran? -preguntó Ferdinand, alarmado.
– Bueno no lo sé, son, eran… La verdad es que no sé qué habrá sido de ellos.
– Dígame qué sabe de lo sucedido.
– Yo no estaba, fue un sábado por la noche. Llegó un grupo de camisas pardas, apedrearon la luna y la destrozaron; luego entraron en la librería; empezaron a tirar estantes y a romper los libros, subieron a la vivienda. Sus tíos estaban asustados, abrazados temiendo que ése podía ser el último día de su vida. Al parecer se conformaron con apalearles, con dejarles en el suelo ensangrentados.
– ¿Y nadie hizo nada? ¿Ningún vecino acudió a socorrerles?
– ¿Sabe? El resto de Europa no quiere enterarse de lo que sucede en Alemania; tampoco los alemanes quieren planteárselo, de manera que Hitler tiene el campo libre para hacer lo que quiera.
– No ha respondido a mi pregunta: ¿por qué nadie hizo nada?
– Porque nadie ayudaría a unos judíos. Eso sería colocarse en una situación difícil, bajo sospecha, de manera que cuando se trata de judíos nadie oye ni ve nada.
– ¿Quién dio la voz de alarma?
– Sara me contó que cuando la pesadilla terminó y los camisas pardas se fueron, se quedaron mucho rato tirados en el suelo. No podían moverse y el cable del teléfono estaba arrancado. Yo vivo a dos calles de aquí y por casualidad me encontré a la portera de esta casa el domingo por la mañana. Me contó riendo que mis jefes habían tenido «visita» y que me había quedado sin trabajo porque ya no había libros para vender. Vine corriendo con Günter en brazos y les encontré tendidos en el suelo, temblando y sufriendo por las heridas y los golpes. Me dijeron que llamara a unos amigos suyos, un matrimonio mayor, judíos; él es médico, aunque está retirado. Vinieron de inmediato junto con otros amigos. Entre todos logramos poner esto decente, aunque no nos atrevimos a hacer nada en la librería, ya que eso podría suponer que volvieran los camisas pardas. Creo que su tía se puso en contacto con su familia de Francia; hablaban de marcharse, de escapar de aquí.
Inge calló mientras buscaba un lugar donde dejar al niño. Puso una silla en pie y le sentó.
– No te muevas, Günter -le pidió mientras depositaba un sonoro beso en la mejilla del bebé-. Si quiere le ayudo a adecentar un poco esto.
– Si no le importa…
Ferdinand no tenía muy claro que sirviera de algo intentar devolver la apariencia de casa a aquel lugar destrozado, pero al menos la actividad le ayudaba a tranquilizarse mientras continuaba escuchando a Inge, que con una rapidez asombrosa levantaba muebles, sacudía colchones, barría los restos de la loza diseminados por el suelo de la cocina… Él la seguía por donde quiera que ella fuera, haciendo lo que le ordenaba.